El mismo día que compré tres libros para documentarme sobre la novela que aún no he escrito, recibí la visita de Alfa, el personaje principal (y real) de Golpes. Para aquel entonces acababa de salir de prisión y trataba de ensamblar su nueva vida en su reciente libertad provisional. Alfa tenía la necesidad de gritar al mundo los motivos que le llevaron a convertirse en un preso a pesar de llevar más de 30 años pateando las calles como policía. Supongo que yo fui el canal elegido para llevar a cabo esa suerte de reivindicación. «Lo que queda escrito no hay viento que se lo lleve», debió maquinar. Nos unía una amistad pobre en recuerdos, pero férrea y sin mácula, propia de aquellos que han combatido en las mismas trincheras y utilizan las mismas gafas graduadas (vete tú a saber por qué óptico de la vida), con las que atisbar la realidad en la que habitan. En nuestro caso, aquellas décadas en las que un terrorista podía dejarte un regalo en los bajos de tu coche, la heroína causaba estragos en las mismas calles que ahora fotografían turistas, y cuando regresabas a tu hogar lo primero que hacías era preguntar si alguien te había llamado. Viejos tiempos, otra vida.
Lo supe pronto, en cuanto Alfa me desveló los detalles del mundo del narcotráfico, los límites que todo policía dedicado a ello suele sobrepasar, y ese velo con el que la sociedad recubre la inmundicia a fin de no conocer los detalles sobre cómo se lleva a cabo la preceptiva limpieza. En sus palabras estaba en juego la verdad. Pero, ¿era la verdad de Alfa la verdad? ¿Qué es de hecho la verdad? Confieso que en nuestros primeros encuentros mis preguntas no pasaban de la mera curiosidad que suele escoltar a un escritor. Me era tan cercana su historia que a duras penas conseguía vislumbrar un mínimo grado de objetividad. Además, en mi cabeza todavía pululaban los cines de barrio de Barcelona en los años 40, las atrocidades de una posguerra y otros elementos esenciales que conformaban los cimientos de la que debería haber sido mi siguiente novela. Sin embargo en mi caso suele ser la fuerza con la que irrumpe una palabra, o una frase, la que condiciona el orden de mis creaciones. Aquellas que dictaminan qué proyectos guardan en la sala de espera y cuáles salen a la palestra convertidos en obsesión hasta que adoptan la forma de un libro.
Fue tomando un café con hielo en la primavera del 2016, frente a nuestro Mediterráneo, cuando Alfa admitió que le dolía, por encima de todo, la pérdida de su identidad. “Saber lo que eres, de que estás hecho, y que te lo arrebatan. Que te conviertan en otro ser. Perdido. Sin la esperanza de encontrarte, porque lo que buscas sencillamente ya no existe”. Me vinieron a la cabeza mis lecturas de Kundera y esa conexión con uno de los temas que me fascina: la identidad. Anoté todo ello en la aplicación de notas que llevo en mi móvil. Ni siquiera portaba conmigo esa libreta por estrenar que me acompaña en cada proceso de escritura. Simplemente porque, hasta ese instante, la historia de Alfa no era para mí una novela. Pero la mención a esa pérdida de identidad me noqueó. Y así se lo confesé, y con ello le arranqué la sonrisa de quien se sabe ganador en sus intenciones. El instinto es su principal herramienta de trabajo, y Alfa captó la mirada de cazador que proyectamos los escritores cuando olfateamos una historia. Consciente de que tenía mi interés entre las cuerdas me soltó que “no toda persona que comete un delito se convierte en delincuente”. Volví a anotarlo. Ya tenía dos pilares, dos ideas que poco a poco se encargarían de inocularme preguntas urgentes de ser respondidas. Si los humanos nacemos con lágrimas, las novelas lo hacen con preguntas.
Unas semanas después de ese encuentro Alfa se presentó de nuevo en mi casa, sin avisar. Una costumbre adquirida en tiempos en los que la tecnología todavía no nos había convertido en tipos previsibles. Llevaba prisa, no era yo el único motivo de su visita a Benicásim. Fue al grano, entró en materia y me aseguró que él no volvería a la cárcel. Cuando Alfa se muestra contundente con algo que ya tiene decidido lo suele acompañar con una sonrisa canalla a modo de sello oficial que lo consta y certifica. Dejó caer que con el sueldo base que percibía (al estar suspendido de empleo y sueldo no llegaba a los 850 euros) estaba condenado a pasarlo mal. “Y a estas alturas de la película…”. Si su vida no viraba pronto tenía un plan. Hacerse con un alijo importante y empezar de nuevo. No siendo él, eso ya lo tenía asumido, pero tampoco siendo un monigote, producto de las consecuencias penales que solo salpicaban a algunos.
En ese momento tenía los principales ingredientes para elaborar una historia, pero necesitaba ensanchar el mundo de Alfa, hallar ese hilo estructural que me permitiera narrar el viraje de su vida. Me di cuenta de que cada vez que hablaba con él hacía uso de un léxico perteneciente al mundo del boxeo. De un modo inconsciente, ya que no forma parte de mi habitual modo de hablar, describía su historia en esos términos. Fue entonces cuando acudí a mi biblioteca privada y traté de encontrar el ensayo Del boxeo de Joyce Carol Oates. Al volverme a dejar abrazar por la observación analítica de la magistral escritora, percibí que la historia de Alfa era, por encima de todo, un combate existencial. Y de eso sí quería hablar, de ese combate que todos llevamos a cabo de un modo u otro en un momento determinado de nuestra vida. Entonces mi ferocidad por documentarme me llevó a leer a Norman Mailer, las literarias crónicas de combates de boxeo narradas por el periodista Manuel Alcántara, donde afirma “que la vida es una sucesión de asaltos”, Fat City de Leonard Gardner, Campo del gas de José Luis Garci… Todas esas lecturas me hablaban de Alfa, porque la historia de mi amigo era la historia de una persona herida.
La estructura de Golpes no podía ser otra. Doce asaltos, que no doce capítulos, integrarían la novela que tardé en escribir siete meses.
Alfa fue la primera persona que leyó Golpes. Nunca jamás he tenido tanto miedo de conocer la opinión de un lector. Toda mi tensión desapareció cuando me sonrió, me dio un abrazo y me felicitó. Solo me pidió dos cosas. Que eliminara el nombre de un personaje mediático que le ayudó mucho durante su estancia en la prisión y que modificara en ciertos aspectos algunas descripciones que hice sobre su exmujer. Me pregunté qué haría Emmanuelle Carrère si se encontrara en mi situación. Lejos de obtener una respuesta opté por escuchar al protagonista de mi novela. Era un hombre honesto, sin miedos, que había exhibido sin tapujos su incapacidad para amar, que desafiaba a nuestro actual sistema jurídico, que escupía a nuestra hipócrita sociedad. “Tú tienes mucho de Alfa”, me dijo con una seguridad arrebatadora que todavía pervive en mi conciencia. Así que no me lo pensé. Eliminé el nombre del personaje mediático y describí a su exmujer con los ojos ya no de Alfa, sino con los de la hija que tenían en común y que un día no muy lejano leería Golpes. Y sí, voy a hacer otra confesión. Desde el día en el que recibí los ejemplares de la novela que me envió la editorial, a veces, cuando nadie me ve, leo párrafos sueltos y me busco en ellos, no vaya a ser que Alfa estuviera en lo cierto. Y es que Golpes contiene la voz atávica de todos aquellos que se dejaron la piel en aquello en lo que creían.
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Autor: Pere Cervantes. Título: Golpes. Editorial: Alrevés. Venta: Amazon y Casa del libro
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