Primera parte
Al regresar de la fiesta del sesenta cumpleaños de Cabral, su ex compañero del secundario, Lisandro se sorprendió por su bienestar: había elegido los mejores canapés y en cantidades módicas. También se moderó en el vino: apenas una copa de una cosecha extraordinaria. Durmió con una calma mística y despertó rejuvenecido. En el esplendoroso ágape, alejado de la muchedumbre, sentado en un cómodo sillón, fumando un único habano, había observado con particular interés a Juliana, una de las pocas mujeres del curso. Conservaba la sensualidad de su adolescencia. La había amado con locura. Habían estado cerca en el viaje de egresados, pero una conspiración de compañeros envidiosos frustró el posible romance. Luego la vida los distanció.
“La viudez es el más apacible de los estados sentimentales”, le dijo ella en el brevísimo diálogo que compartieron. También en el rubro de la conversación Lisandro había optado por contenerse. No es que Juliana le hubiera prestado especial atención, pero tampoco Lisandro hizo esfuerzo alguno por extender la charla. Como tantas otras veces en su vida, las pocas que podía considerar exitosas, prefería que la dama en cuestión se acercara, incluso después del encuentro casual o eventual —como había sido el caso—. Temía importunar. En el amplio salón, parte a la intemperie, parte techado, mientras algunas parejas bailaban y los corrillos de hombres debatían, Juliana hablaba aparentemente a la nada: con el auricular bluetooth en un oído y el celular en la cartera o el bolsillo del pantalón.
Plones, el relojero, no había asistido. Pero había enviado como obsequio una caricatura de Cabral realizada por Malbrán, el otro alumno que dibujaba, como el propio Lisandro. Malbrán había abandonado su vocación plástica antes de quinto año; ya bachiller comercial, volcó su energía y talento a la carrera como contador público, coronada por el éxito profesional.
Un par de meses después de la fiesta, Morrone, uno de los pocos ex compañeros con los que mantenía contacto frecuente —llamarlo “amigo” era excesivo—, visitó a Lisandro en su atelier.
Intercambiaron aleatoriamente circunstancias de sus respectivas existencias. Morrone partía en un crucero con su esposa e hijos. Lisandro no pudo evitar un gesto de sorpresa: Morrone pertenecía con dificultad a la clase media. De hecho, sin quejarse, en la mesa del cumpleaños había comentado los esfuerzos ingentes por mantener su posición económica. Morrone notó la perplejidad muda de Lisandro e informó:
—Parece mentira. Haber asistido al cumpleaños de Cabral resultó para mí un regalo. Bagarini me pasó un dato financiero espectacular. Nunca antes hubiera invertido un peso. No te voy a decir que me salvé, pero me entró una carrada de dólares. Este viaje nos lo podemos permitir.
Lisandro sonrió con legítima bonhomía, y solo un silencio después formuló:
—¿Bagarini?
—Sí, el señor que nos sentaron a la mesa. A tu izquierda. El de las acciones. Corredor de bolsa o algo así.
—No lo recuerdo —reconoció Lisandro.
—Yo sí —acotó con una risa Morrone. Y agregó—. Es un primo de Cabral. Invitó a medio país.
La conversación discurrió por carriles informales, y Morrone compró uno de los cuadros de Lisandro. Los clientes elegían los que menos le gustaban al autor. Su vocación de pintor había despuntado ya en el secundario, y pronto se había convertido también en su oficio y sustento. Pero nunca se había destacado. Los críticos le eran remisos. Cuando Morrone se marchó, Lisandro intentó recuperar en su memoria el rostro del mentado Bagarini. No recordaba siquiera su presencia. Tampoco algo que hubiera dicho, mucho menos su voz. ¿Quién era?
Como si el destino jugara con sus sentimientos, un día de lluvia Lisandro topó con Juliana en un bar de la calle Rodríguez Peña, a la altura de la Recoleta. Ella lo saludó con un beso y se preguntaron nimiedades. Comentaron risueñamente que ambos abominaban de los paraguas. Pero Juliana levantó vuelo con una prisa extraña, y se alejó sin mayores explicaciones. Hasta donde Lisandro pudo comprobar, no pagó la cuenta. Lisandro tomó asiento en la misma mesa y pidió un agua tónica. Le dijo al mozo que se haría cargo también de lo que hubiera consumido la “señorita”. Pero el mozo le aclaró que ya el “caballero” había pagado el copetín y la copa de vino. Lisandro abonó lo propio y abandonó el sitio a su vez en un halo de desconcierto.
Tras la primera cuadra de perplejidad, temió por su lucidez. Entre la referencia de Morrone y su tajante olvido, y el comportamiento desconcertante de Juliana, Lisandro desconfió de su propia percepción. ¿Se deterioraba? ¿Era alzheimer o algún tipo de demencia?
Recordó que allí cerca atendía en su despacho el investigador Borgovo. Lisandro había conocido al escritor devenido detective de casos exóticos gracias a Plones: el relojero y Borgovo eran amigos, en ocasiones socios. Lisandro era el único de la clase al tanto del secreto de Plones: la expertise del relojero era resolver enigmas relacionados con el tiempo. Aunque Lisandro nunca lo había consultado en esa veta, algunos encuentros casuales habían derivado en conversaciones, granjearse confianza, salir a caminar con Borgovo.
Lisandro siguió por Ayacucho hasta Posadas, buscó la esquina con la calle Bioy Casares. En el tercer piso de ese edificio monumental atendía Borgovo. Le dijo al portero de librea a quién venía a ver, lo dejó pasar. Borgovo se alegró sinceramente.
Años atrás Plones le había pedido a Lisandro que pintara su versión del reloj derretido de Dalí, y lo pagó admirado. Borgovo quiso uno parecido. Ahora adornaba su despacho. Emitía una luz singular. Luego de que Lisandro expusiera su preocupación, Borgovo lo invitó a repasar cada momento desde la llegada a la fiesta, el encuentro con Morrone en el atelier, hasta el poco claro cruce con Juliana en el bar. Lisandro recalcó que no tenía el menor registro del tal Bagarini.
—Primero —reflexionó Borgovo— llamaremos a Plones. No es un caso específico de tiempo, pero son ex compañeros del secundario. Algo del pasado asoma.
Marcó, se comunicó inmediatamente con el relojero, y lo convocó.
—Viene para acá —informó Borgovo a Lisandro—. Y ahora, te toca llamar a Cabral y preguntarle por el tal Bagarini. ¿Se supone que es su primo, no?
Lisandro asintió, y dudó:
—Pero es un hombre muy ocupado, mirá si voy a llamarlo para…
Entonces sonó el celular del propio Lisandro. Era Juliana. Lisandro alzó las cejas en un gesto mudo a Borgovo.
—Encuentro raro, ¿no? —comentó Juliana.
—Con vos, siempre encantador —la halagó Lisandro.
—Igual fue raro —insistió Juliana—. No alcanzo a entender bien por qué. Quizás también es culpa mía. No sé. Pero me olvidé de invitarte a la muestra de Atilio.
—¿Atilio? —preguntó Lisandro.
—Atilio Malbrán —aclaró con suficiencia Juliana.
—¿Muestra de qué? ¿De balances comerciales? —Lisandro no supo si bromeaba o agredía.
—Va a exponer sus cuadros —detalló Juliana—. ¡Por fin se animó! Yo lo alenté. Pero José le consiguió la galería, y le financia el evento. Pone el vino, consiguió el agente de prensa, toda la escena. Quiere que vengas.
Lisandro no pudo evitar sentirse un poco estúpido al preguntar, por segunda vez, por otro nombre:
—¿Qué José?
Por un momento, Lisandro temió que Juliana le respondiera con una grosería. Pero quizás fue peor:
—¡José! Lo conociste en la fiesta. José Bagarini.
Segunda parte
Cuando Plones arribó al despacho de Borgovo, Lisandro ya había llamado a Cabral, y confirmado la existencia de Bagarini. Efectivamente, eran primos. Por supuesto, lo había sentado a la misma mesa que Malbrán y el propio Lisandro.
“Ah”, comentó Cabral: se había enterado de que Bagarini financiaba la muestra pictórica de Malbrán. Qué bárbaro. Pensar que el dibujante había debido esperar 50 años para encontrar mecenas.
Antes de cortar —era un hombre muy ocupado—, Cabral agregó:
—¿Y vos, para cuándo?
Lisandro observó demudado a Plones y Borgovo, que habían escuchado la conversación.
—No lo puedo creer —comentó el pintor—. He dedicado mi vida a la pintura. Descarté cualquier otra posibilidad. Pasé penurias. Me las arreglo, no me quejo, pero nunca conseguí exponer, ni mucho menos un mecenas. Y Malbrán, que se salvó como contador público, y abandonó el dibujo a los 17 años, de pronto sale del closet contable y es el Van Gogh de la hora. Expone, recibe a la prensa. ¿Cómo puede ser? Y aún me temo algo peor.
Plones lo inquirió con un gesto de las cejas.
—Juliana —siguió Lisandro—. Me invitó a la fiesta de “Atilio”.
Atilio Malbrán. “Quiere que vayas”, me dijo. ¿A quién se refería? Evidentemente al propio Malbrán. ¿Y por qué se fue del bar como si hubiese visto un fantasma? Es claro: estaba sentada con Malbrán, me vieron llegar y sintieron vergüenza. La amé durante todo el secundario, nos vimos en la fiesta. Pero Malbrán recibió la bendición. ¿Por qué?
Borgovo esperó a que Lisandro se tranquilizara para replicar.
—Sobre Juliana, no puedo elaborar. Ni Plones, ni nadie. Por qué una mujer toma tal o cuál decisión sentimental, está más allá de cualquier entendimiento humano, muy especialmente del de la mujer en cuestión. Pero respecto de la exposición de Malbrán arriesgo una hipótesis: este muchacho Bagarini, que le tiró una pista financiera a Morrone, como bien nos relataste, evidentemente es un mecenas. No exclusivamente de Malbrán. Aparentemente, en apenas una fiesta, distribuyó sus aportes benéficos al menos entre dos de tus ex compañeros. Existe gente así. Lo que aún no terminamos de descifrar es por qué no lo recordás, por qué no hablaste con él, por qué no escuchaste siquiera algo de lo que dijo. Todo parece indicar que, de haberte sumado a la ronda, quizás también a vos te hubiera financiado una muestra en una galería. Quizás junto a Malbrán.
—No lo hubiera aceptado —porfió Lisandro.
—Quizás ocurrió efectivamente eso —apostó sin convicción Plones—. Te enojaste por ser invitado a exponer junto a un novato. Bebiste como un cosaco: una estepa blanca de memoria.
—No —lo refutó Lisandro—. Solo una copa de vino: una cosecha extraordinaria.
—Tal vez fuera el vino del olvido —bromeó Borgovo.
Pero los tres parecieron escuchar en el chiste una verdad oculta.
Borgovo y Plones asistieron a la muestra de Malbrán. Lisandro, aunque sabía de la importancia de su presencia para resolver el caso, no lo pudo sufrir. No culpaba a Malbrán, pero la situación le resultaba perturbadoramente injusta. Además: verlo con Juliana. Como si le hubiera robado todo, según la canción de Perales.
La muestra de Malbrán sucedía también en Recoleta: la galería Pacheco, a la vuelta del shopping Bullrich. Borgovo y Plones regresaron desconcertados.
—Se supone que soy un experto en tiempo —comenzó Plones, en su relojería de Parque Patricios, sobre la avenida Caseros, reunidos con Lisandro—, pero necesitaría un siglo para entender cómo alguien puede financiar a semejante botarate. La caricatura que conservé, y enmarqué, que dibujó el propio Malbrán, un retrato de Cabral, hace 40 años, estaba bastante bien. Estos cuadros al óleo eran una burla. Sentía que alguien me faltaba el respeto. Tu cuadro del reloj derretido para mí es una obra de arte. No soy un erudito. Pero puedo determinar cuándo algo carece de cualquier mérito para mí. Es el caso de los cuadros de Malbrán colgados en las paredes de la galería Pacheco.
—Suscribo —confirmó Borgovo—. No era solo que no me gustaran: era como si el pintor, y no lo llamaría así, me estuviera tomando el pelo. Había algo de cinismo en la mediocridad de la obra, que tampoco la llamaría así.
Ambos hicieron silencio y Lisandro les reclamó con la mirada, como si pidiera el postre.
Habló Borgovo:
—Sé lo que estás preguntando —aceptó—. No: Juliana no estaba con Malbrán.
—¿No fue? —se extrañó, y en parte se reanimó, Lisandro.
—Fue —lo desmintió Plones—. Pero del brazo de Bagarini. Ella está con Bagarini.
A Lisandro la frase le resonó gramaticalmente o semióticamente incorrecta —no hubiera podido definir ni “gramática” ni “semiótica”—, pero brutalmente gráfica: estaba con Bagarini. Repentinamente, como si quisiera evadir la imagen de su amada en brazos de otro, escondió los ojos en un pequeño reloj perfecto, dorado, cuyas agujas parecían marcar el tiempo del universo, sobre el mostrador: ¿por qué estaba allí, si funcionaba perfectamente?. Daban las 3 y media de la tarde. Una hora horrible.
—Todo terminó —expiró Lisandro.
—O recién empieza —desafió Plones.
—Hemos llegado a una conclusión —apuntó Borgovo.
Lisandro aguardó expectante.
Por un tiempo indeterminado, los tres permanecieron callados. Lisandro los observaba con curiosidad pero sin ansiedad. Una atmósfera extraña inundaba la relojería. Paradójicamente, allí el tiempo circulaba distinto. Lisandro intuyó que era la ceremonia tras la cual aquel dueto revelaba una verdad.
—Acabamos de conversar con Bagarini —explicó Borgovo.
—¿Cuándo, cómo? —se asustó, sin saber bien por qué, Lisandro.
—Aquí mismo. En estos mismos minutos. Delante de tus narices —aclaró, si cabía el verbo, Plones—. Se acaba de ir. Me compró un reloj.
Instintivamente, Lisandro lanzó su vista hacia el mostrador. El pequeño reloj dorado, perfecto, faltaba, como si lo hubiera esfumado un prestidigitador.
—No es la primera vez que ocurre en la historia de la humanidad —se explayó Plones—. Un hombre invisible lo es para todos los demás. Pero en contadas ocasiones —alguna que otra vez por milenio—, ocurre al revés: hay un individuo que no puede percibir a otro. Solo Lisandro no puede percibir a Bagarini. No es solo que no lo ves: no lo percibís. No existe para vos. La atmósfera que se crea a tu alrededor en su presencia es como la de la tinta que expulsa el calamar.
—Una suerte de limbo, una porción de vacío —describió Borgovo.
Probablemente a otra tertulia le hubiera costado más aceptar aquel desorden de la realidad aparente. Pero eran un experto en tiempo, un investigador de casos estrafalarios y un pintor. De modo que aceptaron los acontecimientos y no recurrieron a la superstición de negar lo evidente. Lisandro recordó la escena en la que Juliana hablaba sola en la fiesta, supuestamente por celular con sus auriculares bluetooth, como tantos otros interlocutores contemporáneos; pero tras la revelación, descubrió que en rigor departía con Bagarini. También los había cruzado en el bar de Recoleta, sin percibir al mismo acompañante.
—No alcanza el tiempo para desentrañar sus misterios —intentó clausurar el episodio el propio Lisandro. Plones tomó nota con respeto.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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