Katniss Everdeen, tras no poder evitar la muerte de la pequeña Rue y cubrir su cuerpo inerte con flores, se vuelve hacia la cámara y hace con la mano el signo de respeto del Distrito 12. En ese momento suena una melodía melancólica, cargada de sentimiento. La pena que sufren sus compatriotas es compartida por el espectador que percibe cómo su garganta se anuda y sus ojos se enmudecen. Son Los juegos del hambre. Ahora, el experimento: probad a bajar el volumen y ver de nuevo la misma escena prescindiendo del sonido. ¿La experiencia es la misma? Ni de lejos, ¿verdad?
La palabra clave es esa, la experiencia. Es por eso que, salvo honrosas excepciones como Mogambo —pero claro, estamos hablando de John Ford— prácticamente ninguna de las grandes películas de la historia, o para ser más preciso, de aquellas que han marcado época dentro de su estilo, se permiten el lujo de prescindir de la banda sonora. ¿Podemos imaginarnos la carga de los Rohirrim en El Señor de los Anillos sin la música celta que acompaña a los jinetes al tiempo que se lanzan contra las hordas de Sauron? ¿O la escalada de las escaleras de Philadelpia de Rocky Balboa sin su música?
El componente experiencial es lo que da el punto extra, por ejemplo, a Starbucks —y ya de paso les permite cobrar el doble que la competencia por un producto similar— o a McDonalds. En el cine eso puede lograrse de muchas maneras, al margen de las propias bondades de los actores, el guion, el director o, incluso, el montador. Una de ellas es, sin duda, la música.
Yo acostumbro a escribir con música, y eso me ayuda sobremanera a crear el ambiente adecuado para la historia que quiero plasmar en ese momento. Pero no pongo tal o cual canción y comienzo a escribir: de hecho, es precisamente al revés. Comienzo a teclear y entonces surge la sintonía acorde con la historia. Es como si la música y la escritura se retroalimentasen mutuamente. Cada capítulo, cada escena, van asociados a una canción u obra determinada.
El componente experiencial se utiliza en la literatura desde hace ya bastante tiempo. Buena parte de los escritores decimonónicos son prueba de ello. Su preocupación y, a veces, obsesión por crear escenarios es una de sus características diferenciadoras. El propio Herman Melville en Moby Dick se recrea en ello. Y no se trata de la mera descripción física de paisajes o lugares. Los primeros párrafos de la novela, uno de los mejores comienzos de todos los tiempos, nos hacen ser partícipes del estado de ánimo de Ismael y de las razones que le mueven a embarcar de nuevo. Lo mismo sucede con autores como Poe o, posteriormente, Lovecraft. Su éxito radica en su habilidad para transmitir y comunicar sensaciones en una suerte de simbiosis con el lector.
Combinemos ahora la lectura con la música, pero no como algo que simplemente nos rodea, como un elemento más del entorno. Que sea algo más que el sillón, la tumbona de la playa o la cerveza que reposa a nuestra vera. Entendámoslo como el éter que se entrelaza entre los renglones de las páginas de nuestro libro preferido y pasa a formar parte de la propia historia. Cada momento una canción, cada escena una pieza musical.
¿Será este el siguiente desarrollo del libro digital?
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: