¿Quién fue Zelda Sayre, aparte de la señorita nacida el 24 de julio de 1900 en Montgomery (Alabama), mujer de escritor, y personaje recurrente en las ficciones de Scott? Pronunciar «Zelda» es evocar una especie de conjuro, fantasía, o a una princesa encerrada en la torre más alta, rehén de la peor prisión llamada Mente. Ese habitáculo a veces oscuro, a veces lleno de luz y, otras, de una niebla que dificulta la claridad de nuestros pensamientos, realidades y emociones, y cuya escapatoria —si se logra— resulta mucho más laboriosa que cualquiera que se haya visto en Alcatraz. Sin embargo, vayamos marcha atrás. A los primeros años de juventud en los que a la Depresión ni se la conocía ni se la esperaba porque lo único que palpitaba en las calles de Montgomery eran las fiestas, los bailes, el vaivén de las bebidas compartidas y la marcha de los jóvenes uniformados que buscaban a la amante, a la mujer, o a la “chica perfecta”. Así se refirió Scott a Zelda cuando la conoció y escribió a sus amigos para hablarles de la belleza sureña por la que competían los soldados de la ciudad. Llena de vitalidad, de sonrisa risueña, algo despistada e incluso alocada, Zelda despertó por completo el interés del joven alférez de veintidós años que nada más verla, supo que esa dama se convertiría en su musa y compañera. “(…) yo estaba enamorado de un torbellino y tenía que tejer una red lo bastante grande como para atraparlo”, escribió Scott en uno de los artículos de autoanálisis que quedaron recogidos en El crack-up.
Scott y Zelda, Zelda y Scott, formaron el tándem perfecto desde que se conocieron en 1918. Hechos a la medida del otro, a pesar de que, respecto a la fama, discrepaban: “(…) yo no quiero ser famosa y que la gente me festeje – lo único que quiero es ser siempre muy joven y muy irresponsable, y sentir que mi vida es mía – vivir y ser feliz y morir a mi manera – concederme todos los gustos”, expresó Zelda en una de las cartas que le envió a Scott en otoño de 1919 cuando aún eran novios. Él en cambio sí quería ser reconocido. Pasar a la historia o, como mínimo, convertirse en el mejor escritor de la literatura americana. Ser reconocido, copiado, analizado y estudiado en las escuelas. Y, en cierta medida, lo logró. Pero antes de eso, tuvo que llegar el cambio de década, los felices años veinte, el primer éxito de Scott, titulado A este lado del paraíso, que apenas se convirtió en best seller a los tres días de su publicación, hecho que se convirtió en el salvoconducto de ambos para casarse —salir de Montgomery ella y de St. Paul él—, y celebrar el enlace en Nueva York, donde los Fitzgerald comenzaron a escribir su leyenda. La metrópoli, según afirmaría Scott, les convirtió en el arquetipo perfecto. En el fiel reflejo de la modernidad, del cambio de tiempo, de más fiestas, glamour y de la moda que empezaba a florecer como savia nueva en la ciudad que nunca duerme. Nadie, ningún dúo, representó mejor que ellos los Ecos de la era del jazz, pues el ritmo y la juerga lo marcaba el matrimonio, mientras el resto bailaba al son de la pieza que interpretaban. Podría decirse, a ojos del siglo XXI, que los Fitzgerald fueron unos verdaderos influencers de la época, a los que se arrimaban todos los que aspiraban a convertirse en el centro o foco de atención. Y sólo hay que asomarse a El gran Gatsby para hacerse una idea de la diversión, pero también de las peleas. ¡Si vamos a volvernos locos y a tirar —literalmente— la casa por la ventana, hagámoslo como Dios manda! Mucho se ha hablado, y divagado también, acerca de la relación autodestructiva que ambos mantuvieron; las envidias, los celos, la ponzoña de la que se retroalimentaban y bebían el uno del otro como pozo sin fondo… pero poco se tiene en cuenta las promesas que se hicieron y cumplieron, y que pueden encontrarse en Querido Scott, querida Zelda. Cartas llenas de franqueza y de reproches, de talento, de deber y cumplimiento, de agradecimiento, cariño, respeto… donde se recuerda que “una experiencia vivida por dos personas es material de ambos”, y así lo demuestran Resérvame un vals, de Zelda y Suave es la noche, de Scott. Y es que cuando dos personas han compartido y sufrido tanto, se han amado hasta un punto tan nocivo como salvaje, resulta inevitable que acaben creando un vínculo inquebrantable. Y es aquí donde reside parte importante del compromiso que hoy en día parece haber desaparecido.
Nunca dejaron de salvarse, ni de apoyarse, pues ambos conocían bien sus demonios, así como sus puntos fuertes y flacos. Si uno caía, el otro tiraba hacia arriba, aun viviendo separados. Y sus finales, por desgracia, más que ser dignos de mención despiertan conmoción. Pese a ello, combatieron hasta la extenuación, uno por su salud y la otra contra el fuego, como verdaderos héroes de guerra. De modo que les invito a acercarse a ellos y, una vez hecho, pregúntense quién tiene el coraje en estos tiempos de mantener promesas —o compromisos— como las de antes.
El único defecto de estos artículos es su brevedad…son deliciosos!