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El convidado improbable (Arresto domiciliario 45)

El convidado improbable (Arresto domiciliario 45)

Hay noticias que se propagan a gritos, pero la que hoy me ocupa no pasaba de ser una de esas sospechas indecisas a las que damos trato de falsa alarma, con tal de no tener que ocuparnos de ellas.

Creo que vi un ratón en la cocina –arrugó la nariz mi correclusa, hace ya una semana, como rogando ser al tiro contradicha. —Algo pasó corriendo, pero no estoy segura.

—Seguramente era una lagartija… —especulé sin más, para esquivar el bulto y desembarazarnos del engorroso tema.

"De entonces para acá, he logrado expulsar a media docena de ratones. Excepto el que en principio tomé por lagartija"

Nada tengo contra los roedores, pero tampoco espero que enaltezcan mis dotes de anfitrión. Recuerdo que en la casa familiar caía de cuando en cuando, cual plaga de langosta, un trío de familiares conchudos, abusivos y antipáticos que a lo largo de dos insufribles semanas secuestraban nuestra vida privada, el coche de mi padre y por si fuera poco mi recámara. Poco diestro en las artes del envenenamiento y sobrado de furia adolescente, brincaba yo a altas horas de la madrugada sobre el suelo del cuarto de huéspedes, que era donde me enviaban a dormir y estaba justo encima de los invasores. Brincoteaba, es decir, como un macaco en crack, con la esperanza de quitarles no solamente el sueño, sino además las ganas de quedarse.

Caraduras como eran, los tres usurpadores de mi espacio resultaron inmunes a la estrategia de desalojo. Años después, no obstante, el tiempo me daría una segunda oportunidad con el primer ratón que se hospedó en el hogar donde ahora vivo almacenado. Tampoco a él quería envenenarlo, menos aún ponerle trampas o ratoneras, pero eso sí: de quedarse, ni hablar. Cuestión de persuadirlo de la mejor manera, y fue así que compré un aparatejo que produce sonidos en teoría inaudibles para el ser humano, inofensivos para las mascotas e insoportables para los roedores. De entonces para acá, he logrado expulsar a media docena de ratones. Excepto el que en principio tomé por lagartija.

—El aparato está encendido desde ayer y nada que se va tu invitadito —gruñó mi correclusa, tras haberse cruzado con el nuevo inquilino en tres perturbadoras ocasiones (sobre todo para él, cabría suponer).

—Dale unos días para que lo piense. Tendrá que hacer maletas, además —quise tranquilizarla, en tanto que espantaba de mi mente al fantasma encajoso de aquella infumigable parentela.

"Mi correclusa insiste en colocar barreras en la puerta, a modo de sutil insinuación, pero ya mis parientes me enseñaron que a los gorrones nada los detiene."

En mi experiencia, un ratón hostigado por salvas sucesivas de ruidos estresantes tarda unos pocos días en moverse de la escena. Trac-truc, tric-trac, trac-truc, escapa el ruido desde la cocina, no del todo inaudible y sí un tanto irritante para los de mi especie. Al oído sensible del bicho bigotudo, debe de equivaler a un bombardeo infinito de reggaetón. Desde luego no es cosa personal, ni se trata de hacerse mala sangre mientras el squatter busca nuevos horizontes. Fue por eso que le pusimos nombre.

—¡Volví a ver a Miguel salir la cocina! —trina mi correclusa, con la misma expresión que plantaba mi madre, nada más ver el cielo ennegrecido por el arribo de la plaga consanguínea.

—¿Se despidió, siquiera? —no está de más un poco de optimismo.

—Creo que iba con prisa —bosteza la aludida, ya mero resignada. –Tendría un compromiso…

Mi correclusa insiste en colocar barreras en la puerta, a modo de sutil insinuación, pero ya mis parientes me enseñaron que a los gorrones nada los detiene. Ven una alfombra roja tras cada rendija y son inmunes a las indirectas. ¿Quién nos dice que al fresco de Miguel no lo hace muy feliz el reggaetón?

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