He escrito muchas cartas y aún lo hago. No menos de una por semana, con pluma y tintero. Son cartas largas, de unos tres o cuatro folios, si no más. Nunca se sabe, uno empieza y… Porque las cartas se escriben solas; uno propone y ellas deciden. Esta costumbre, que bien se despierta a media mañana o en plena madrugada, sin saber bien por qué y para qué, está en peligro: ¿Correos va a cerrar, desaparecerán los carteros, los buzones, bajarán la persiana los estancos donde pacientemente te pesan las cartas y te venden sellos?
El coronel ya no tendrá que esperar más, a no ser que fíe su ilusión a una botella balanceante y risueña que llegue a una playa. Por no salir de la zona, acordémonos de esta súplica:
“—Lo único que le pido es que me reciba una carta”.
Florentino Ariza había atravesado una calle “y se plantó frente a Fermina Daza, y tan cerca de ella que percibió las grietas de su respiración”. Fue cuando le dijo lo que hemos leído. ¿Y después? “En los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias”, se lee en El amor en los tiempos del cólera.
No sabía que Gabriel García Márquez dijo que el cementerio de las cartas se parece al cementerio de los hombres, tal y como recoge el periodista Luis Carlos Pinzón en el periódico, aunque es bien conocido que con la aparición de Venus empiezan los rumores entre los muertos que se apagan según llega el amanecer.
No hace tanto se recogían las cartas por la mañana y por la tarde, y no me estoy remontando a la época de Proust, cuando la pobre Céleste (hay una película ahora en Filmin que relata, lentísimamente, su relación abnegada con el escritor) debía salir de repente a entregar una carta a una marquesa y a veces esperar su respuesta. Últimamente ya sólo hay una hora, que desde hará un año se ha pasado de la una a las cinco de la tarde, con el perjuicio que ello supone para quienes calculamos que tal persona ha de recibir la carta tal día, y no uno antes ni otro después; no es tan raro: Correos de repente funciona como un reloj o se despista, pero muy a menudo cumple.
¿Cuánto cuesta un sello? A los políticos en la Transición, cuando se acercaban unas elecciones, se les preguntaba por el precio de un billete de metro o a cómo estaba el kilo de patatas para pulsar si estaban a lo que había que estar. Hoy se mandan correos electrónicos escuetos, funcionariales, pese a que si usted pregunta a cualquiera si querría recibir cartas le dirán que sí, que por supuesto, pero mejor no indague si miran su buzón a diario. ¿Signos de los tiempos? La autoridad danesa alega que es tal el envío de paquetería (el 90 por ciento) que de las cartas habrá de encargarse una empresa privada. Y para que sus ciudadanos vayan haciéndose a la idea, el 18 de diciembre se venderán los últimos sellos. ¿Qué harán con los buzones rojos? ¿Qué sería de nosotros sin los nuestros, tan amarillos, tan redondeados, con sus bocas de Gargantúa, con su misterio de esófago y estómago oscuros, tan pacientes? Lo primero que hago cuando cambio de ciudad es fijarme dónde está la oficina de Correos más próxima del hotel o buscar un buzón para que alguien reciba un comentario, unas líneas de lo que he visto, he dormido o se me ha ocurrido. Y abastecerme de sellos, por si acaso. Nada. Ya dentro de poco, nada.
Cartas de novios, cartas de pésame, cartas anunciando el nacimiento de un hijo, de haber logrado una oposición, postales desde la playa (tan expuestas a la chanza de los carteros, nunca me convenció ese desnudo integral) o desde una serranía escritas en clave por si las leía quien no debía. Cartas desde la mili, cartas con aquellos sobres de avión, tan finos, de papel casi transparente. Sobres apaisados, cuadrados, de distintos tamaños. Y de distintos colores. Y los sellos, ¿qué será de los que coleccionan sellos?
Las cartas se guardaban como un tesoro en carpetas de fuelle, tipo acordeón. Las cartas se copiaban antes de ser enviadas para recordar su contenido. Mi abuelo escribía minuciosamente en un cuaderno de buen tamaño con hojas de albarán el registro de las fechas de envío de cartas con el nombre de sus corresponsales y la fecha de las respuestas, que sugerían más de lo que decían.
Quién no ha visto a algún antepasado abrir el cajón de una alacena, de un sifonier de caoba para recordar el pasado. Era la constatación cierta de que aquello no fue un sueño. Las cartas se leían una y otra vez, se olían una y otra vez. Se escondían entre ropa interior, en altillos, fuera del alcance de quien no debía. Y se anudaban. Eran la prueba de una traición, de una llegada inminente que nunca llegó, de una declaración arrebatada, de una confesión velada.
Cartas que viajaban en carruajes, en trenes, en barco. Cartas que se devolvían, cartas que se perdían, cartas que llegaban demasiado tarde, cuando todo había ocurrido. Cartas a mano, con tinta, con sus matasellos que mirábamos para calcular lo que no queríamos saber. Cartas decimonónicas, cartas con membrete, cartas airadas, cartas escritas por otros porque no se sabía escribir o no se podía. Cartas como puñales.
Y se preguntaba un día sí y otro también, con inquietud, con nerviosismo: ¿ha llegado el cartero? No, aún no. O sí. No sabíamos qué era peor. Cualquier día de estos ya no tendremos que preguntarlo. Entonces sí que será terrible.
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