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El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde

El crimen de Lord Arthur Savile, de Oscar Wilde

Llega a las librerías uno de los relatos más inquietantes de Oscar Wilde. La sinopsis ya provoca escalofríos: un quiromante se aterroriza al leer la mano de un hombre a punto de contraer matrimonio. Esta edición cuenta con las ilustraciones de Pablo Alcázar y con una nueva traducción del Colectivo Wilde BdL.

En Zenda reproducimos el arranque de El crimen de lord Arthur Savile (Nórdica).

***

I

Era la última fiesta de lady Windermere antes de las Pascuas, por lo que la mansión de Bentinck House estaba aún más concurrida de lo habitual. Seis ministros venían directos de la recepción del presidente de la Cámara de los Comunes, ataviados con sus condecoraciones y cintas, las hermosas mujeres lucían sus mejores galas, y al fondo de la galería de retratos se encontraba la princesa Sophia de Karlsruhe, una mujer de constitución robusta y aspecto tártaro, con diminutos ojos negros y espléndidas esmeraldas, que hablaba un pésimo francés a voces y reía de forma desatada ante cualquier comentario que se le hiciera. Había, ciertamente, una extraordinaria mezcolanza humana: paresas exquisitas charlando tranquilamente con radicales acérrimos, predicadores de moda codeándose con ilustres escépticos, un auténtico rebaño de obispos seguía a una rechoncha prima donna por todas las estancias y, en la escalera, varios miembros de las reales academias, disfrazados de artistas; también se rumoreaba que el comedor estaba repleto de genios. En verdad fue una de las mejores veladas organizadas por lady Windermere: la princesa se quedó casi hasta las once y media.

En cuanto se hubo marchado, lady Windermere volvió a la galería de retratos, donde un reputado economista político estaba explicando con toda solemnidad la teoría científica de la música a un indignado virtuoso húngaro, y entabló conversación con la duquesa de Paisley, extraordinariamente hermosa con su espléndido cuello de marfil, enormes ojos de color azul nomeolvides y espesos tirabuzones dorados. Eran or pur, no el pálido tono pajizo que usurpa habitualmente el nombre del precioso metal, sino ese oro que se entrevera con los rayos del sol, o se incrusta en un extraño ámbar; aquellos tirabuzones enmarcaban su rostro dándole aires de santa y un ligero toque de fascinación pecaminosa. La duquesa era un serio caso de estudio psicológico. Descubrió muy pronto en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la inocencia como una indiscreción; y en una serie de imprudentes escapadas, la mitad de ellas bastante inofensivas, fue ganando todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado de marido más de una vez —el anuario Debrett le atribuye hasta tres matrimonios—, pero como nunca había cambiado de amante, hacía ya tiempo que nadie se escandalizaba. Había cumplido los cuarenta, no tenía hijos y sentía una extraordinaria pasión por el placer, que es el secreto de la eterna juventud.

De repente, lady Windermere miró ansiosamente a su alrededor y dijo, en su clara voz de contralto:

—¿Dónde está mi quiromancista?

—¿Quién, Gladys? —exclamó la duquesa, con un sobresalto involuntario.

—Mi quiromancista, duquesa; en este momento de mi vida, no puedo pasar sin él.

—Mi querida Gladys, siempre tan original —murmuró la duquesa, intentando recordar qué era exactamente un quiromancista y si era lo mismo que un quiropodista.

—Viene siempre a leerme la mano dos veces por semana —continuó lady Windermere—, y resulta de lo más interesante.

—¡Dios mío! —dijo la duquesa para sí—, pues realmente es una especie de quiropodista. Qué cosas. Espero que al menos sea extranjero, eso no estaría tan mal.

—Se lo voy a presentar, en cualquier caso.

—¿Presentárnoslo? —exclamó la duquesa—, ¿quiere decir que está aquí? —Y se puso a buscar un abanico de carey y un chal de encaje deshilachado, como si quisiera prepararse para una partida inminente.

—Por supuesto que está aquí, nunca se me ocurriría organizar una fiesta sin él. Según dice, tengo una mano de lo más psíquica, y si mi pulgar fuera un poco más corto, sería una pesimista empedernida y me habría metido a monja.

—Ya veo… —replicó la duquesa, enormemente aliviada—. ¿Y supongo que lee la buena ventura?

—Y la mala también —respondió lady Windermere—, tanta como sea necesaria. El año que viene, sin ir más lejos, estaré en grave peligro tanto en tierra como en mar, así que viviré en un globo aerostático, y me subirán la cena todas las noches en una cesta. Está todo escrito en mi meñique, o en la palma de la mano, no me acuerdo.

—Pero eso sería tentar a la Providencia, Gladys.

—Mi querida duquesa, estoy segura de que la Providencia ha aprendido ya a resistir la tentación. A todo el mundo deberían leerle la mano una vez al mes para saber lo que no hay que hacer. Por descontado, luego lo haremos de todas formas, pero es muy agradable ir sobre aviso. Y ahora, si no hay nadie que vaya a buscar al señor Podgers, tendré que ir yo misma.

—Permítame que vaya yo, lady Windermere —intervino un joven alto y apuesto que se encontraba de pie junto a ellas escuchando la conversación con una sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur, pero me temo que no lo reconocería usted.

—Si es tan maravilloso como dice, lady Windermere, no pasará desapercibido. Dígame cómo es y se lo traeré de inmediato.

—Pues… no parece un quiromancista. Quiero decir, no tiene un aire misterioso, ni esotérico, ni de apariencia romántica… Es un hombre menudo, rechoncho, con una calva graciosa y unos enormes lentes de bordes dorados; a medio camino entre un médico de familia y un fiscal de condado. Lo lamento mucho, pero no es culpa mía. La gente es un fastidio… Todos mis pianistas tienen apariencia de poetas, y todos mis poetas tienen apariencia de pianistas, y recuerdo haber invitado a cenar la temporada pasada al conspirador más espantoso, un hombre que había volado por los aires a tantas personas… y que siempre llevaba una cota de malla, y una daga en la manga de su camisa, y, ¿sabe?, cuando vino, parecía un afable y anciano clérigo y se pasó toda la noche bromeando. Por supuesto era muy divertido y todo eso, pero a mí me decepcionó profundamente; y cuando le pregunté sobre la cota de malla, solo se rio y dijo que era demasiado fría para llevarla en Inglaterra. ¡Ah, aquí está, señor Podgers! Ahora, señor Podgers, quiero que lea la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, ha de quitarse el guante. No, el de la mano izquierda no, el otro.

—Querida Gladys, en realidad no creo que sea apropiado —dijo la duquesa, desabrochándose torpemente un guante de cabritilla bastante sucio.

—Las cosas interesantes nunca lo son —dijo lady Windermere—: on a fait le monde ainsi. Pero debo presentarlos. Duquesa, este es el señor Podgers, mi quiromancista de confianza. Señor Podgers, esta es la duquesa de Paisley, y si le dice que tiene un monte de la luna más grande que el mío, nunca le volveré a creer.

[…]

—————————————

Autor: Oscar Wilde y Pablo Alcázar. Titulo: El crimen de Lord Arthur Savile. Traducción: Colectivo Wilde BdL. Editorial: Nórdica. Venta: Todostuslibros.

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