Un hombre insiste a la Intendencia de su pueblo para que se le permita cambiar de residencia alegando que, en la casa que ahora mismo habita, todas las noches se escuchan alaridos fantasmales.
La casa embrujada, un cuento de Catherine Crowe
En 1842, en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones.
El mayor W., que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda —el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia—. Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada “del modo más desagradable”.
Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.
A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.
Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.
El mayor W. acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros del ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E., el capitán S. y el comisario de víveres E.
Se procedió a una búsqueda de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.
En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C. y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero.
Aunque el desgraciado C. le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.
C., empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida.
Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias.
Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C. la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo.
Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud.
La petición del mayor W. tuvo resultados favorables y, desde entonces, la casa permaneció desocupada hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.
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