Arnoldo Keter confeccionaba y vendía marcos para cuadros. Su local, diremos que sobre Viamonte. A comienzos de la década del 70, Arnoldo había agregado a su actividad, la de esporádico marchand. De su primer viaje a Israel, en la postrimerías de la guerra del 67, había regresado con una tela pintada por un soldado herido: un tanque en el medio del desierto. La mantuvo en el local durante tres años. Pero en 1970 la vendió a muy buen precio, a un marchand francés, de visita, que la vio por casualidad. El inesperado intercambio lo alertó. Comenzó a viajar y a interesarse en pintores desconocidos o con poca difusión, incluso amateurs, pero con historias personales singulares. Podían ser sobrevivientes del Holocausto; o la tela que habían conservado los parientes de un disidente asesinado en la Polonia soviética, o cautivo en Rusia; o caído en la rebelión húngara de 1956. Nunca había más de cuatro cuadros en el local de Arnoldo Keter. Se vendían a clientes especialmente interesados. El negocio estable continuaba siendo la venta de marcos.
Keter viajaba solo. Su esposa, Estela, le llevaba diez años. Era una mujer abotargada e infeliz, que apenas si se desplazaba dentro de los estrechos límites del local. Tenía la mirada perdida y las manos siempre juntas sobre el regazo. Estela había sido la niñera de Arnoldo Keter: lo cuidó desde que él tenía cinco y ella quince, hasta que él cumplió doce. A los 22, Estela escapó con un hombre casado. No llegaron lejos, ni se supo concretamente dónde iban, porque el fugitivo no se lo reveló ni a la propia Estela. Se accidentaron en la ruta a Mar del Plata, él murió y ella salió, al menos físicamente, ilesa. Si el hombre no le hubiera dejado una carta de despedida a la esposa, quizás Estela hubiera podido regresar como si nada. Quedó marcada para siempre, enclaustrada en la casa de sus padres. El propio Arnoldo la rescató: la fue a buscar a sus 25 años, 35 de ella, con la oposición de sus padres y de prácticamente todo el barrio. Pero a un hombre le pueden impedir que sea feliz, no que sea infeliz. De modo que Arnoldo labró su tragedia amorosa a pulso, con el mismo talento con el que construía sus marcos. Los matrimonios completamente infelices suelen ser más duraderos que aquellos que alguna vez conocieron la felicidad. El de Arnoldo y Estela llevaba, un año antes de mi Bar Mitzvá, 35 años de longevidad: él tenía 60, ella 70.
En el año 78, no me acuerdo si antes o después del Mundial, Arnoldo trajo un cuadro cuya singularidad contrastaba con la del resto de sus reliquias; lo había elegido exclusivamente por su calidad, y era un motivo erótico: una mujer desnuda pintada por un amateur norteamericano de apellido Petzer. El cuadro se mantuvo en exhibición sólo durante un día: un rabino o un anciano de la sinagoga lindera, le rogó que no lo expusiera. A diferencia de Dios, Keter les cumplió el pedido esa misma noche. Pero ya era la comidilla del barrio y yo me había quedado sin poder verlo. Los mellizos Ronnie y Natalio trazaron un plan: iríamos a vender rifas escolares a la casa de Arnoldo, uno de los tres pediría permiso para ir al baño y procuraría ver el cuadro. Lo compartiría con los otros dos. Jugamos el privilegio a las figuritas y gané. Fue más fácil de lo que esperábamos porque estaba Estela sola. Miraba la tele sin atención. En rigor, parecía que los personajes de El hombre nuclear la miraban a ella. Sólo Steve Austin, con su mirada biónica, podría haber visto algo en Estela. El cuadro yacía arrumbado en un cuarto vacío, posiblemente para los hijos que nunca habían tenido. La mujer retratada era brutalmente hermosa, con una expresión que yo desconocía, y que me revelaba un mundo en el que no alcanzaba con trabajar duro y portarse bien. En ese preciso instante, el rostro de la modelo me recordó a alguien, pero no supe a quién.
Veinte años más tarde, a mis 32, fui convocado como jurado de un concurso literario de una institución cultural barrial. Uno de los cuentos, firmado con el seudónimo Jorge Corona, narraba, sin apellidos ni fechas, la historia del cuadro.
Lo había pintado el propio Keter: era el recuerdo de la vez que había visto desnuda, seguramente pensando en su amante casado, a Estela, por el ojo de la cerradura, cuando él tenía doce años y ella 22, en el mismo cuarto de la casa de sus padres que fue después el cuarto vacío. Esa expresión y ese cuerpo en vilo, en busca del cuál se había casado con ella, habían muerto junto con el hombre en la ruta a Mar del Plata. El cuadro nunca se vendió. Cuando abrí el sobre para llamar al ganador, no había más que un papel en blanco. Nunca encontramos al autor.
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