Quizá la mayor revolución de los tiempos modernos haya sido la que llevó a la mitad del género humano, las mujeres, a conquistar por fin sus derechos ciudadanos, empezando por el derecho al voto. Una revolución reciente. Poco a poco, entre 1902 (en Australia, con el primer sufragio femenino sin restricciones) y 2005 (con la aprobación del voto femenino en Kuwait), las mujeres se han ido convirtiendo en casi todo el mundo en electoras, en candidatas, en dirigentes, y ese proceso político se ha acompañado de una paulatina incorporación a las más diversas esferas profesionales. Su lucha por el derecho a la soberanía sobre el propio cuerpo, a la igualdad no sólo de oportunidades sino de salario y de acceso a puestos de dirección, ha jalonado el último siglo. Y la denuncia primero, rebelión después, contra el maltrato, las violaciones y la violencia sexual que millones de mujeres sufren diariamente en el mundo está hoy presente en el debate político y social y tiene un protagonismo sin precedentes en los medios de comunicación.
En ese largo proceso, los avances se alternan con la obstinada supervivencia de la misoginia, de un desprecio, cuando no abierto odio, hacia la mujer, arraigados en lo más profundo de nuestra cultura. No es casual que en estos momentos de auge de la extrema derecha, el nuevo fascismo esté escogiendo a las mujeres como primer enemigo a batir. Es lo que ha hecho Bolsonaro en Brasil, es lo que está haciendo Vox en España al reclamar la derogación de las leyes contra la violencia de género. El discurso fascista pretende equiparar los contados casos en que una mujer agrede a un hombre, con las numerosísimas agresiones que las mujeres sufren a manos de hombres, confundiendo además de forma interesada la violencia por razones de sexo con la violencia doméstica. Una vara de medir tramposa que invoca prejuicios y odios acumulados durante siglos. Y como en tantos otros casos, para desmontar sus falacias nada mejor es recurrir a una historia “ejemplar”. La del marine Bobbitt, por ejemplo.
Hace ya veinticinco años, en 1993, un sonado caso judicial se convertía en ejemplo, y como se ha visto después no el último, de cómo el cuerpo de la mujer es el campo de batalla de una antigua guerra, una guerra bien singular en la que es una de las partes la que se dedica a machacar sistemáticamente a la otra. El desesperado gesto de Lorena Gallo, al cortarle el pene a su marido, fue entonces más que una noticia morbosa o un motivo de escándalo. Era el fruto de una larga historia de violencia y represión que hunde sus raíces en los mitos de nuestra civilización y tiene en la amputación del cuerpo su expresión sangrienta. La cara amarga y brutal de las relaciones entre hombres y mujeres, también la cara feroz de un matrimonio secular: el que une sexo y poder.
Parte de guerra: “Manassas. Estado de Virginia. Estados Unidos de América. En la noche del 23 de junio de 1993, una mujer de veinticuatro años de edad y de origen ecuatoriano, llamada Lorena Gallo, tras ser golpeada y violada una vez más por su marido, el exmarine John Wayne Bobbitt, se ha dirigido a la cocina para tranquilizarse, ha visto allí un cuchillo grande de mango granate y, presa de un arrebato incontrolable, lo ha tomado en sus manos, ha regresado al dormitorio y ha rebanado de un tajo el pene de Bobbitt, mientras éste dormía, huyendo acto seguido en su automóvil”.
En la crónica negra del maltrato, la noche estival en que el exmarine Bobbitt se despertó aterrado en medio de un charco de su propia sangre tenía visos de convertirse en histórica. La absolución de Lorena Gallo, en el juicio que se siguió contra ella, fue acogida con júbilo por las organizaciones feministas. Incluso el prestigioso diario The New York Times señalaba en su editorial que “algunos pensarán que la venganza fue legítima, y quizá el veredicto obligará a los maridos violentos a pensárselo dos veces antes de golpear otra vez”.
Pero lo más llamativo fue sin duda la amplitud del coro de voces que se lanzó a proclamar a los cuatro vientos que ir por la vida cortando penes no es una solución aceptable, como si alguien estuviera proponiendo lo contrario. Un coro que iba desde el mismo editorial del diario neoyorquino hasta numerosas voces de mujeres, como pudieron comprobar quienes siguieron los debates sobre el asunto celebrados en televisiones y radios de todo el mundo, incluidas las españolas. Pero en ese coro destacaban las voces masculinas: desde la indignación del representante de la estadounidense Organización Nacional de Hombres, Sidney Siller (“el jurado de Virginia ha abierto la veda contra los hombres norteamericanos”) hasta las palabras del entonces diputado del Partido Popular español, Javier Arenas, que en una emisión televisiva insistía en la condena moral de la acción de Lorena Gallo. Pero quizá la opinión más repetida fue la que recogía el corresponsal en Washington del diario ABC, Pedro Rodríguez: “La violencia no tiene sexo”.
Desdichadamente, la historia y la realidad cotidiana vienen a desmentir esa afirmación. La violencia no sólo sí tiene sexo, sino que además casi siempre tiene que ver con el sexo. Por eso se habla incluso de “guerra de sexos” cuando se refiere a la violenta dominación masculina sobre el sexo femenino y a los esfuerzos de las mujeres por liberarse de tal dominación. Un concepto que llama a equívocos, pues esa “guerra” es bien desigual. Y el psicoanalista Carlos Castilla del Pino matizaba en aquellas fechas que “la guerra de los sexos tiene verdadera vigencia a partir de la aparición de los movimientos feministas, aunque cuando se habla de guerra de sexos no se habla del sexo biológico sino del sexo simbólico”.
En la cultura antropocéntrica en que vivimos, el cuerpo humano no sólo es símbolo del mundo sino que termina por ser el mundo mismo: la tierra a conquistar o a devastar, la tierra a exaltar o a cultivar. Una tierra que gira en torno al eje del sexo. La cultura, desde las religiones hasta el lenguaje popular, está transida de sexo, plagada de valores sexuales, asociada a simbologías sexuales, todo lo cual no quita para que la guerra de los sexos, además de tener esa dimensión simbólica que apunta Castilla del Pino, tenga otra muy real. Basta repasar algunas cifras de aquellos mismos años para comprobarlo. Según el FBI, una de cada tres mujeres de la ciudad de Los Ángeles iba a ser víctima de un ataque sexual en el transcurso de su vida. Se estimaba que más de un millón y medio de mujeres sufrían anualmente agresiones por parte de sus maridos y, como señalaba el investigador Timothy Beneke, “la violación es el crimen que más crece en Estados Unidos”.
En otro nivel, las cifras en España apuntaban en la misma dirección. Según la sección de Estudios de la Comisaría General de Policía Judicial, el 7,9 por ciento de los homicidios cometidos en España, entre 1987 y 1989, fueron crímenes pasionales; el 71 por ciento de las víctimas fueron mujeres y el 90 por ciento de los homicidas, hombres. En cuanto a malos tratos, según el Ministerio del Interior, en torno al 80 por ciento de las víctimas de agresiones eran mujeres. Sólo en el año 1989, trescientas mil mujeres españolas sufrieron agresiones físicas, según la Asociación de Derechos Humanos. Y la Comisión Nacional sobre Malos Tratos denunció que “casi un centenar de mujeres muere cada año por malos tratos de su pareja”. Los casos de agresiones a hombres eran entonces y siguen siendo hoy muy escasos, por más que, como en el caso de Lorena Gallo, vayan acompañados de inusuales aspavientos. De modo que difícilmente se puede negar que la violencia, mayoritariamente, tenga sexo: el masculino.
El poder del falo
La socióloga Elisabeth Badinter, en su ensayo XY: La identidad masculina, apunta que “allí donde la mística masculina sigue siendo dominante, como es el caso de Estados Unidos, la violencia de los hombres es un peligro perpetuo”. ¿Por qué entonces tanto revuelo cuando una mujer, víctima reiterada de violencias, opone una violencia desesperada y le corta el pene a su marido?
Quizá la respuesta esté en que, sin pretenderlo, Lorena Gallo cortó mucho más que el pene de John Wayne Bobbitt. De igual modo que Robespierre cortó mucho más que la cabeza de Luis XVI, cuando consiguió en 1793 que el parlamento condenara a muerte al rey de Francia. Los revolucionarios franceses, conscientemente, decapitaban el símbolo del poder aristocrático, del Antiguo Régimen. Y Lorena Gallo, inconscientemente, cercenaba el símbolo por excelencia del poder en nuestra sociedad: el falo. El pene del hombre convertido en tótem, en deidad, en legitimación de todo poder.
“En una cultura falocrática como la nuestra”, explicaba Castilla del Pino, “el falo no sólo simboliza el sexo masculino sino también el poder. Y por tanto es también el símbolo de la opresión”. Un símbolo presente en las más antiguas manifestaciones religiosas: en los erectos menhires levantados en la Edad de Piedra; en los obeliscos egipcios, pues no en vano según su mitología la única parte del dios Osiris que no pudo hallarse, tras ser descuartizado por Tifón, fue el pene; o en la infinidad de figuras rituales de fertilidad, de las más diversas culturas, que representan individuos de enormes falos erectos. Un eco de tales liturgias se puede apreciar todavía hoy en ciertas festividades folklóricas, como los populares maypoles ingleses (postes de madera que se levantan en algunos pueblos, con la llegada de la primavera, y en torno a los que la gente baila y celebra fiestas) y las cucañas hispanas con sus competencias para ver quién es capaz de subir hasta lo alto del palo embadurnado en brea.
Tener falo o no tenerlo, he ahí el dilema del poder. El cetro real, el bastón del alcalde, la espada del caudillo militar, el bastón de mando del general… Símbolos fálicos de poder, de autoridad. También el lenguaje se contagia. Uno hace “lo que le sale de la polla”, cuando quiere mostrar determinación y poder. De las cosas buenas se dice que “son cojonudas”. Se “tiene cojones” cuando se es valiente. Y, por el contrario, las cosas pesadas o desagradables son “un coñazo” y de quien está viejo y acabado se dice que “chochea”. Incluso cuando se acusa a alguien de decir “chorradas o gilipolleces”, esas palabras parecen indicar más una mala utilización de los genitales masculinos, o la condición no erecta del pene, que su descalificación general.
Pero si el atributo del pene tiene tal importancia, su pérdida constituye la peor amenaza. La cultura judeocristiana, tan radicalmente falocrática, manifiesta desde antiguo un miedo constante: el miedo y la angustia ante la posibilidad de la castración. Un miedo que ha llenado nuestra cultura de símbolos de castración, representaciones encubiertas de la temida pérdida.
En el lenguaje onírico, como apuntaba Sigmund Freud en su Interpretación de los sueños, “la calvicie, cortarse el pelo, la extracción o caída de una muela y la decapitación son utilizadas para representar simbólicamente la castración”. Una simbología que se ha extendido al mundo de los mitos, esos sueños de la vigilia colectiva, y que aparece en figuras del teatro clásico —como en el gesto de Edipo al arrancarse los ojos tras descubrir su incesto— y en las del Antiguo Testamento.
Simbología bíblica
La ensayista Erika Bornay, en su ensayo Las hijas de Lilith, señala especialmente en la Biblia el caso de Judit, que le corta la cabeza al general Holofernes. La simbología de castración de este pasaje bíblico se hace más explícita en los numerosos cuadros que sobre el tema pintó una gran artista del siglo XVII, la italiana Artemisia Gentileschi. En la obra de esta discípula de Caravaggio la decapitación de Holofernes es un tema recurrente. Y en todos los lienzos, la escena es presentada con gran ferocidad. “Judit refleja siempre un odio en el rostro”, explica Erika Bornay, “mientras le corta la cabeza a Holofernes, que sólo puede responder a la rabia que sentía la pintora por haber sido violada”. Efectivamente, Artemisia Gentileschi había sido violada por un hombre llamado Agustino Tassi, que fue juzgado en Roma por tal delito en el año 1612. De una manera simbólica, la pintora soñaba en sus cuadros con la misma venganza castradora que movería a la joven Lorena Gallo, trescientos ochenta y un años después, a cortar realmente el pene a su violento marido.
Pero la simbología bíblica de castración no se limita al caso de Judit. La hermosa Salomé, tras bailar sensualmente ante su padre para obtener su permiso —una escena que presenta ya rasgos claramente incestuosos—, hizo cortar la cabeza de San Juan Bautista. Y, en el que para Castilla del Pino era también un caso paradigmático, la bella Dalila lograba arrancar con arrumacos al formidable Sansón el secreto de su fuerza, que no era otro que su largo cabello. La implicación fálica de tal atributo es clara, y la pérdida del poder físico de Sansón, cuando ella le corta el cabello, es una castración simbólica en toda regla. No tiene nada de raro pues que, en tiempos de los visigodos, el más vergonzoso castigo impuesto a los nobles que se rebelaban contra el poder real fuera la decalvación: raparles el pelo como público escarmiento y vejación.
A tal punto llega la angustia de la castración en nuestra civilización que, según explica el historiador de las religiones César Vidal Manzanares, “es probable que uno de los prejuicios que laten en el fondo del antisemitismo sea la identificación que se hacía en tiempo de los romanos entre la práctica judía de la circuncisión y la castración, una idea que recogió el cristianismo”. Pablo, en la Carta a los Gálatas, cuando critica a quienes defienden la práctica de la circuncisión, llega a decir: “¡Ojalá que se castren todos!”.
El miedo a la pérdida o a la incapacidad del pene es tan activo que en nuestra sociedad es muy frecuente el complejo de pene pequeño, y con frecuencia existe el temor, disfrazado habitualmente de pudor, a mostrar los genitales masculinos. La razón, para Castilla del Pino, era clara: “Se teme toda comparación de tamaños. Hay un mito sobre el tamaño del pene que nada tiene que ver con la realidad, pues hay mucha gente con penes grandes que es impotente y otros con penes pequeños que tienen una gran potencia sexual”. Pero el pudor funciona. Basta ver cómo en el cine producido por Hollywood no aparece casi nunca un desnudo masculino frontal. O incluso, más dramáticamente, la célebre fotografía de un grupo de judíos a punto de ser fusilados durante la Segunda Guerra Mundial, en la cual se les ve delante del piquete de ejecución nazi y en la que Castilla del Pino señalaba que “a pesar de que van a dejar de existir dentro de unos segundos, todos ellos se cubren los genitales con las manos, a tal punto llega el pudor con los genitales masculinos”.
Los pensadores Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner, en El nuevo desorden amoroso, llegaron a una rotunda conclusión: “La mujer es la esclava de un esclavo”. La esclava de un hombre que vive esclavizado por la exaltación de su propio sexo y el temor a la impotencia y a la castración. Pero a pesar de la existencia de asesinos en serie como el ruso Andrei Chikatilo o el estadounidense Jeffrey L. Dahmer que mataban y amputaban a varones, a pesar de las castraciones infligidas por torturadores y militares en dictaduras y guerras durante siglos, a pesar de que los casos de mujeres que hayan actuado como Lorena Gallo son escasísimos, ese temor a la pérdida del falo, esa angustia de castración, siguen relacionándose en el imaginario masculino con las mujeres. Con mujeres fuertes, las Dalila o Judit capaces de derrotar al hombre.
Castración masiva
Ha habido casos célebres de castraciones como el sucedido en Tokio, en 1936, cuando una joven sirvienta llamada Sada apareció en la calle llevando en las manos el pene ensangrentado de su amante, Kichi Zo. Ella le había estrangulado durante el coito, en una práctica para prolongar el placer llevada hasta el extremo, y le había castrado después. Su desaforada historia fue contada en el cine, en 1975 y con gran escándalo, por el director Nagisa Oshima en el filme El imperio de los sentidos.
Durante un tiempo, después de que el caso de Lorena Gallo acaparara los titulares y los informativos de radio y televisión, no cesaron de gotear en la prensa nuevos casos de castraciones. Sin embargo, tanta casquería, más que a un incremento real de casos de castración, respondía a una oportunista publicación de noticias que, de no mediar el eco del escándalo de caso Bobbitt, habrían ido a parar normalmente a la papelera.
Porque el hecho es que la única “castración” masiva que se conoce en el mundo, quienes la sufren son precisamente las mujeres. La Organización Mundial de la Salud ha denunciado reiteradamente que casi cien millones de mujeres en todo el planeta han sufrido la amputación del clítoris o de los labios internos de la vulva. Se trata de una práctica ritual, muchas veces realizada por las mismas madres o abuelas de las víctimas, que está muy extendida en veintiséis estados africanos y que aún se practica clandestinamente entre algunos emigrantes africanos en Europa, a pesar de estar prohibida. Con ella, las jóvenes ven radicalmente mermada su capacidad de placer, al tiempo que arrastran todo tipo de secuelas psicológicas y sanitarias. La mutilación puede oscilar desde el tajo en el prepucio del clítoris hasta su completa eliminación, tras lo cual se sutura la vulva y se deja sólo un pequeño orificio para el paso de la orina y el flujo menstrual. La amputación se suele hacer sin anestesia y con instrumental del estilo de hojas de afeitar o trozos de vidrio.
Pero no sólo se castra el sexo de millones de mujeres, sino que también se han llevado a cabo otras formas de atrofia, tal y como sucedía en el Japón tradicional con la costumbre de envolver los pies de la mujeres en telas durante años, impidiendo así su desarrollo. Son ejemplos de las muchas limitaciones que se han impuesto culturalmente al cuerpo de la mujer durante siglos. Todo lo cual no basta al parecer para evitar que, en la fantasía colectiva de una sociedad dominada por los valores masculinos, sean precisamente las mujeres quienes encarnen la amenaza castradora. Y la razón de esa conversión de víctima real en imaginaria verduga hay que buscarla en el hecho de que, culturalmente, la figura de la mujer ha estado tradicionalmente asociada a valores negativos: a los profano y lo maligno.
Los peligros de la mano izquierda
La mentalidad religiosa, desde antiguo, se levanta sobre el dualismo, la oposición de contrarios: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, el cielo y la tierra, el bien y el mal. Esa misma mentalidad se aplica a la especie humana, escindida entre hombres y mujeres, con sus valores masculinos y femeninos. Robert Hertz, en su ensayo La muerte y la mano derecha, analiza la “verdadera mutilación funcional” a que es sometida la mano izquierda en todas las sociedades como consecuencia de ese pensamiento dual.
“Dios tomó, para formar a Eva, una de las costillas izquierdas de Adán, pues una misma esencia caracteriza a la mujer y a la mitad izquierda del cuerpo”, explica Robert Hertz al buscar las fundamentaciones mitológicas de la discriminación. Pero ¿qué esencia es esa de la que Hertz habla? Según su argumentación, en términos generales, el hombre es sagrado y la mujer es profana, de igual modo que la mano derecha representa lo sagrado, lo correcto, y la izquierda lo profano, lo torcido, lo siniestro (una división que incluso se ha trasladado al ámbito de la política, en el que la derecha representa el orden establecido y la izquierda la rebelión contra dicho orden). Así, mientras los valores masculinos se asimilan a lo solar, lo diurno y lo divino, los valores femeninos lo hacen a lo tenebroso, lo nocturno y lo infernal. Castilla del Pino apuntaba el hecho de que, en muchos casos de impotencia para realizar el coito, los hombres tienen sueños y fantasías fóbicas en las que vulvas provistas de dientes les mordían el pene. “La vagina es vista como una gruta, una caverna que puede hacer perder el falo”, explicaba.
Semejante conjunto de creencias y prejuicios conduce a la idea de supremacía del hombre sobre la mujer, de lo masculino sobre lo femenino, del falo sobre la vulva. Un ritual de la tribu australiana de los Wulwanga viene a exponer muy gráficamente las raíces antropológicas de hechos como los que condujeron al caso de Lorena Gallo. Los Wulwanga, durante sus ceremonias religiosas, se sirven de dos bastones, uno de ellos se denomina con la palabra que designa también al hombre, y el otro con la que designa a la mujer. Con la mano derecha sostienen al bastón-hombre y con la izquierda al bastón-mujer. El ritual consiste en golpear con un bastón al otro. Ni que decir tiene que el bastón que golpea es el bastón-hombre y el que recibe los palos, el bastón-mujer.
Quizá la explicación antropológica del malestar que cunde entre los varones ante casos como el de Lorena Gallo y del odio que el nuevo fascismo profesa contra el feminismo y las leyes contra la violencia de género, no sea otra cosa que ese abisal pozo de inseguridad y angustia que se esconde tras la prepotencia masculina, y que sale a la luz las contadas ocasiones en que es el bastón-mujer el que golpea al bastón-hombre, aunque sólo sea por una vez.
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