Otro cinco de octubre, el de 1989, hace hoy treinta y tres años, el Comité Noruego del Nobel anuncia que, de los cinco mil millones de personas que aproximadamente moran en la Tierra —según el cómputo de la ONU del último once de julio, primer Día Mundial de la Población—, quien “más y mejor ha trabajado a favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos y la celebración de procesos de paz” es un monje budista que responde al nombre de Tenzin Gyatso. Dados sus méritos, acaba de ser distinguido con el Nobel de la Paz.
En realidad, aunque el galardonado, en su infinita humildad se define a sí mismo como un simple monje budista, lo que de él emana es la sabiduría compasiva de Buda. Por eso, a la edad de dos años, siendo un niño más de la pequeña aldea de Takster, en el noroeste del Tíbet, el seis de julio de 1935 fue reconocido como la reencarnación del décimo tercer Dalái Lama. Así pues, Tenzin Gyatso es un hombre santo. De hecho, Su Santidad es el tratamiento que le corresponde, porque hablamos del décimo cuarto Dalái Lama, quien un día como hoy fue merecedor del más celebre de los galardones que premian el pacifismo. Y bien es verdad que afanes de concordia y entendimiento no le han faltado nunca. Trasladado a Lhasa para emprender sus estudios, a los veinticinco años se doctoró en filosofía budista.
Lo malo fue que, antes de obtener su doctorado, los comunistas chinos no estaban para contemplaciones y en 1950 irrumpieron con su ejército en el Tíbet. El país, que ya había estado bajo el dominio de Pekín desde el siglo XVIII hasta que las tropas británicas entraron en Lhasa en 1904, sólo disfrutó de una efímera independencia entre 1912 y 1950. A China no le supuso ningún problema derrotar al ejército de la nación que, para la mirada occidental del pasado fin de siglo, habría de ser un remanso de paz en la cima del mundo.
Su Santidad sólo tenía quince años cuando, además de ser el guía espiritual del Tíbet, adolescente aún, tuvo que asumir el control político del estado. Corría 1954 cuando, junto a una nutrida comisión de dignatarios civiles y religiosos, el Dalái Lama viajó a Pekín para mantener conversaciones con Mao Tse-Tung. La conmiseración que les dispensó al recibirles «El gran timonel», el líder supremo de China, se quedó en nada cuando, ya en 1959, Lhasa se levantó contra la China roja. El levantamiento fue sofocado con la diligencia y contundencia habituales en los comunistas, quienes, junto a los fascistas, habrán de pasar a la historia como los grandes enemigos del siglo XX. A escasos días de la entrada del ejército rojo en su país, los tibetanos ya contaban sus muertos y prisioneros —a quienes en la mayoría de los casos nunca más se volvió a ver— por decenas de miles.
Convencido de que la única forma de salvar al Tíbet del terror rojo era la palabra —no en vano emana de él la sabiduría compasiva de Buda—, el décimo cuarto Dalái Lama cruzó el Himalaya a pie, camino de su exilio en la India, en un viaje digno de los elegidos por los dioses. Mucho tiempo atrás, en el siglo XVII, el jesuita Antonio de Andrade también cruzó las montañas del Himalaya andando —y escalando, es de suponer, en los tramos que fuera preciso—, convirtiéndose en el primer occidental que entró en el Tíbet. Ya en las postrimerías de la centuria pasada, Su Santidad habría de ser el tibetano más célebre y admirado en un occidente descreído, ya más que cristiano.
Residente en Dharamsala (India) desde 1960, el proselitismo de su causa ha llevado al Dalái Lama a hablar de la no violencia a sesenta y dos países, convenciendo a los dirigentes mundiales más poderosos para que intercedan por la causa tibetana ante el gobierno chino. Pekín ha hecho caso omiso a todos ellos. Y más aún a los líderes religiosos de la mayoría de los cinco mil millones de habitantes del planeta —aunque, hay que insistir, en todas partes y en todos los credos proliferan los descreídos—. Prácticamente, el Dalái Lama se ha reunido con los directores espirituales de todo el planeta. Entre tanta visita cuentan dos papas: Pablo VI y Juan Pablo II. Siendo en aquellas citas todos hombres santos, huelga decir que los dos pontífices estuvieron de acuerdo en la propuesta del maestro espiritual del Tíbet de poner la sabiduría de las religiones al servicio del bien de todos los seres.
En la estela de Gandhi, Martin Luther King y el resto de los adalides del pacifismo a ultranza, a Su Santidad no le faltan méritos para la gloria del Nobel. Puede que lo más curioso de su momento estelar sea lo representativa que resulta la concesión del premio del interés por la espiritualidad oriental de ciertas élites occidentales.
A decir verdad, la cosa no es nueva. Jack Kerouac, Allen Gingsberg, y algún que otro miembro de la Beat Generation se hicieron budistas, al igual que algunos beatniks y otros tantos de los hippies que les sucedieron. La sedición juvenil de la segunda mitad de la centuria pasada tuvo en el Nepal, la India y el Tíbet tres de sus paraísos terrenales.
Otros de aquellos jóvenes, perdidos por los caminos de Asia, regresaron a sus países de origen convertidos al krishnaísmo —que no hinduismo— de Krishná, de quien sus fieles de Bengala, dicen, es la forma principal de dios. Aquí en Europa, los devotos de Krishná eran aquellos que entonaban, bailando por las calles, el mantra Hare Krishna.
Ahora bien, en la mirada del profano europeo, todos los credos asiáticos tienden a confundirse. Porque a todos les inspira una buena voluntad que, aquí, superficialmente, tiende a asociarse en cierto buen rollito, común a todas las espiritualidades orientales, en el que cabe todo, desde el taichi al yoga. En cierto sentido, al otorgar el Nobel al Dalái Lama, viene a distinguirse a todo eso.
Y no deja de ser paradójico un fin de siglo —circunscribirlo a un momento estelar nada más es quedarse corto— que, ya perdida su espiritualidad autóctona, una sociedad occidental más secularizada que nunca venga a demostrar el interés por la espiritualidad oriental que está demostrando. Hergé, el creador de Tintín, inmerso en una crisis personal, fue uno de los primeros en demostrar esa inquietud al llevar, al Tíbet precisamente y en 1959, mientras los chinos lo estaban arrasando, a su entrañable personaje.
Pero, ese nuevo orientalismo que se percibe tras el Nobel de la paz del 89, en los años venideros aguijoneará hasta a antiguos estalinistas, como el por otro lado interesante cineasta italiano Bernardo Bertolucci. Y los otrora revolucionarios —que cambiaron la fe de sus padres por esa fe en la humanidad que fue el comunismo— pasarán de los obscenos vítores al Zar rojo, escuchados en Novecento (1976), al buenrollismo tibetano de Pequeño Buda (1993). Ya en el 97, Martin Scorsese llegara más lejos, llegando a realizar un biopic de Tenzin Gyatso. Richard Gere, uno de los últimos galanes de Hollywood, es todo un apóstol del Tíbet. Mecano, el grupo estandarte del pop español, fue de los primeros en cantar a aquella gloria. Su álbum Aidalai, dedicado al Dalái Lama, apareció en 1991 y fue el último de sus grandes éxitos.
Quién sabe si el posterior boom de la cocina asiática también tiene algo que ver con todo esto. Así se escribe la historia.
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