Foto: Pedro Salinas, primero por la izquierda con otros miembros de la Generación del 27: Jorge Guillén, José Bergamín, Aleixandre, Lorca, Dámaso Alonso… En el centro, Sánchez Mejía.
Pedro Salinas (Madrid, 1891 —“y no 1892, como se sigue repitiendo”, en palabras de Juan Marichal— Boston, 1951), el poeta de La voz a ti debida, escribió también excelente prosa y varios ensayos literarios de altura. Este de El defensor (mi edición es la de Alianza Tres, 1983. Sigue vigente en Alianza, 2002) lo escribió Salinas durante su exilio puertorriqueño, entre 1942 y 1946 (dio clases en la Universidad de Río Piedras, de Puerto Rico, en donde está enterrado tras morir en Baltimore en 1951). Antes sería profesor en la universidad Johns Hopkins de Baltimore (Estados Unidos), la misma de la que saliera en 1936 José Robles Pazos (traductor de Manhattan Transfer, de John Dos Passos) rumbo a España para ponerse al servicio de la República. Igual que hiciera Lorca cuando salió de Madrid hacia Granada en la misma fecha, Pazos encontró también la muerte —aunque ejecutada por distintos bandos—.
En el libro, Pedro Salinas escribe una advertencia, fechada en 1948, en la que dice: “En la relectura de estos ensayos creyó observar el autor (…) una unidad latente: la preocupación por el riesgo en que se ven hoy día algunas formas tradicionales de la vida del espíritu que yo estimo sumamente valiosas”. ¿Qué son para Salinas esas cosas tan importantes? Pues siguiendo el índice son: la defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar; la defensa de la lectura; la defensa de la minoría literaria; la defensa, implícita, de los viejos analfabetos, y la defensa del lenguaje.
Tal vez el capítulo de las minorías literarias necesite de unas líneas someras a modo de explicación. Tras explayarse el autor explicando su postura para no ser descuartizado en plaza pública “…o lo que es peor de todo: ser calificado de fascista…”, acude al entonces prestigioso crítico literario, Van Wyck Brooks, quien distinguía dos clases de literatura: la primaria y la literatura de minoría, aunque, opina Salinas, “no ha sido muy afortunado en su denominación”. No obstante, se atreve a entrar de lleno en el best seller —y ahora vuelvo a recordar la fecha de escritura de estos ensayos—, porque dice, entre otras cosas, que “se ha establecido una falaz concatenación: el libro que más se vende es el mejor”. En uno de los epígrafes Pedro Salinas se pregunta ¿qué es la minoría?, para añadir: “La minoría es un clima”. Ya ven que la prosa de los poetas suele esconder mucha tela para cortar despacio.
Es en «Defensa de la lectura» cuando escribe esto que viene muy bien, incluso para el apartado que comentábamos antes: “Los griegos son los grandes maestros de la medida. Ellos descubren, antes que nadie, que la grandeza puede muy bien no consistir en el tamaño (…). Preciosa es entre todas la noción de la medida, certero camino hacia la verdad”.
En El Defensor, Salinas habla de verdad, de poesía, de lectura, de ética, de reflexión, del peligro de la sinrazón… en una larga conversación con las mejores tradiciones, que siente extinguirse lentamente. Pero hoy estas palabras resultan vanas en el ámbito de la política, incluso en la de los medios de información, y se va extendiendo como una mancha de aceite.
Entre los apartados de la defensa de la lectura está “Los muchos libros”, en el que dice: “Bien mirado, es un problema de distribución: lo que hay que distribuir es el tiempo (…). ¿Cómo nos las podemos componer hoy para leer tanto libro en tan poco tiempo?”. Y yo me pregunto: ¿cuántos libros se publicarían al año entonces? Ni una mínima parte de los que salen al mercado en 2018. Este epígrafe de Pedro Salinas me ha recordado el libro de Gabriel Zaid Los demasiados libros (Anagrama, 1996 —y aquí vuelvo a hacer notar la fecha de publicación, han pasado más de 20 años—), una aguda reflexión, como la de Salinas —siempre dan un toque de atención los que más pueden perder—, en donde se dice: “Cada treinta segundos se publica un libro. Si nuestra pasión por escribir se desmadra, en un futuro habrá más gente escribiendo libros que leyéndolos”. Y yo me pregunto si eso no está ocurriendo ya. El escritor escribe y se afana en publicar lo que ha escrito porque piensa, estoy convencido, de que ese libro, el suyo, es el libro que está esperando la humanidad entera, y “un libro viejo” —estoy otra vez en El Defensor— no puede hurtarse a una fatalidad que le acecha al borde de su salida: la de haber sido nuevo alguna vez (…) y que “la novedad o la antigüedad de un libro nada aseguran respecto su excelencia”.
Y ya estamos en el apartado que abre este libro, «La defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar». Esa otra manera de conversar a distancia con alguien que espera tus palabras, o que las recibirá por sorpresa. Escribir la carta, meterla en el sobre, escribir la dirección y el remite y llevarla a Correos o echarla en el primer buzón que se encuentre. Después viene esa otra vigilia que consiste en la espera, en el mirar diario la oscuridad del buzón, ¿vacío? En 1932 Pedro Salinas escribe una de sus cartas a su amor secreto, Katherine Whitmore, y en los márgenes le dice: “Ni ayer ni hoy he podido ir a la ciudad. No tenemos coche. Estoy todo el día pensando en si tendré carta allí. Mañana voy con cualquier pretexto”. Esa es la zozobra, la inquietud, la incertidumbre de quien espera. Y ya sabemos que el que espera desespera, o al menos escribe sobre su desesperación. En sus poemas Salinas suspira, sueña, desea y escribe:
“¡Si me llamaras, sí; / si me llamaras! / Lo dejaría todo, / todo lo tiraría; / los precios, los catálogos, / el azul del océano en los mapas, / los días y sus noches, / los telegramas viejos / y un amor. / Tú, que no eres mi amor, / ¡si me llamaras!”.
Pedro Salinas lo sabía, claro que lo sabía, se lo había contado san Juan de la Cruz cuatro siglos antes: “…mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura.
Katherine Whitmore —ese amor secreto y carnal de Salinas, esa necesidad de presencia que él transformaba en encendidas cartas de amor— había nacido en Kansas seis años después que el poeta, pero le sobrevivió 31 años. Él fue su profesor en Madrid (“…dame clases de poesía / con tu cuerpo esta noche”, cantó Luis Eduardo Aute) a donde viaja en 1932 y estudian juntos las diferentes fases de la luna al anochecer hasta un año antes de que un comandantín de voz aflautada da un golpe de estado para expulsar a los poetas y sepultar la libertad para siempre jamás. Es entonces cuando a Margarita Bonmatí (de Salinas) se le abren los ojos del alma y amaga un suicidio. Y es que Pedro Salinas —a quien leímos en la juventud arrobada esos dos cantos de amor sin barreras que son La voz a ti a debida y Razón de amor, sin necesidad de conocer la intrahistoria—, le escribía a Katherine Whitmore: “Gracias, gracias, por tus cartas. Te agradezco todo en ellas. Desde el momento en que te sientas a la mesa para escribir, desde el movimiento que hace tu mano al ir a coger la pluma, hasta lo más fino y delicado que en ellas pone tu alma”.
Salinas in love podría ser el título de un documental; Salinas enamorado, apasionado, excitado y escritor de bellas verdades del corazón, porque el amor libera dopamina, serotonina y oxitocina, y eso, supongo que no lo sabría entonces, era la energía para su motor emocional.
En su exilio americano, Salinas se encontró un día con un cartel en la entrada de una oficina de telégrafos, con la siguiente leyenda, de “brutal laconismo y bárbara energía”: “No escribáis cartas. Poned telegramas”. Wire, don’t write. Y entonces dice que proclama este anuncio “el más subversivo, el más peligroso, para la continuación de una vida relativamente civilizada, en un mundo todavía menos civilizado” (…) “que quiere terminar con ese delicioso producto de los seres humanos, que se llama carta” (…). “¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas?”, pregunta.
Y sí, nos lo podemos imaginar.
Pasados 70 años de El Defensor nos encontramos con un sucedáneo de la carta que se llama e-mail, el correo electrónico, que bien es verdad que nos comunica, nos enlaza y nos facilita trabajar fuera de la oficina, con lo que también nos esclaviza. En el libro Enemigos públicos (Anagrama, 2010) Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy se intercambian correos electrónicos a modo de las antiguas cartas y construyen en este libro una nueva forma de abordar el género epistolar. De nuevo, la necesidad de que lo que se dice en privado salte al terreno de lo público para hacer así literatura.
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