Cómo dar la campanada
Apenas ha empezado el año y andamos ya inmersos en otra guerra de guerrillas de ésas que auspician quienes no tienen mejor cosa que hacer que hallar agravios con los que justificar beligerancias intempestivas, siguiendo modos y maneras muy similares a los que emplearon quienes hace un siglo dedicaron sus esfuerzos a excavar abismos por los que despeñar a sociedades enteras. La excusa ha sido una estampita que mostró la actriz encargada de presentar las campanadas en la televisión pública y que, a modo de homenaje, mostraba a la mascota de un célebre programa televisivo representada con los ropajes y la simbología propios del Sagrado Corazón de Jesús. Como broma era inocente y bastante blanca, y como irreverencia tampoco llegaba a la altura de otras que levantaron iracundias no hace tanto —pienso en aquel corto de Javier Krahe que explicaba cómo debía cocinarse un crucifijo, o en el estreno de La vida de Brian, esa genialidad de los Monty Python que ardió en hogueras simbólicas—, porque no es la primera vez que esa efigie se emplea para glorificar a héroes mundanos —se la ha presentado con rostros de futbolistas y hasta con el de cierta presidenta autonómica cuyo currículum es más bien macabro— y porque ni siquiera hubo malas intenciones en las palabras con que la susodicha presentadora acompañó su exhibición. Daba igual, porque la cuestión era encontrar afrentas imaginarias que dieran coartada a revanchismos muy reales. A las reacciones inmediatas de creyentes que, con buena o mala fe, amonestaron el gesto se sumaron pronto un puñado de arzobispos que no perdieron la oportunidad de sobreactuar y ciertas organizaciones que, sospechosamente, andan muy ágiles a la hora de detectar pajas en el ojo ajeno pero son bastante torpes cuando se trata de encontrar las vigas en el propio. Una vez más se usa la socorrida fórmula que recrimina a los cómicos que no tengan valor a hacer chanzas con el Islam o con Mahoma, un argumento bastante pueril porque obvia una cuestión esencial —que es el cristianismo la religión que más arraigada tenemos en nuestra cultura, lo cual inevitablemente convierte sus dogmas y su simbología en parte de un imaginario susceptible de verse reinterpretado a la libre voluntad de cada cual—y también revelador porque esconde en su formulación los ecos de un deseo —«ojalá nuestra religión fuera como la suya y permitiera ejecutar a los herejes»— que, en esencia, casa realmente mal con el que, según dicen las Sagradas Escrituras, fue el mensaje del Redentor. A la postre, cabe concluir que bien enclenque es la fe de quienes la ven socavada por una pobre caricatura. También se pueden oponer dos ideas sencillas: que debería ser motivo de orgullo una religión que acepta y comprende las bromas y los chistes que se hacen a su costa; y que, siguiendo aquel viejo ideal ilustrado que no debemos olvidar, porque sobre él se sustentan los cimientos en los que se apoyan esas sociedades avanzadas nuestras que algunos quieren expoliar, uno puede no estar de acuerdo con lo que diga el otro, pero su deber moral radica en defender el derecho que tiene a decirlo.
En la panadería
Es la panadería del barrio, son vísperas de Reyes y la cola de personas que aguardan turno desborda el local y se extiende por la acera. Ante mí está una señora mayor, encorvada, que se apoya en un bastón y aguarda con paciencia y estoicismo a que llegue su momento. Cuando al fin le toca, se inclina ligeramente sobre el mostrador y explica que viene a recoger un roscón que encargó días atrás. La dependienta abre un grueso portafolio en el que tiene apuntados los pedidos y se pone a inspeccionar las filas sucesivas. El nombre de la mujer no aparece por ningún lado, pero ella insiste: vino personalmente y recuerda que dio su nombre y su teléfono, vio que tanto el uno como el otro quedaron debidamente consignados, allí tienen que estar. La panadera mira y vuelve a mirar, la cola va creciendo, la pobre señora comienza a inquietarse porque entiende que está causando una molestia con la que no contaba y, como si cobrara consciencia de sus limitaciones, duda de su propia memoria: «juraría que lo encargué, sé que estuve aquí, ¿no me equivocaría al dar mi nombre?» Parece que todos lo que estamos esperando nos hacemos cargo de la situación hasta que una mujer, cuatro o cinco puestos por detrás, se pone a echar pestes: «Esa señora no se aclara», «mira que hay que tener paciencia», «hay gente a la que no se puede dejar sola», «no se da cuenta del lío que está montando», y cosas de ese estilo. Los demás callamos, porque vemos que la anciana la ha oído y se está poniendo aún más nerviosa y porque imagino que nadie quiere dar un espectáculo desagradable en estos días. Al cabo de unos minutos se resuelve el embrollo: efectivamente, la señora había reservado su roscón, pero no para recogerlo hoy, sino mañana, y por tanto sus datos estaban apuntados en una hoja distinta a aquélla donde los estaban buscando. Ella se tranquiliza y parece que vuelve la calma, pero la mujer intempestiva vuelve a la carga: «Hay que ver la que ha armado para nada, y ese pobre chico de ahí esperando». Reparo en que el pobre chico soy yo, porque me mira fijamente y me señala con su dedo índice, y entonces le devuelvo la mirada y respondo: «Si lo dice por mí, no se preocupe, que el roscón de Reyes es sagrado y yo no tengo prisa». Ella, airada, gira la vista. A cambio, la señora mayor, aliviada al saber que no corre riesgo su encargo, se gira y me sonríe.
Lo que respondieron
Ha cumplido ochenta años José Luis Perales, según leo en un reportaje que repasa su carrera y algunos de sus éxitos, y reparo en que no conozco a nadie a quien le caiga mal este hombre, que es elegante y discreto y también prolífico y talentoso, como demuestran las numerosas canciones que llevan su firma y que en unos cuantos casos se convirtieron en éxitos inapelables. Al recordar una de ellas —«Amor sin límite», creo que se titulaba— me viene a la mente un chiste que le leí hace poco al periodista Daniel Arjona y que me hizo sonreír en estos días en los que tanto se discute sobre religiones e irreverencias. Habla de un viejo cura de aldea que se muere y llega ante las puertas del cielo, donde lo recibe San Pedro para hacerle el preceptivo examen antes de aprobar su entrada en el Paraíso. «Verá», le dice el párroco, «a mí lo que me gustaría, si me puede hacer el favor, es hablar con San Pablo». «Es un santo muy ocupado», responde el custodio celestial, «difícilmente atiende a no ser que se le pida cita previa». «Es que es una cuestión muy importante, primordial, llevo años con ella en la cabeza». Inquieto al suponer que al buen pastor le asalta alguna duda que pone en entredicho su fe, San Pedro contacta con San Pablo para anunciarle que debe atender una visita urgente. Finalmente, el sacerdote se ve ante el converso de Tarso. «Y bien, buen hombre, ¿qué es eso tan crucial que tiene que preguntarme?». El cura, satisfecho de salirse con la suya, formula al fin el interrogante que tantos desvelos le llegó a causar en vida: «¿Qué le respondieron los corintios?».
El párroco del chiste tenia curiosidad; la genuína fé convive muy bien con la duda. Fé es esperanza, no certeza de los enunciados.