El texto de Jorge Freire es un extracto del prólogo escrito para este libro.
A comienzos del verano de 2017, las profesoras Laura Rattray, de la Universidad de Glasgow, y Mary Chinery, de la Universidad Georgian Court de Nueva Jersey, dieron con una obra inédita de Edith Wharton (1862-1937). Dos manuscritos, aparecidos en el centro Harry Ransom de la Universidad de Texas, permitían advertir el proceso habitual de la autora: un primer bosquejo de notas y escenarios vagamente perfilados daba posteriormente lugar a unas hojas de borrador garrapateadas con lápiz o bolígrafo; a continuación, estas eran revisadas con pluma y lápices de colores y pegadas encima de un manuscrito que habría de ser mecanografiado para, a renglón seguido, someterse a una nueva revisión. La obra era original, estaba completa y, para más inri, venía a ser la única obra de teatro de la escritora estadounidense. Su título era The Shadow of a Doubt.
Fue una sorpresa mayúscula. Cierto es que los últimos años habían deparado algunas sorpresas: Alice Kelly había descubierto un relato bélico, titulado “The Field of Honour”, en la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, que acababa de hacerse con la correspondencia inédita de Wharton con su institutriz, Anna Bahlmann, y Meredith Goldsmith había dado en la Biblioteca Rubinstein de la Universidad de Duke con “La Duchessa in Preghiera”, un manuscrito mecanografiado en italiano de la historia corta de 1900 “The Duchess at Prayer”. Con todo, nadie se esperaba lo que a continuación vendría: una obra completa en la que, con su ironía y mordacidad habituales, satirizaba las costumbres de la alta sociedad de su época, y cuya existencia desconocíamos por completo. Nos encontrábamos ante una obra de primer nivel que, sin embargo, Wharton se había afanado en obviar, escamoteándola de sus memorias. La pregunta era obligada: ¿por qué ocultó deliberadamente su existencia?
El manuscrito de La sombra de la duda, fechado en 1901, pertenece a los “años oscuros” de Wharton. Contaba por aquel entonces con treinta y nueve años. Solo había publicado relatos y poemas, por lo que no se consideraba novelista. De hecho, hasta la publicación de su primera novela, The valley of decision (1902), todo indica que Wharton dedicó la mayoría de sus esfuerzos a construirse una carrera como dramaturga.
Recapitulemos. La revista de arte The Critic advertía en 1897 de que Charles Frohman, el productor teatral más importante del momento, había encontrado un nuevo talento en la señorita Wharton. En la primavera de 1900, Wharton trata de entrar profesionalmente en el mundo del teatro por medio de la agente Elizabeth Marbury. Su carrera parece despegar y a punto está de ver el estreno de su adaptación de Manon Lescaut, del Abate Prévost, en Nueva York en febrero de 1901; sin embargo, la actriz principal, Julia Marlowe, se arredra al descubrir, horrorizada, que la muerte por ahogamiento de su personaje (a diferencia de la novela, que la hace morir en el desierto) la obliga a meterse en una bañera. Ese mismo año, inicia la escritura de The Man of Genius, una historia cómica en la que un novelista se siente más comprendido por su secretaria que por su mujer. También escribe una obra titulada The Tightrope, de la que nada sabemos.
Entre medias, un enigma. En una carta fechada en 1901, su amigo Walter Berry dice: “Cómo me gustaría asistir al primer ensayo de la Sombra”. Berry pertenecía a la alta sociedad neoyorkina y fue, durante un tiempo, el embajador de Estados Unidos en París. Henry James atesoraba su amistad y Marcel Proust, perdidamente enamorado de él, entonaba frecuentes loas a su prestancia física y a la firmeza de su voz. Era un hombre alto, de marcada delgadez, producto de la malaria que había sufrido de joven, y bigote tupido que encarnaba a la perfección el arquetipo de dandy americano. No hay duda de qué quería decir con esa carta. El Atlanta Constitution anunciaba, al hilo de esos días, el ensayo de una obra de tres actos de Edith Wharton titulada The Shadow of a Doubt en el Teatro Empire de Nueva York, y especula con que Elsie de Wolfe podía ser la actriz protagonista.
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En Una mirada atrás, su brillante libro de memorias, Wharton pasa por encima de su breve carrera teatral. Sí habla, en cambio, de la fallida adaptación dramática de su novela La casa de la alegría (1905), y atribuye su estrepitoso fracaso a la preferencia norteamericana por los happy endings. Es probable que la suerte de Lily Bart fuese demasiado triste para el teatro estadounidense, y es probable, también, que a Wharton le costase creer en su pericia como dramaturga. Una carta a su institutriz fechada en mayo de 1900 muestra su perplejidad ante el hecho de que George Alexander, un actor de moda en la época, hubiese elogiado su talento ante una amiga común. Al fin y al cabo, ejecutaba sus tareas creativas en la soledad de su alcoba, a escondidas de su marido, que veía en ellas una suerte de hechicería. Pocos conocían su doble vida. Como escribió en sus memorias, “me resistía a creer que una chica como yo pudiese escribir algo que mereciese la pena leer, y mis amigos me habrían dado la razón en esto”. Solo su amigo Walter Berry le animaba a escribir teatro, confesándole su convicción de que ganaría mucho dinero si se dedicaba a ello. Pero Wharton, azacaneando en sordina, tardó años en convencerse de su talento. Según su propia confesión, solo se percató de sus posibilidades como novelista cuando, andando el tiempo, comenzó a ganar ingentes cantidades de dinero en forma de royalties. A la sazón, la Wharton dramaturga ya no existía.
Un artículo de Rebecca Mead, publicado en New Yorker, afirmaba que la obra “no estaba escondida en el ático (…) sino oculta a plena vista”. Recuerdo que el detalle me dejó perplejo. Recibí el texto con la emoción contenida de la nodriza Euriclea, oligada a guardar silencio, al reconocer la cicatriz en la pierna de Odiseo cuando creía estar lavando los pies de un vagabundo. A pesar de tratarse de la obra de una primeriza, La sombra de la duda albergaba trazas de la mejor Wharton. Volvía, por un golpe de suerte, la gran cronista de un mundo que se resistía a desaparecer.
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La sombra de la duda cuenta con elementos que resultarán familiares a los lectores de Wharton. Hay chantaje, extorsión y quemas de cartas, filisteísmo, misoginia y sororidad entre mujeres de clase baja, anticipando en buena medida La casa de la alegría. Hay, también, ácidas reflexiones sobre la clase privilegiada, recogiendo en buena medida el testigo de su obra inacabada Disintigration, que, según la autora, iba a ser “el estudio de la nueva clase privilegiada, un estudio de los efectos de la riqueza sin responsabilidad”. (…) Incorpora, asimismo, reflexiones sobre la profesionalización de la mujer que remiten a Un médico rural (1894) de Sarah Orne Jewett y anticipan Virginia (1913) de Ellen Glasgow, al tiempo que avanzan ideas que desembocarían en la novela de Wharton The fruit of the tree (1907). Esta muy controvertida novela toma de La sombra de la duda el armazón de su trama y el tema de fondo: la eutanasia. No fuimos pocos los memorialistas (me incluyo entre ellos) que vimos en dos sucesos la inspiración de Wharton para The fruit of the tree: el accidente de carruaje que dejó a su amiga Ethel Cram comatosa en julio de 1905 y la dolorosa enfermedad de Hartmann Kuhn, vecina suya en Lenox, que años después terminó poniendo fin a su vida. La inopinada aparición de La sombra de duda nos obliga a concluir que, si bien estos hechos pudieron servir de inspiración a la citada novela, no fueron el punto de ignición de su interés por el tema. Tampoco lo fue la muerte de Lucretia Stevens, madre de la autora, en junio de 1901, después de un año “paralizada e inconsciente”, como escribió la propia Wharton a su amiga Sara Norton en una carta que, hilando fino, permite intuir el uso de cuidados paliativos. Sea como fuere, Wharton volvió al tema en ocasiones, al punto de que en 1906, al capitanear una sociedad contra la crueldad animal, Wharton abogó por “dejar que, en casos muy concretos, la vida mengüe muy calladamente”.
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Una última curiosidad. La sombra de la duda coincide en el tiempo con la construcción de The Mount, una casa de campo erigida en lo alto de una colina, al arrimo de finos árboles, en la región montañosa de los Berkshires. Ubicada en Lenox, Massachussets, Wharton levantó esté delicado château con arreglo a sus dictados estéticos: luz, orden, simetría. Una larga terraza balaustrada discurría por la primera planta, paralela a una extensa galería que permitía entrar a cada estancia sin necesidad de pasar por las demás. De esta manera, Wharton se aseguraba un espacio independiente, erigiendo un fortín y una tronera donde, de otro modo, solo habría habido una cárcel. Probablemente la gran obra de Wharton fuese esta casa, en la que, durante tres décadas de malavenencia matrimonial, consiguió enseñorearse del espacio doméstico, dotándose de una “habitación propia”. (…) Como dice Lady Uske a Kate Derwent, la heroína de La sombra de la duda: “Querida mía, a partir de los veinte todo en la vida es fingir, y es mucho más fácil hacerlo en una buena casa (…) que sola en una buhardilla”. En esta elíptica obra, los incidentes más melodramáticos de la obra se suceden entre bastidores, de suerte que, como defienden Laura Rattray y Mary Chinery, nos encontramos ante “un melodrama potencial que se niega a ser melodramático”. Transitamos con esta sensación por la mansión de Lord Osterleigh en pleno Westminster, por la casa a orillas del Támesis de John Derwent y hasta por la humilde pensión a la que va a parar Kate Tredennis. Bien mirado, podría decirse que las casas son las auténticas protagonistas en las obras de Wharton. Entren en ellas y pónganse cómodos.
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Autora: Edith Wharton. Título: La sombra de la duda. Traducción: Nadia Khalil Tolosa. Editorial: HUSO Teatro. Venta: Amazon
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