Una historia de amor fraternal y venganza. Abril es una chica más, una chica normal, que quiere ser libre. Pero dejará de serlo cuando un grupo de hombres le arrebaten todo con la llamada droga de la violación, la burundanga.
Zenda reproduce uno de los primeros capítulos del último ganador del certamen Auguste Dupin de novela negra, El deseo eterno, de Ana Ballabriga y David Zaplana.
Arnau estaba furioso, el Ibiza acababa de caer ante el Cartagena. ¿Cómo podían perder en su propia casa contra un equipo venido del culo de España? Pegó una patada a una papelera que saltó por los aires y chocó contra la fachada de una casa. Dio un buen trago a su lata de cerveza y avanzó por carrer Campanitx.
Arnau estaba harto de todo. Estaba harto de los maricones de los futbolistas que cobraban por un partido lo mismo que una persona normal en toda su vida.
Estaba harto de su asqueroso trabajo en un taller de coches, siempre con las manos negras, como un inmigrante de mierda venido de lo más profundo de África. Estaba harto de sus supuestos amigos, que solo querían pillar algo para colocarse y algo para follar. Pero a él ni siquiera le apetecía salir a ligar y malgastar energía tonteando con la guarra de turno. Quería irse de putas para que se la chuparan sin más preámbulos, pero sus amigos no tenían pasta y él no iba a invitar, así que se marchó a casa.
Dio otro trago de cerveza y vio un cartel de un concierto de Chocolate Remix en la marquesina del autobús. Las tripas le dieron un vuelco, reguetoneras lesbianas con pinta de marimachos. Inspiró fuerte por la nariz para reclutar un ejército de mocos que lanzó contra la foto.
Estaba harto de todo, estaba harto de las mujeres, estaba harto de su novia. La muy puta lo había dejado hacía poco, aconsejada por las zorras de sus amigas que le comieron la cabeza. Podía imaginar las milongas que le contaron. «Déjalo. Estas cosas siempre terminan mal. Alguien que te pega, no te quiere». Pero era mentira, él sí la quería. La quería como un hombre quiere a una mujer. Soñaba con su culo y sus tetas cada noche y la habría llevado al altar para convertirla en la madre de sus hijos. Pero la muy imbécil lo había dejado; según decía, porque le daba miedo, porque ya no estaba cómoda con él, ni tranquila, ni confiaba en él. Y todo eso lo soltó por WhatsApp, porque no tuvo los cojones suficientes para decirlo a la cara.
Dio una patada a un contenedor de basura que fue a parar en medio de la calle. Caminó hacia el centro comercial y atravesó el aparcamiento en dirección a la avinguda de la Pau. No había nadie. Con otra patada hizo volar el retrovisor de un coche. Se sintió bien.
Lo único que le llenaba últimamente eran las sesiones de gimnasio. Necesitaba quemar energía, saciar ese malestar que le corroía por dentro. Llevaba casi un año practicando boxeo. El combate le daba vida, ponía en alerta todos los músculos de su cuerpo, descargaba adrenalina, activaba los reflejos y la parte animal del cerebro. La sensación era más intensa y placentera que cualquier droga. Sobre todo, cuando conseguía ensartar un derechazo en el ojo del contrincante o un gancho a la barbilla capaz de desplomarlo con protecciones y todo. Lo habían echado de varios gimnasios, pero encontró uno donde todo valía.
A su novia nunca le pegó en la cara, joder, y ahora se arrepentía. Solo algunas veces, solo cuando lo sacaba de quicio, la castigaba con un hook a las costillas o un directo a los riñones. Bastaba con un puñetazo para dejarla sentada en el suelo, inmóvil, sin respiración y llorando como una niña pequeña. Vale que la última vez el gancho le salió un poco alto, vale que le golpeó en una teta, vale que se le puso negra, que la tuvieron que hospitalizar. Pero fue sin querer. Su objetivo eran las costillas, él no quería joderle las tetas, a él le encantaban sus tetas.
Tomó la pasarela frente al cine para cruzar la avinguda de la Pau y pateó la valla metálica. Una pareja lo observó con desconfianza.
—¿Qué miras, imbécil?
El tipo apartó la vista y aceleró el paso tirando de la mano de la novia. Arnau pensó en darle estopa, pero se contuvo. Aquella pasarela no era un buen sitio para una pelea.
Apuró la cerveza y lanzó la lata contra el siguiente coche que pasó por debajo. ¡Mierda! La lata chocó contra el asfalto.
Siguió caminando. Estaba caliente. Necesitaba desahogarse. Esas zorras le comieron la cabeza a su novia para que lo dejara. ¡Putas!
Iba a golpear la valla cuando la vio. Paró en seco, no lo podía creer. Apretó los ojos y volvió a abrirlos para asegurarse de que no soñaba. La chica pagó el taxi y caminó hacia la pasarela de la que él salía. El taxi arrancó y ella lo miró con recelo. Él siguió como si nada. Ella elevó las solapas del abrigo marrón, para protegerse del frío y lo rebasó a paso ligero. No suficientemente ligero. Él estiró la mano y la agarró por el cuello. La chica intentó gritar, pero no pudo. Le apretó con todas sus fuerzas y la arrastró debajo de la pasarela. La estampó contra una columna de hormigón y dejó un grafiti con la sangre de su cara. La chica trastabilló, atontada, pero podía andar. La arrastró al final de la pasarela la lanzó contra el muro bajo la rampa. Nuevo cuadro color carmín, como el beso de unos labios gigantes. ¡Era un artista cojonudo, joder! Cayó al suelo y se arrastró con la cara ensangrentada y una mano extendida. ¿Pedía ayuda? ¿A quién? ¿A él? Allí no había nadie más y el muro los protegía de la vista de los coches que rondaban la avenida.
—Eres Abril Ferrer, ¿verdad? —le susurró al oído.
Ella no contestó. No hacía falta, sabía que era ella. Vio su foto en WhatsApp, la compartieron unos colegas junto a la noticia de La Gaceta. «Estad atentos por si veis a esta hija de puta. Es una depredadora, una asesina de hombres. Hay que acabar con las zorras como ella». Arnau leyó el artículo, le gustaba aquel periódico, y grabó su cara en el cerebro. Era la peluquera que denunció a unos chavales por violarla después de follar con ellos, con todos a la vez, de forma voluntaria, como demostraba el vídeo que vio en Forocoches.
Esa zorra se había convertido en una especie de icono de las fuerzas feminazis, las mismas que convencieron a su novia para que lo dejara.
Le pegó una patada en la cara y la puta cayó de espaldas. La muy imbécil gimoteaba como una cría y escupía sangre por la nariz y la boca. Saltó encima de ella y le asestó tres directos en el hígado que provocaron el vómito de la primera papilla. Le tocó las tetas, no estaban mal. Le giró la cara y le pegó bofetadas, con 30 suavidad, para despejarla. Abrió los ojos y respiró a trompicones.
—Por favor —suplicó con un hilillo de voz—. Por favor.
Él rio. Estaba disfrutando, joder. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien y gratis.
El deseo eterno es un libro que refleja el ambiente opresivo y machista que nos ahoga. Una novela muy necesaria en estos momentos. —Jesús Lens, director del festival Granada Noir.
La novela negra más feminista desde Estudio en lila. —Sergio Vera Valencia, director del festival Las Casas Ahorcadas.
Novela de tremenda y triste actualidad por el tema que toca, un gran trabajo del tándem Ballabriga-Zaplana, perfectamente estructurado para ser leído de una sentada. —Ricardo Bosque, director del festival VillaNoir.
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Autor: Ana Ballabriga y David Zaplana. Título: El deseo eterno. Editorial: Distrito 93. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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