Estamos ante un libro muy bien titulado –La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez Cuenca–, no sabemos si con un oxímoron o una redundancia, pero en cualquier caso de manera eficaz y atractiva, y eso es lo mejor, quizá lo único bueno. La cosa va de que un intelectual –el autor– recopila citas, dichos, hablillas o didascalias de otros intelectuales –los desfachatados– y los critica, con tanta suavidad en las maneras como ferocidad en las conclusiones. Nada nuevo bajo el sol, pues, y por eso nos preguntamos a qué se debe que, a lo que parece, haya tenido una buena acogida en cuanto a ventas y cierta repercusión en los mentideros digitales donde ahora se remansa la cultureta nacional.
Las razones, obviamente, habrá que buscarlas en la importancia de los criticados, más que en el prestigio del crítico. La contratapa nos informa de que Ignacio Sánchez Cuenca, al que habíamos perdido la pista desde su etapa de articulista en El País, es profesor de Ciencia Política, con perdón. Rascando por otros lados, nos enteramos de sus colaboraciones en páginas informativas de Internet así como de otros libros recientes; singularmente uno dedicado a defender los ocho años de gestión de José Luis Rodríguez Zapatero… y ahí convenimos en que forzosamente estamos ante un tipo peculiar que ha conseguido dar clases de Políticas en una universidad madrileña sin ser de Podemos.
El punto, se preguntará el avisado lector, está en si Sánchez Cuenca tiene o no razón en sus invectivas, sobre todo repasando la nómina de los concernidos: nada menos que Vargas Llosa, Azúa, Savater, Muñoz Molina, Reverte, Juaristi, Cercas… esto, claro, tiene su importancia, o quizá no tanta, pues el autor construye su tesis exclusivamente sobre ejemplos –siempre pocos, y puede que sesgados–; escaso material como para extraer los fundamentos de una crítica absolutamente estructural de la intelligentsia patria.
Un escritor, viene a sostener Sánchez Cuenca, no puede exponer sus puntos de vista en una columna de un diario sobre la crisis, o el terrorismo, o cualquier otro tema sin documentarse como un analista y redactarlo en forma de ensayo. Extracta líneas de artículos donde uno u otro dicen cosas opinables, o en apariencia equivocadas, y tal hecho adquiere la condición de categoría, y es interpretado en clave de soberbia y arrogancia. Y uno le preguntaría a Sánchez Cuenca por qué se imagina que los lectores no sabemos distinguir entre la tesis y el comentario y, dentro de éste último, entre lo congruente y el patinazo. Que Vargas Llosa escriba su artículo de fondo semanal es de agradecer, y si una vez tocó fondo con la hagiografía de Esperanza Aguirre, pues lo compensamos con aquel otro magistral sobre Guerra y Paz de Tolstoi. Y si Savater estaba incubando la gripe cuando se lió mezclando parados y toros de lidia, en su haber pondremos tantas y tantas entrevistas donde su finura y humor amable nos iluminaron. Somos mayorcitos y no nos tragamos cualquier cosa que se nos ponga en letras de molde. Claro está que en ocasiones nos podemos sentir decepcionados por quienes tantas veces hemos admirado, pero qué desagradecidos seríamos si les negáramos la siguiente oportunidad.
Sánchez Cuenca nos descubre ahora la tradición española de opinar de todo y de cargarse de razón, a base de opinar de todo y cargándose él mismo de razón. En eso, es indiscutible su coherencia, pero no justifica pagar los euros que cuesta el libro.
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