¿Realmente un/a autor/a se reconoce plenamente, absolutamente, cristalinamente en lo que escribe, dice o piensa? ¿Podemos hablar de una completa simbiosis, hibridación, ósmosis entre el yo social y el yo íntimo de quien escribe? Más aún, ¿debemos hablar de un yo unívoco, monolítico, y encofrado en una presunta autenticidad? Preguntas abismales, todas ellas, que cuestionan la identificación entre identidad y discurso, entre persona y obra, por no hablar de la del sujeto consigo mismo.
Esa es la genialidad del libro de Noudelmann. Mostrar las aristas en la mente de Sartre, los agujeros de su personalidad, las complejidades y la naturaleza laberíntica de sus decisiones. Sartre no fue uno. Fue muchos Sartres. Claro que le interesaba lo político, y se ensuciaba las manos para defender diferentes causas (renuncia al Partico Comunista Francés, en 1956, tras la invasión soviética de Hungría, movilización por la liberación de Argelia, revueltas estudiantiles y proletarias en Francia y otras regiones…) pero, al mismo tiempo, le aburría sobremanera la política, sus intereses y veleidades. Admirador y amigo de Jrushchov o Mao, se quedaba anonadado, fascinado, con los desfiles militares que organizaban, y que él observaba junto a ellos desde una posición privilegiada de intelectual por encima de las masas. Le fascinaban a él, el defensor de la libertad, del proyecto existencialista que busca la autenticidad a través de la renuncia de imposiciones.
A Sartre, realmente, le pesaba la responsabilidad de la escritura perpetuamente comprometida. Fue prisionero de la cárcel que él mismo se construyó. Para redactar la Critica de la Razón Dialéctica, por ejemplo, una de sus obras más ambiciosas, al intentar aunar la lectura marxista con la existencialista, estuvo enganchado a la Corydrane, una mezcla de anfetamina y aspirina, que le permitía tener una escritura casi automática, en la que su letra traducía simultáneamente los chispazos de su pensamiento (luego el problema le vino a la pobre Arlette Elkaïm, que debía editar, puntuar y reescribir lo que Sartre había escrito en un primer momento). Sartre, verdaderamente, anhelaba la ligereza, los viajes (sobre todo a Italia, Venecia particularmente), el estudio desinteresado de sus autores predilectos (Flaubert, Baudelaire, Genet o Mallarmé, principalmente) bajo la pátina del psicoanálisis existencial. Deseaba huir de la visceralidad que acarreaba el compromiso político, y moverse como una pluma, desinteresadamente, por puro placer estético, por diferentes ciudades y países.
Sartre, el filósofo que jamás fue tomado verdaderamente en serio como tal (tanto que incluso él mismo se cuestiona en múltiples ocasiones su talento como pensador), criticado, por ejemplo, por su admirado Heidegger (en célebre su Carta sobre el Humanismo, en la que Heidegger apunta a Jean Beaufret la incorrecta y superficial lectura de su filosofía por parte de Sartre), llega un momento en que tiene que forzar su prosa para resultar críptico, necesita alambicar su escritura para transmitir la sensación de profundidad y, por consiguiente, de veracidad. Y eso, como no puede ser de otra forma, le pesa, divide y lo desgarra.
Un Sartre que defiende ir más allá del puro dominio racional, que apuesta por la existencia y por consiguiente, por unas categorías que deberían contradecir lo estrictamente cognoscitivo, pero que sin embargo no puede dejarse ir, que teme la irracionalidad, que necesita esconderse en la enfermedad para poder detener el curso de sus pensamientos y acciones y no sentirse culpable por ello; que abniega de la naturaleza inconsciente de los sueños, ya que para él nada puede escapar de los límites de la conciencia. Un Sartre, en definitiva, a quien le daba miedo la autenticidad que tanto predicaba en sus obras.
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Autor: François Noudelmann. Título: Un Sartre muy distinto. Traductora: Laura Claravall. Editorial: Ediciones del Subsuelo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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