La gitana dormida, de Henri Rousseau (1897).
Vine al desierto porque en él todo es puro, fuerte, aislado. El sol, la noche, el frío de la noche, el calor del día… Todo me reconcentra en mí mismo y en la naturaleza. Viajo en jeep y no en camello porque después de todo soy un hombre de mi época, y porque no soy un suicida. Llevo suficiente agua para tres meses, buenos libros y hasta un ordenador portátil con conexión a Internet. Me preparo para el futuro viviendo intensamente el presente.
En el desierto las peleas de mi oficina se ven muy lejos, y las discusiones con mi mujer son tan vagas como los movimientos de la arena… En el desierto el horizonte es una incógnita como cualquiera de nuestras vidas. Sé que voy a regresar, sé que no me va a pasar nada, porque lo tengo todo controlado, pero recorrer el desierto no es como caminar por la Quinta Avenida de Nueva York. Hay tiempo para meditar meticulosamente sobre cualquier cosa, y sobre todo hay tiempo para perderlo a manos llenas.
Escribo correos electrónicos a mi familia, incluso doy algún consejo a mis socios del despacho. Escribo lo que quiero, contesto lo que quiero, me siento perdido para el mundo pero a mi gusto. Dedico el tiempo a leer buenos y largos libros, interminables libros como el desierto, y a recitar en voz alta reflexiones como esta.
Yo no creo que el mundo vaya hacia la autodestrucción, y si va aún queda mucho tiempo para eso. Tampoco creo que el cambio climático nos vaya a devorar en unos años; eso sí, creo que es un aviso, y que hay que prepararse, igual que yo voy perfectamente preparado para esta travesía por el desierto. Tampoco me parece que la raza humana, ahora que la veo tan lejos, y tan “a mi antojo”, sea algo despreciable y maloliente. Si lo es, lo es tanto como yo, y yo no me considero ningún santo. Con mis defectos podría llenar todo esto, aunque también con mis virtudes. Creo que el hombre, ahora que no me oye nadie, es capaz de lo mejor y de lo peor, y que sólo es capaz de lo mejor cuando se encuentra sumido en lo peor.
Vine al desierto… vengo una vez cada cuatro años al desierto para comprobar que sigo existiendo, para tomar conciencia, una vez más, de que existo, y que soy algo más que el sobrepeso, el gimnasio, las facturas, las reuniones y comidas profesionales, el coche nuevo o las notas de mis hijos, que cada vez me preocupan menos. Vengo al desierto para relativizar menos mi vida, para tomar contacto con los absolutos de la vida. Para preguntarme ¿qué eres?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde vas?… Y cuando vuelvo y les digo a mis amigos que encuentro respuestas, al principio dicen “pues qué bien, qué envidia me das, ojalá yo pudiera hacer mismo…”, pero al poco tiempo dicen “no me lo creo, nos estás tomando el pelo, ni que fueras un Buda”.
Vine al desierto buscando lo que sólo el desierto nos puede dar. Vivimos tan envueltos de humanidad, tan metidos en nuestro remolino, que ya no sabemos separar unas cosas de otras, como un científico, como un cirujano cuidadoso. En el desierto en principio no hay nada, y cuando estás solo frente a él, lo que eres se levanta como una montaña, y es fácil saber, con tiempo y paciencia lo que esconde esa montaña. Estoy seguro de que dentro de cualquier persona normal, mi mujer y mis hijos, por ejemplo, que han aprendido a soportar estos viajes míos… o esos mismos amigos que me preguntan incrédulos por mis experiencias, encontrarían lo mismo que he encontrado yo entre estas dunas.
Y por supuesto, poco a poco aprendes a ver en el desierto lo que hay dentro de él. La altura del sol y las diferencias de la luz, el brillo distinto a cada hora, la riqueza del oasis esquivo, los sonidos de la noche en el desierto. Todo hay que conocerlo para apreciarlo, y a veces hay que separarse del mundo para ver nuestro interior, limpiarlo y trascenderlo, de la forma más sencilla posible, menos misteriosa.
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