Otro catorce de diciembre, el de 1702 según el antiguo calendario lunisolar japonés, hace hoy 320 años, 47 hombres de honor se disponen a vengar la afrenta perpetrada a su señor. Con el mismo aplomo mostrado cuando se trataba de matar, castigados por el desquite, se dispondrán a morir a partir del dieciséis de febrero de 1703. No dudarán puestos a abrirse el abdomen de izquierda a derecha, volviendo posteriormente al centro, para terminar el corte subiendo la hoja del tantō —el pequeño puñal con el que se practica el ritual— hasta el esternón. De este modo se desentrañarán hasta expirar, tras una agonía de varias horas, en una sublime muestra de lealtad.
Sí señor, corrían días tan pretéritos que, según algunos de los comentaristas de las distintas leyendas que inspiró esta gesta, aún no se había escrito el Bushidō, el camino del guerrero, el código de honor de los samuráis. Recogido, al cabo, en el Hagakure, esta guía moral del oficio de las armas en el país del Sol naciente, tuvo su mejor ejemplo en los 47 rōnin. Aunque desde el primer momento, desde esa injusticia —que a decir de los que empezaron a matarse el dieciséis de febrero de 1703 fue el origen de esta historia—, hasta el suicidio colectivo y por tandas, todo en el Incidente de Ako —como también se le conoce en alusión al pequeño feudo al oeste de Honshu donde tuvieron lugar parte de los hechos— rezuma esa épica de la que surgen las leyendas.
Pero se trata de un acontecimiento histórico, un momento estelar de la humanidad porque pocas veces ha rayado tan alto la lealtad de los hombres de honor. Un apunte de la historia de Japón que irradia al mundo entero. Tan verídico como ese incienso que, 320 años después, los japoneses del siglo XXI aún prenden en las lápidas de los 47 valientes en el cementerio de Sengaku (Tokio) en honor a su memoria.
El Japón que asistió emocionado al último servicio de los 47 rōnin fue el del Periodo Edo, que se prolongó entre 1603 y 1868. Dos daimios de los de entonces —el equivalente a los señores feudales de Occidente—, Asano Takuminokami Naganori y Kira Kozukenosuke Yoshinaka, discutieron en la casa del sogún de Edo. Según las normas de cortesía de la época, aquel no era un sitio para pendencias y menos para desenvainar el wakizashi y asestar con él un mandoble a Kira. Eso precisamente fue lo que hizo Asano cuando Kira le insultó. Al verlo, el sogún ordenó a Asano que se hiciera el harakiri siguiendo la tradición. Porque sólo matándose de esta manera podían expirar sus culpas los guerreros que hubieran robado, asesinado o cometido cualquier corrupción. Asano no se lo pensó dos veces, le ordenaron desentrañarse y se desentrañó.
Tras su muerte, sus 200 samuráis se convirtieron en rōnin. O lo que es lo mismo: samuráis sin señor. Una tropa de dos centenares de hombres se vio de pronto sin guerra que librar. Los más, decidieron dispersase y vagar por los caminos como un ejército vencido y sin patria a la que regresar. Pero una sesentena resolvió juramentarse para vengar la muerte de su daimio. El documento que les unía fue firmado con sangre. No hubiera podido ser de otra manera.
Kira, que como todos los señores de los calendarios antiguos sabía cómo actúan los hombres de honor, reclutó una guardia tan numerosa que hizo que los guerreros de Asano trazasen un plan. Básicamente consistió en esperar. Año y medio, a decir de algunos estudiosos; otros sostienen que fueron dos.
Durante esos meses, además de acariciar lentamente su desquite, se dieron al sake, las geishas y demás ocupaciones de los guerreros sin daimio por el que luchar. Se trataba de que Kira y el sogún —quien había ordenado a su hueste que marcase de cerca a los rōnin, porque también sabía cómo actuaba en tales circunstancias la gente de calidad— se creyesen que los antiguos guerreros de Asano se habían echado a perder entre la taberna y el burdel. Aquellos, hay que insistir, eran los tiempos en que la calidad de una persona venía dada por su honor.
Año y medio o dos años después, cuando la vigilancia del sogún empezó a remitir y Kira, también confiado, redujo la guardia que protegía su casa, los antiguos guerreros de Asano se volvieron a reunir. De los 60 juramentados, sólo 47 acudieron a la cita.
La noche del catorce de diciembre de 1702 nevaba copiosamente. Los 47 rōnin se dividieron en dos grupos. El primero atacó la residencia de Kira por la vanguardia; el segundo se ocupó de la retaguardia. De los 41 hombres, que entre criados y samuráis se encontraban dentro cuando la venganza se cumplió, diecinueve hallaron la muerte, el resto fueron heridos de diversa consideración. Nadie quedó ileso. A Kira le ofrecieron la posibilidad de practicarse un seppuku con el mismo tantō que se lo hizo Asano. Como se negó, fue decapitado por los rōnin, quienes clavaron la cabeza del felón en una pica frente a la tumba de su daimio.
Acto seguido, 46 de los 47 rōnin se presentaron ante el sogún, quien les ordenó que se quitasen ellos mismos la vida como los hombres de honor. Mejor morir así que no ejecutado como los criminales. Empezaron a matarse el dieciséis de febrero de 1703. Escritos ya los poemas de despedida, los valientes fueron abriendo sus kimonos —blancos, porque ése es el color con el que entierran a los muertos en Japón— para ir rajándose el abdomen por tandas en los días sucesivos. Ōishi Chikara, el más joven de todos los suicidas, aún era un adolescente: sólo tenía dieciséis años cuando se mató. Terasaka Kichiemon, el compañero que faltaba, estaba contando la historia de los hombres de honor. Cuando empezó a correr la voz, volvió para presentarse ante el sogún de Edo. Éste, impresionado por la lealtad de los rōnin, le indultó. Al cabo de los años, cuando murió, fue enterrado junto a sus camaradas.
El diplomático británico Algernon Bertram Mitford fue el primero que contó a los occidentales la historia de los 47 rōnin. Fue una de las reunidas en su Tales of Old Japan (1871). En español, Jorge Luis Borges la incluyó, con el título de El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, en su Historia universal de la infamia (1935). Corría 1970 cuando Yukio Mishima debió de pensar en ellos cuando él también se desentrañó. Y al otro lado del mundo, en un tiempo de mercadeos, cuando la infamia prima sobre el honor y la lealtad, la historia de los cuarenta y siete rōnin se convierte en un símbolo de esperanza, como lo fue el Daily Planet a la gran ciudad de Metrópolis en los días de Superman. Así se escribe la historia.
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