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El desvío de los sentidos, de Luisgé Martín

El desvío de los sentidos, de Luisgé Martín

El desvío de los sentidos recoge cronológicamente los artículos publicados por Luisgé Martín entre 2014 y 2022 en diversos medios de comunicación, entre los que se encuentra Zenda. Centrados en gran medida en la cultura gay, estos textos analizan los cambios culturales experimentados por el colectivo LGTBI a lo largo de la última década.

En Zenda reproducimos el Prólogo de El desvío de los sentidos (Laetoli), de Luisgé Martín.

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Prólogo

En la autobiografía sentimental que publiqué en 2016, El amor del revés, cuento que a los catorce o quince años, cuando descubrí que era homosexual, juré que nadie lo sabría nunca, que moriría con ese secreto, que callaría para no llenarme de infamia y no avergonzar a mi familia.

No lo cumplí. No callé, no viví escondido. Pero además, al cabo de los años, comencé a hacer lo posible, desde la modestia de recursos que siempre tiene un escribidor, para que otros no cometieran los mismos errores que yo había cometido. Comencé a hablar de lo que a mí me había ocurrido, de mi homofobia, de mi terror a ser rechazado y de todas las discapacidades sentimentales que la adolescencia me había dejado, quizá ya para siempre.

Y comencé a hablar también del mundo LGTBI, de las discriminaciones que se mantenían, de algunas contradicciones y de algunas obsesiones recurrentes.

Con los años he ido comprobando un hecho que no sé si es triste o gozoso: cuando varios homosexuales se reúnen —para una cena, un café, una charla informal— acaban inevitablemente hablando de su experiencia de descubrimiento y de revelación. De cómo se sintieron en la adolescencia. De qué obstáculos tuvieron. De cómo salieron del armario. De cómo evolucionaron. Es algo recurrente. Hombres de sesenta o setenta años —con hombres de veinte— desovillando cada vez la madeja de su identidad, empujando la roca de Sísifo con unos brazos cada vez más menguados y flacuchentos, abriendo su corazón como si estuvieran en un mostrador de casquería. El trance se convierte en algo tan decisivo que nunca desaparece del relato de la vida. Incluso entre viejos amigos, que lo saben todo unos de otros, sigue habiendo ocasiones para la evocación. Melancólica o exaltada. Recuerdos de los tiempos difíciles.

Ser homosexual o lesbiana o transexual es, en este sentido, como ser prisionero de guerra, víctima de una violación o heredero de una monarquía reinante. No puedes huir de ello, vuelve siempre. No necesariamente de forma traumática —cada vez menos, por fortuna—, sino como una presencia densa que ocupa la mayor parte de la existencia y la define.

No sólo hablo de quienes siguen sufriendo por la soledad, ni de los activistas que encuentran un sentido militante a su vida, ni de quienes fueron repudiados por su familia o abandonados por sus amigos. Hablo de todos, casi sin excepción.

¿Es algo triste? Quizá. Parecería, psicoanalíticamente hablando, que hay un tipo de pus que no termina de deshacerse nunca. Pero visto desde otra perspectiva, es justo todo lo contrario, una actitud feliz. Porque la mayoría de las personas no tienen ni tendrán nunca algo vitalmente tan valioso como eso. Yo creo haber aprendido a lo largo de los años que la intensidad es un valor en sí mismo. Es lo que le da un peso específico a la vida. Y aunque a menudo suelo repetir que preferiría haber sido un ser anodino pero permanentemente feliz, nunca estoy seguro de que sea del todo cierto.

En todo caso, en esta colección de textos hay un poco de esa necesidad incombustible de hablar acerca de ese desvío de los sentidos. Desde cualquiera de los ángulos. Desde los libros, desde el cine o desde la política, que, bien entendida, abarca todos nuestros comportamientos sociales y civiles.

Cuando estudiaba filosofía en el bachillerato, aprendí mejor que ningún otro el mandamiento cartesiano de la duda metódica: duda de todo, y sobre todo duda de lo que crees que no debe dudarse. Ahí empezó tal vez un modo de comportarme un poco intemperante y levantisco; un gusto singular por la provocación y la pendencia dialéctica. Si en algo hay unanimidad, me resulta sospechoso y trato de dudar metódicamente. A veces ratifico la unanimidad y otras veces la pongo en cuestión, con medias o sin medias tintas. Pero en otras ocasiones —no sé si las más abundantes— encuentro razones para atacar un postulado ante sus defensores más encendidos y para defenderlo ante sus detractores cerriles, de modo que, dependiendo del auditorio en el que me encuentre, organizo la polémica de una manera u otra. Esto, aparte de por una atracción exagerada hacia la disputa de sobremesa, nace del convencimiento de que la molicie intelectual no conduce a ningún sitio y de que la única forma de progreso pasa por la confrontación de ideas.

Digo todo esto porque nuestra época tiene dos males peligrosos: la consolidación de los clichés y de la uniformidad a través de las redes sociales; y la regresión moral, el puritanismo. La primera no es nueva en mi vida, pero está más acentuada por el efecto de la tecnología. La segunda sí es nueva: hasta ahora me había tocado vivir un tiempo de apertura mental continuada y creciente, de ensanchamiento de los límites de la libertad, desde el franquismo; y en la última década —al menos— el proceso se ha invertido, vamos hacia atrás. El triunfo de lo políticamente correcto y de la cancelación urbi et orbi, defendida además desde los espacios que antes pertenecieron a la izquierda libertaria, ha traído un puritanismo que da mucho miedo. La confluencia de mensajes entre los reaccionarios clásicos y los izquierdistas ungidos —en asuntos como la revolución trans— está dejando un panorama desolador.

Por eso algunos textos aquí incluidos, como “El deseo”, publicado en noviembre de 2017, desgraciadamente ya no se corresponden con la realidad, y justamente por eso me parece más necesario que nunca insistir en lo que defendían. El movimiento LGTBI ha sido, desde que yo tengo uso de razón, un espacio ejemplar de libertad, pero la mojigatería también ha llegado a él. Y eso es un síntoma de que las cosas, en nuestra época, no marchan bien. De que la hora del esplendor en la hierba y de la gloria en las flores se ha esfumado desdichadamente.

Los textos recogidos en este libro fueron publicados antes en diversos medios, sobre todo en la revista Shangay Express y en Zenda. Abarcan desde 2016 hasta 2022, aunque se incluyen dos textos previos por un deseo personal. Los he ordenado cronológicamente, siguiendo el consejo acertado del editor, pues así queda también el rastro del paso del tiempo en todos los sentidos (y en su desvío). He eliminado todos los textos que estaban demasiado pegados a la coyuntura o que, por cualquier razón, no me parecía que merecieran el honor reiterado de la imprenta. De los que quedan, sólo uno de ellos —que contenía errores— ha sido corregido más allá de lo que es siempre aconsejable en este tipo de recopilaciones.

En el libro hay dos textos, muy distintos, que se refieren expresamente a la cuestión de la escritura gay. ¿Qué es? ¿Existe? ¿Mantiene su sentido en la tercera década del siglo XXI? Creo que estas preguntas, también recurrentes, son ociosas y enredadoras. Unamuno respondió a la cansina pregunta de qué era una novela diciendo que una novela era cualquier cosa en cuya cubierta se pudiera poner la palabra “novela”. De la misma forma, la literatura gay —la escritura gay, porque estos textos no son, en el sentido más ortodoxo, literatura— es todo aquello que trate asuntos gais, con personajes e historias LGTBI y con una voluntad artística.

Esto, por lo tanto, es sin duda escritura gay. Habla de los conflictos LGTBI, de libros y películas LGTBI, de los sentimientos, las decepciones y los sueños de las personas LGTBI. Me siento orgulloso —orgullo, esa palabra— de que aquel muchacho que juró que nunca nadie sabría que era homosexual haya sabido acabar escribiéndolos. Mejor o peor, pero alejado en las antípodas de aquel juramento escalofriante y sombrío.

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Autor: Luisgé Martín. Título: El desvío de los sentidos. Editorial: Laetoli. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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