A mi hija le han contado en la guardería el cuento del lobo feroz. Desde entonces, canta insistentemente una cancioncilla que, la verdad sea dicha, no da mucho miedo. Sin embargo, en la casa de Antonio Soler el cuento del lobo era real y terrorífico. Se lo contaba su abuela materna cuando él se lo pedía de niño. Ese fue el cuento de su infancia, un viaje a los infiernos compartido con muchos malagueños. Una historia que acompañó a todos hasta el fin de sus días, pero que cada protagonista vivió y recordó de forma diferente.
El lobo acechaba. Desde los pueblos una riada humana llegaba a una ciudad hambrienta y enferma. “Ni un fusil más para Málaga”, dijo Largo Caballero. La República no intentó siquiera defender la ciudad y, ante la cercanía del enemigo, los responsables de la defensa huyeron vilmente dejando a la población a merced del terror que se avecinaba. El pánico se adueñó de los malagueños. La matanza de Badajoz, el miedo al Tercio, a los moros y las amenazas radiofónicas de Queipo de Llano justificaban aquella huida desesperada.
La ciudad se desbocó e intentó encauzarse a través de la carretera de Almería, única salida no tomada por las tropas fascistas. La “desbandá”. Miles de hombres, mujeres y niños —las cifras, dice Soler, han sido una batalla más—, caminando desesperadamente por una tortuosa carretera que bordeaba el Mediterráneo. Mientras, la armada franquista y los aviones nazis bombardeaban a los huidos sin piedad. Día tras día. Noche tras noche. Se hicieron tristemente célebres los nombres de los barcos inmisericordes: el Canarias, el Baleares y el Almirante Cervera.
Tiro al plato. Al malagueño. Un sádico ejercicio criminal y salvaje. El lobo mordía y mataba. La familia de Soler recordaba “el estruendo de los motores, el zumbido de las bombas y la metralla”. Los “amasijos de ropa y carne en la cuneta. Sangre, lodo, humo. La silueta de un perro negro. Un hombre ahorcado, un niño muerto dentro de una maleta…”
Niños, muchos niños. Se pierden entre las carreras bajo las bombas. Los llaman a gritos. Algunos mueren. Una madre muerta y un bebé mamando de su pecho. Hay mucho de Málaga en el Guernica. La matanza fue olvidada, pese a que en su día fue cantada por Alberti, Malraux, Brecht, Altolaguirre o Neruda.
Mis abuelos, poco más que adolescentes, vivieron aquello junto a la hermana pequeña de mi abuela. En una noche negra, en uno de los muchos días de camino, la niña cayó a un río y empezó a gritar creyendo en la oscuridad que se ahogaba. Mi abuelo se lanzó valiente tras ella, golpeándose brutalmente contra las piedras del riachuelo. Mi abuela, diminuta como era, sacó la fuerza necesaria para arrastrarlos durante kilómetros. Almuñécar, Motril, Almería… Luego llegaría Valencia, Barcelona, el paso a Francia (otra vez una carretera), el campo de concentración de Argelès-sur-Mer…
Yo no tuve edad para preguntarle nada a mi abuelo. Él hablaba poco, como los hombres de antes, y menos aún de la guerra y sus penalidades. Sí recuerdo mi alegría al encontrármelo en el Paseo del Parque, caminando junto a otros compañeros de quinta. Bastón y boina, ligeramente guerrillera. Yo iba de la mano de mi padre y estudiaba primero o segundo de jazmines. Hoy a mi padre se le va poniendo la cara de mi abuelo, a mí la de mi padre, y yo llevo a mi hija de la mano por el mismo suelo primero del Parque que vio pasar aquella marabunta que caminaba hacia la muerte.
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Arcadia en llamas: República y guerra civil en Málaga, 1931-1937, Francisco Chica (Ed.). Editorial Renacimiento, 2011.
La canción del soldado, Chambao (BSO Caleta Palace, 2023.)
El día del lobo, Antonio Soler. Espasa Calpe, 2024.
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