Entre las películas elegidas como mejores de 2022 por los críticos y medios especializados hay dos que no he visto enteras porque me salí del cine. Salirse del cine es raro, infrecuente y no poco violento. A lo mejor me he salido del cine seis o siete veces en mi vida, pero el año pasado estos abandonos a la mitad de una película por la que has pagado nada menos que doce euros alcanzaron su plusmarca. Salirse dos veces del cine en un solo año no me había pasado nunca.
Fueron Todo a la vez en todas partes y Mantícora las damnificadas por mi impaciencia. No es poco desacreditador para un comentarista de películas salirse de dos de los filmes más celebrados del año. Dormirse, cambiarse de sitio, comer palomitas o ir demasiadas veces al baño no le llega ni a la suela de los zapatos en descortesía a ese acto radical y definitivo que es salirse del cine con la película a la mitad. Supongo que es lo peor que puede oír un director de cine: “Me salí de tu película, tío”.
Según yo lo veo, una película de la que te sales no es siempre peor que otra que ves hasta la secuencia de créditos. Abandonar una película puede no tener que ver directamente con su calidad, y sí con cierto malestar retiniano que te ha acabado venciendo. Me parece que Todo a la vez en todas partes y Mantícora están bien, pero me pareció, en la sala, que ya había visto bastante y la vida merecía más la pena fuera del cine.
Salirse del cine es un arte difícil, o puede serlo. Hay dos formas de iniciar esta deserción. Una, que creo que es lo que me pasó con Todo a la vez en todas partes, es impulsiva. De pronto, te levantas y te vas. Es una manera de irse que tiene muchas ventajas. No piensas, por ejemplo. Porque, si piensas, entonces entras en un extraño juego de protagonismo quimérico. Es lo que me sucedió con Mantícora.
Hubo un momento en la película de Carlos Vermuth en que la idea de irme se me pasó por la cabeza. La dejé estar. La dejé estar a lo mejor 20 minutos. Me quiero ir, me decía a mí mismo desde la fila ocho del Ideal. Me quiero ir. Pero, como no me había ido ya y sin más y punto, de pronto no sabía cómo hacerlo. De pronto 20 minutos deseando irme me hicieron pensar que todo el mundo en la sala iba a notar mi marcha y a juzgar mi marcha. Y eso fue lo que me entretuvo durante media hora, más que la propia película.
Primero, asumí que quería irme, y que sólo debía esperar la ocasión propicia. Como estaba acumulando muchas ganas de marcharme, sólo pensaba en cómo hacerlo, y empezó a agobiarme molestar a los demás espectadores, y con eso me obsesioné.
Primero miré la puerta de la sala que debía enfilar. Dudé entre la puerta de entrada propiamente dicha y esa puerta de salida que sólo se hace visible cuando acaba la película y se encienden las luces. No sé por qué dudaba entre ambas puertas. Quizá porque la puerta de salida es para cuando la película termina; quizá de las películas a la mitad debes salirte por la puerta por la que has entrado.
Pero alguien fue al baño (según supe luego, hubo un lapso de tiempo en el que alguien había abandonado también la película, pero volvió), y al ir al baño por la puerta de entrada a la sala un muy desagradable haz de luz invadió el patio de butacas, lo que me desaconsejó muy convincentemente tomar esa puerta para irme. Debía ir hacia la puerta que no se veía.
Tomada esta decisión, mientras en la película el protagonista se mudaba de casa, pensé en qué momento debía salirme. Al igual que la muerte a tiros de Hank en Breaking Bad, la decisión estaba tomada hace mucho, y era raro saberse decidido y, sin embargo, no acabar de decidirse.
Mi marcha era un relato en paralelo al relato de la película, una conversación narrativa. Así, no podía salirme (deduje) en una escena climática, emocionante o fuerte, porque les cortaba el rollo a los demás espectadores. Durante una escena sexual (casi la única que hay en la película, al menos hasta que yo me salí) tampoco vi adecuado desertar: la gente iba a pensar que no me gustaba la escena sexual, que me ofendía y que era yo un mojigato. Dense cuenta de la cantidad de cosas que piensa uno simplemente para irse a la calle dejando una película a la mitad.
Pensé, entonces, que lo mejor era irse en una escena valle, aburrida, transitoria, pero justamente la película, en su tramo central, era toda ella muy valle, tan plana que me dio la impresión de que todos los espectadores se aburrían igual que yo, y que claramente un tipo que se va de pronto sería más interesante de mirar que la propia película. No quería que todo el mundo me mirara irme.
Se me ocurrió esperar a que otro espectador se marchara, de modo que pudiera yo seguirle, como dándome la razón a otra persona decepcionada, como “yo soy Espartaco y también me salgo del cine”. Pero la verdad es que nadie, salvo yo, quiso irse de Mantícora.
La película me irritaba, porque yo quería ver algo duro y estomagante, y llevaba media hora (el segundo acto) que eso parecía una película de Jonás Trueba, con dos enamorados hablando sin parar de cosas cotidianas y yendo a comer a casa de uno u otro y así todo. De pronto (spoiler) un padre murió, y no podía irme porque acababa de morir el padre de uno de los personajes, y me parecía poco elegante irme justo ahí.
Sin embargo, por lo que sea, se me ocurrió retar a la película, retarla para mal. Me dije: “Cómo la siguiente escena sea un tanatorio, me voy”. Mantícora iba, como digo, muy lenta, muy predecible, sin elipsis y todo seguido la vida insípida de una pareja reciente. Escena: muere el padre. Escena: tanatorio. Si salía un tanatorio, me iba a ir, le comuniqué mentalmente a Carlos Vertmuth.
Salió un tanatorio y me fui.
Me gustó mucho irme porque ya sabía lo que iba a pasar en la película, con un motivo concreto e indiscutible, en lugar de irme en una escena a voleo.
El breve camino hasta la puerta invisible fue tenso, pero la puerta se me apareció fácilmente en mitad de la oscuridad. Supuse que a los demás espectadores, a aquellos que me vieran desistir de la proyección, se les pasaría por la cabeza lo que se me pasa a mí por la cabeza cuando veo a otro irse del cine: ¿esta película no es lo suficientemente buena para ti, pero sí para mí? Hay algo ofensivo en ese “ahí os quedáis” del espectador dimisionario, como si les dijera a los otros: “Sois tontos por estar aquí encerrados viendo esto en lugar de iros, libres, a la calle”.
Cuando pisé la calle sentí un enorme alivio, en efecto, mezclado con la desazón de haber entrado siquiera a ver la película, de haber pagado esa obscenidad que son doce euros por ver algo que podré ver gratis en alguna plataforma (prácticamente gratis) en unas pocas semanas. De hecho, lo que pensé fue que nunca más iba a volver al cine en mi vida, que la gran pantalla se había acabado para mí.
En mis años de estudiante iba al cine todos los jueves. No he vuelto a ir desde que me fui de una estúpida comedia americana. Es más, he acabado por (casi) no ver cine actual. Luego le di pasaporte a la tele y compré un buen aparato de música, para escuchar los discos atesorados durante un par de generaciones. Compré un caballete, unos lápices, una guitarra. Ya tenía una buena biblioteca y algunas botella de vino. Lo puse todo junto, en el mismo espacio. Un lugar amplio, desde el que se puede contemplar la caída de la hoja y las tormentas eléctricas. No nos conformemos con el pienso. Respiro mucho mejor, duermo de maravilla y me siento de cine desde que me he hecho selectivo.