El premio Nobel francés André Gide; el poeta y narrador afroamericano Richard Wright, autor de Hijo de esta tierra, uno de los relatos más crudos sobre el racismo en su país; el luchador antifascista y novelista italiano Ignazio Silone; el poeta británico Stephen Spender; el narrador y ensayista Arthur Koestler, y el periodista estadounidense Louis Fischer, biógrafo de Lenin y Gandhi, cuentan cómo la búsqueda de un mundo mejor y el rechazo a las injusticias del capitalismo los llevó a abrazar el comunismo como una nueva religión, defendiéndola con el celo del converso.
Zenda adelanta el prólogo de Félix de Azúa a esta nueva edición de El dios que fracasó, publicada por Ladera Norte.
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La sombra de Dios es contrahecha
Por Félix de Azúa
Revolviendo en los libreros de viejo encontré hace unos años una pieza estimable: The God That Failed, volumen editado por Richard Crossman en 1949 que contiene seis historias: las de seis conversos al comunismo que acabaron abominando del mismo. ¡Pero vaya conversos! Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide e Ignazio Silone cuentan cómo entraron en el Partido y por qué lo abandonaron. El año de edición, en los comienzos de la Guerra Fría, hizo que la obediencia a Stalin lo determinara como panfleto de la CIA (hoy habrían dicho «facha»), de modo que sólo ahora se puede leer sin gafas negras. Es fascinante y merece esta reedición.
Las seis historias son apasionantes. El húngaro apátrida, el señorito anglosajón, el periodista americano, el negro del Misisipi, la máxima celebridad literaria europea (entonces) y uno de los fundadores del Partido Comunista italiano no pueden ser más distintos y, sin embargo, la melodía de su canción es la misma. Aquello que los llevó al Partido fue un acto de generosidad y entrega, el dolor de una injusticia intolerable, el abuso depredador de los poderosos, la hipocresía y el egoísmo de los magnates, la inadmisible miseria de los desvalidos, el cinismo de los políticos, el ascenso del totalitarismo.
Asombrosamente, esos fueron también los motivos que los llevaron a abandonar el Partido y en algunos casos a luchar denodadamente contra su influencia: el cinismo de los estalinistas, la criminalidad del sistema, el totalitarismo soviético, la corrupción de los cuadros, la inmoralidad de los camaradas… como ahora ocurre con el cinismo y la corrupción de Cuba. Y otro elemento que a veces se olvida: la beocia absoluta del ideario y la ineficacia colosal de su aplicación.
De todos, el mejor armado para explicar la historia es Arthur Koestler, no solo por su calidad literaria (¡qué cursi queda el pobre Gide al lado del perfectamente actual Koestler!), sino sobre todo por la agudeza de su pensamiento. Koestler ha relatado luego sus años comunistas en los volúmenes autobiográficos, pero en este breve relato de apenas 60 páginas hay una frescura, una espontaneidad, admirables. Todavía estaba vivo el dolor de la ruptura, el abatimiento de la decepción. Aún vivían algunos amigos cuyo nombre no podía mencionar porque seguían en la URSS. Todos ellos acabaron siendo asesinados.
Aunque es imposible dar cuenta de toda la información que ofrece Koestler, hay puntos relevantes para la política actual. El principal es que, como intuyó Dostoievski, no hay fuerza que induzca mayor unidad gregaria que el crimen compartido. Era precisamente el conocimiento de las monstruosidades de Stalin lo que mantenía la cohesión del grupo de cómplices. De no haber habido millones de víctimas, quizá en algún momento se habría podido proceder a la sustitución del tirano, pero los cuadros del Partido sabían que la desaparición de Stalin arrojaba una montaña de cadáveres sobre sus cabezas. Aplíquese el caso a ETA y se entenderá por qué es monstruosa la colaboración que les ha ofrecido Sánchez.
El segundo punto es la fe como estupefaciente del alma atribulada. El sentimiento religioso de los comunistas es asunto conocido y sigue muy presente en los partidos de extrema izquierda. Crossman cree que el comunismo hizo estragos mayores en los países de tradición católica, habituados a la sumisión, que en los de tradición protestante, donde hay más recursos contra la arbitrariedad. De todos modos, no estoy seguro. En la Alemania del norte cundió el comunismo prebélico, aunque es cierto que estaba potenciado por el ascenso de los nazis de Colonia para abajo. El beneficio principal de la fe es que el atribulado puede dormir en paz porque sabe que hay un Ser Supremo que conoce con toda exactitud lo que debe hacerse. Y sólo hay un pensamiento posible: el nuestro. Koestler habla con ironía de la distinción entre «pensamiento mecanicista y pensamiento dialéctico» que usaban los jefes de célula para adormecer a los acólitos. Todo lo que proponía el Partido era dialéctico, y cualquier argumento que se apartara un milímetro era mecanicista. Sobre todo, cuando lo que planteaba el Partido era idéntico a lo que proponían los nazis. El pensamiento de un nazi era mecanicista, pero el mismo pensamiento se convertía en dialéctico si lo decía un comunista. Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla.
El tercero es la convicción de haber sido iluminado por una verdad oculta que convierte a quienes la ignoran en social fascistas, pequeñoburgueses sin seso, lacayos del imperialismo, neocones o cualquier otro calificativo que se le dé al hereje: es la célebre superioridad moral de la izquierda. La bunkerización ideológica, tan feroz entre los etarras y los podemitas, expulsa del grupo a cuantos tengan la pretensión de pensar por sí mismos. Ese es el filtro que garantiza que todos los camaradas sean almas muertas sin cerebro ni voluntad, compañeros de viaje o tontos útiles, que de todos estos modos fueron calificados por sus jefes.
Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad, me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata y se autodenomina «progresista». Pero es que la religión y la compasión por la desgracia ajena es eterna, pero sólo porque permite la vida de unos clérigos que aprovechan esa debilidad para engordar sus barrigas y sus cuentas corrientes. El Partido es el parásito de un cristianismo cadáver.
Félix de Azúa, septiembre de 2023
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Autores: Arthur Koestler, Ignazio Silone, Richard Wright, André Gide, Louis Fischer y Stephen Spender. Título: El dios que fracasó. Traducción: Elena Tarrod. Editorial: Ladera Norte. Venta: Todostuslibros.
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