Una rata del tamaño de un gato. Un yonki con espasmos. Así me recibe Brooklyn. Allí dos calles marcan la difusa frontera entre un apacible y aburrido barrio hipster y el escenario de una novela de Jonathan Lethem. Parece que a mí me va a tocar lo segundo.
Ni rastro de Lena Dunham ni de Matt Berninger en sus aceras. Solo hay viejos borrachos y jóvenes musulmanes que venden faláfel en tiendas abiertas las 24 horas. En el toldo de una de ellas luce un escudo del Barça, el fondo es amarillo; aquí nadie tiene intención de arrancarlo, por ahora. Al lado de la tienda hay un cajero de ATM. Una mujer embutida en unas mallas —fabricadas para abarcar solo la mitad de su cuerpo— saca dinero de él. El silencio de la noche me permite oír claramente el sonido de las teclas. Miro hacia allí. Adivino algo en el visor de la pantalla. Ella se da cuenta y lo tapa con la mano. Me mira desafiante. Sigo andando. Mi pareja y mi hija no me siguen el ritmo. Paro unos minutos. La mujer del cajero se acerca hasta mí y me susurra al oído: Dame el fuego, toma el fuego. Justo en ese momento, un halcón sobrevuela mi cabeza.
Como comentaba, en Brooklyn dos calles de distancia pueden ser la división entre dos mundos totalmente opuestos. Su mapa es como el de Juego de Tronos. Los negros se convierten en latinos y los latinos en blancos. No tan blancos como en otros barrios, pero blancos. Quinientos metros más tarde, descubrimos que nuestra calle es de negros. Al día de siguiente de llegar, mientras recorremos Tompkins, mi hija me dice: «Aquí todos son marrones, como mi amiga del colegio». Marrones. No dice negros. Para ella el color es una anécdota, pero aquí es palmario, en Brooklyn pesa: en el metro, en el supermercado, en los callejones. Black Lives Matter, lo puedes leer en los bolsos, en las camisetas, en las gorras, en sus almas.
Brooklyn está lleno de tiendas de uñas —en las que hacen extensiones, te echan las cartas y te venden historias para tu próxima novela—, ultramarinos —llenos de productos orgánicos que solo compra un chico enclenque que llega en bici y se parece a rabiar a John Savage en Do The Right Thing— , aceras con bolsas de basura rotas, calzadas con socavones, letreros luminosos, grafitis que dicen algo, otros que lo intentan, muchos que no son nada. Hay modernos dentro de los cafés y chicos afuera de ellos que esnifan pegamento; parques llenos de aprendices de Lebron y barbacoas en las calles; chicas «Girls» y chicas «Precious»; todo tan igual y todo tan diferente.
Al día siguiente, antes de volver al apartamento cojo la cena en una tienda de mi calle. Un pequeño supermercado con un puesto de cocina en vivo dentro. En la caja está Fahim. Lleva un camiseta del Borussia de Dortmund, aunque no sabe qué equipo es el Borussia de Dortmund. Se la regaló su primo y para él eso es suficiente. Mientras preparan los noodles hablamos de España, de mí, de Zenda, de mi próximo libro y de mi viaje. En cinco minutos le cuento más cosas que a muchos amigos en cinco años. También compro una botella de vino australiano en la licorería de al lado, donde hay unos chinos asustados que miran al mundo desde un cristal blindado. Después en el apartamento, mientras me sirvo una copa del Chardonnay helado, pienso que quizás yo también la observo de la misma manera.
El último día en Brooklykn me acerco hasta su Museo. El paisaje es diferente. Celebraban el gran acontecimiento cultural de este 2018 en el barrio, la exposición de David Bowie. Nadie me parece más acertado para representar las contradicciones de este lugar. Un blanco con alma de negro. Un cantante que fue muchas cosas y ninguna. Así es Brooklyn.
De vuelta al apartamento apuro las últimas horas antes de dejar Nueva York. Pensaba que la fiesta iba a ser el puto 4 de julio, pero mis vecinos han decidido tenerla el día anterior. No puedo dormir. Me levanto de la cama sin hacer ruido. Me pongo solo el pantalón negro de correr y las zapatillas. Hace demasiado calor. Bajo hasta Prospect Park y vuelvo a subir. Dos veces. Casi doce kilómetros. Entro en la tienda de Fahim. Él no está. Le echo de menos. Me compro una bebida isotónica y me la bebo de un trago. Un chico de color me mira desafiante. Su cara me resulta familiar. Me saluda. Le pregunto si nos conocemos y me dice que todo es posible. Me dice que se llama Mingus Rude. Saborea en la boca cada letra de su nombre. Me despido con malos modales. Demasiados personajes literarios en una sola semana. Solo me falta encontrarme con Holden Caulfield en un autobús.
Salgo de casa con una mochila, un trípode y arrastrando dos maletas. En el camino un hombre gigante está apoyado en la verja de su casa. Ha sacado fuera un montón de cosas para vender. Aunque en realidad me acaba explicando que las regala. En cada saliente de la verja de entrada hay un casco de fútbol americano. Me quedo mirándolos, me dice que me da el de color blanco. Le doy las gracias y le digo que no puedo, que tengo que coger el avión. Me mira y me dice que me lo lleve puesto por si se cae al océano; el avión. Y empieza a reírse mientras da palmadas con sus manazas. De repente, empieza a toser, parece que se fuese a morir. Por un momento deseo que así sea.
Al final, no me llevo el casco de los Jets. Cuando estamos sobrevolando Groenlandia, me arrepiento.
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