Aquel niño de nueve o diez años que hasta entonces solo conocía los libros descubre de pronto el carácter romántico de un secreto y los asombrosos ritos de un duelo a muerte. El drama tiene lugar en la quinta Los Laureles: su primo Lafinur lo ha llevado en tren a un asado campero. Corre el año del Centenario y del cometa, y ya los cuchilleros pasaron moda; como se sabe: el revólver de seis tiros acabó con el más guapo. El niño es tímido, y pasa inadvertido entre churrascos, guitarreadas, habanos y conversaciones picantes. Con una copa de más, un muchacho llamado Uriarte desafía a otro apellidado Duncan a un póker mano a mano: parece que hay entre ellos una vieja rivalidad. Aburrido e invisible, el niño retrocede a las salas interiores y deambula por ellas; se detiene frente a una vitrina y el dueño del caserón le muestra con orgullo de coleccionista sus tesoros: hay allí una daga con un gavilán en forma de U y un cuchillo con cabo de madera, que lleva tallada la figura de un arbolito en la hoja. Al salir se dan cuenta de que el alcohol los ha envalentonado a todos, y que un jugador acusa al otro de hacer trampa. Es una pelea de borrachos inofensivos, animados por risotadas y empujones, pero alguien desliza insidiosamente que en la casa no faltan armas. Y ninguno de los dos evita batirse. Les traen los aceros y comienza la esgrima criolla: al tomar los cuchillos, a ambos contendientes los acomete un cierto temblor; al principio sus ojos son distraídos, después se van cargando de una insólita astucia; los movimientos iniciales son torpes pero los siguientes salen diestros y peligrosos. Una puñalada final deja a un muchacho tendido en un charco de sangre. Se producen conciliábulos, se crean coartadas y se decide usar influencias en los tribunales para que el atribulado sobreviviente no vaya preso. Todos se juramentan. El niño atesora ese secreto durante casi veinte años; hasta que se lo revela a un veterano comisario, que después de muchas preguntas, deduce lo siguiente: esos dos puñales probablemente pertenecieron a dos pendencieros que solían odiarse y que rondaban los pagos de Pergamino. Estuvieron buscándose durante un tiempo para matarse, pero no lo consiguieron: uno recibió una bala perdida durante unos comicios y el otro falleció en una cama de hospital. Aquel niño, convertido ya en un escritor fantástico, saca entonces su propia conclusión: “Uriarte no mató a Duncan; las armas, no los hombres, pelearon. Habían dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las despertaron…se habían buscado largamente, por los largos caminos de la provincia, y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano. Las cosas duran más que la gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si no volverán a encontrarse”.
Borges dictó esta anécdota cuando ya estaba ciego, y lo hizo bajo la táctica narrativa de un falso cuento autobiográfico. Es obvio que este mero resumen no le hace justicia: se trata de uno de los textos más deslumbrantes y menos valorados de toda su obra. Resulta, como la prosa del joven Kipling en quien se inspira, un relato lacónico y directo, pero de ninguna manera sencillo, puesto que plantea de fondo que los linajes manejan inevitablemente a los hombres, y no al revés.
En la vitrina de la historia política dos linajes esperan la oportunidad de un nuevo duelo. En otros tiempos, ese enfrentamiento fue trágico y a sus adversarios se los podría denominar —con ánimo pedagógico, aunque no exento de reduccionismo—, como la izquierda y la derecha peronistas. Ya no son, claro está, aquella cruel facción revolucionaria, ni aquella salvaje dirigencia corporativa de los años setenta: ambas pulsiones antagónicas felizmente se cortaron las uñas, se civilizaron y evolucionaron a lo largo de esta era democrática, pero bajo sus nuevos discursos y ropajes siguen hoy juntas aunque no revueltas dentro del Movimiento, en provisoria y precaria comunión, y sin un líder único que las ordene. Esta grieta hacia el interior de la coalición gobernante, que reapareció cuando la antigrieta era furor por la crisis del Covid-19, explica muchos de los problemas que el Gobierno se autoinfligió en su peor semana. Pululan hoy en la burocracia estatal, y en cargos decisivos, viejos y nuevos setentistas con la misión de evitar que Alberto Fernández sea cooptado por el “neoliberalismo”: utilizan la política de hechos consumados, se refugian bajo las faldas de la arquitecta egipcia (Cristina Kirchner) y reproducen los condicionamientos que la “juventud maravillosa” (los Montoneros y sus aliados) quería aplicarle a Perón. Que los alentó al inicio, luego intentó frenarlos y al final terminó combatiéndolos sin piedad.
El actual jefe de Estado no es inocente del caso: el que se acuesta con chavistas, amanece sucio y mojado. Ese grupo antisistema condujo a Alberto Fernández hacia su Waterloo: operó en las cárceles y en los juzgados, y dio señales públicas para que se concrete la alegre excarcelación de narcos, asesinos, secuestradores, violadores y femicidas. Ese mismo sector ha desarrollado un abolicionismo biempensante que horrorizó hasta a los más políticamente correctos, puso en alerta a las clases populares y desató un cacerolazo ensordecedor. Los cristinistas, como buenos pequeñoburgueses de salón, confunden pobreza con marginalidad, medran con la clase lumpen (que ellos mismos han generado con sus políticas clientelares y regresivas) y consideran lo que ningún proletariado diría jamás: que los delincuentes son doblemente víctimas (del capitalismo y de la represión) y que por lo tanto tienen más derechos que los simples trabajadores a quienes cazan y desvalijan. Esa estúpida romantización del delincuente, ese gran malentendido ideológico (Stalin, Mao y Fidel fusilaban sin miramientos a los que delinquían) no es ni siquiera de izquierda. Es cosa de tilingos. Y valga la aclaración: el virus ha penetrado también en ciertos segmentos de la verdadera derecha del justicialismo (gran relativista moral) donde se detecta ahora similar fascinación por los facinerosos. Evoquemos a Guillermo Moreno, ex subsecretario de Comercio de Cristina y amigo íntimo del Papa Francisco, en aquella tarde imborrable de Laferrere: “Si algún muchacho quiere vivir de lo ajeno, bueno: que lo haga, pero con códigos. No me robés una billetera y me dejes a una señora tirada con una fractura de cadera que tenga 60 años y para cuando se recupera tenga 85. ¿Cuál es la gracia de eso? ¿Querés vivir de lo ajeno? Es la ley de juego. Pero tenemos que volver a los principios y valores”.
Alberto no es la “derecha peronista” (se considera un “liberal de izquierda”), pero él y sus aliados del peronismo tradicional son vistos con sospecha. En un gobierno loteado, la perdiz salta todos los días, y el Presidente pierde más tiempo en cohesionar la alianza que en gerenciar la pandemia. En su fuero interno siempre creyó que Néstor Kirchner se equivocaba al glorificar la cultura setentista: despertó al monstruo, y ahora debemos convivir con sus babas y desmanes. Fernández se parece al primer Perón, que no azuzaba una pelea entre revisionistas y liberales, sino que más bien intentaba colocarse por encima de ella: Apold, su jefe de propaganda, lo fotografiaba sobre un caballo blanco para sugerir la reencarnación de un San Martín que despertara unanimidad. La dinámica de aquel gobierno fue divisionista por fatalidad y no por premeditación; quienes lo continuaron se hicieron evitistas (por Eva Perón) y adoptaron una estrategia opuesta. El padre de la actual secretaria de Educación, ideólogo de aquel oxímoron (el marxismo peronista) fue uno de los setentistas que convencieron a Perón de abrazar en el exilio un socialismo extremo que nunca sintió, pero que alentó para acorralar a sus enemigos externos. Luego Puiggrós fue una de las primeras víctimas de aquella impostura y de su consecuente batalla interna. Alberto Fernández deberá optar alguna vez entre los unos y los otros. También, entre la sociedad y la secta. Los linajes, como sugería Borges, manejan a los hombres, y no al revés. El asunto sigue pendiente en la vidriera sombreada de la historia.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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