Durante la semana, de lunes a viernes, vivo solo y percibo mi piso en Guadalajara como un pequeño escenario cinematográfico donde todo, desde una gota impactando en el fregadero al crepitar de la estructura del edificio, parece decirme algo que no alcanzo a entender. Al oír, oler o sentir algo repentino e inesperado, enseguida me pregunto si hay alguien en la casa. De ser así, ¿será un habitante incierto o quizás alguien de paso? ¿Me quiere hacer daño? ¿Busca algo perdido? ¿Se esconde? ¿Por qué? ¿De quién? Son tantas las preguntas. Un pintor diría que vivo en un lienzo abstracto e intento comprenderlo añadiéndole pinceladas figurativas; un cineasta relacionaría mi mirada con el fuera de campo, con cuanto puede intuirse pero nunca se llega a ver. Yo, sin mucho ánimo de asentir o disentir, pienso en Sigmund Freud, en sus palabras al definir lo siniestro cuando hablaba de un extrañamiento en la percepción de las cosas familiares.
Y antes de continuar, tengamos en cuenta estas palabras de Roman Polanski: «La locura da miedo porque usted sabe que no está a salvo de ella. Toda su vida ha aprendido gracias a sus sentidos qué es la realidad, ha aprendido en todo caso a fiarse de ciertas cosas y, aunque nunca pueda llegar a entenderse todo, gracias a ellas tiene algunas certezas. Pero a veces se pierden esas certezas. Normalmente sabe qué es una silla, lo cual le permite saber asimismo que puede sentarse en ella. Sin embargo, cuando no está seguro de nada y se intenta sentar en el vacío, todo se vuelve terrorífico». Ahora que —tras leer a Polanski— somos conscientes de que de la locura nunca nos apartamos lo suficiente y que la comodidad de una silla es un asunto temporal, lancémonos sin freno hacia El duque de Burgundy, la obra maestra de Peter Strickland y posiblemente mi película favorita de los últimos diez años de historia del cine.
En la pantalla vemos a dos mujeres en una mansión y todo lo que sucede entre ellas, fuera del tiempo, en algún país lejano. Una se dedica a la lepidóptera y de vez en cuando da conferencias sobre extrañas especies; la otra llega a la casa de la primera para ofrecerse como doncella. Las labores del hogar no son sencillas, porque sobre la limpieza y el orden hay un enorme cúmulo de expectativas, escritas o dictadas de viva voz, y si no se llevan a cabo adecuadamente se recibe un castigo. Para hacer pagar cada falta, la señora quiere encargar una cama con un cajón para que ambas duerman cerca, una sobre la otra, una cómoda y la otra apretujada, la señora sobre el colchón de la cama y la doncella metida en el cajón. Aunque a la doncella no le parece una mala idea, prefiere que se la encierre en un arcón porque la cama y el cajón podrían demorarse todavía unas semanas en llegar a la casa. El problema con el arcón es la distancia que lo separa de la cama. La señora quiere a la sirvienta a su lado, sobre todo de noche. Cuando intenta acercar el arcón a su cama, la señora se lastima la espalda y eso la hace darse cuenta de su edad, de que ella es mayor y la sirvienta joven.
Evelyn (Chiara D’Anna) y Cynthia (Sidse Babett Knudsen), las dos protagonistas de esta película, viven en un universo absurdo, adonde un espectador puede entrar solo si obedece las reglas del juego. No se pueden poner en duda las piezas del mecanismo si de verdad se quiere ser parte de él, aunque resulte difícil saber cómo funciona y con qué fines. El duque de Burgundy es como una de aquellas máquinas de los profesores Lucifer Gorgonzola Butts y Hans de Copenhague, en las que un complejo engranaje no sirve para otra cosa que para cascar un huevo o para atarse los cordones de los zapatos. Un espectador, sin embargo, puede convertir esas extravagantes maquinarias en ejercicios mentales primero y sensuales después, en laberintos de los que no emergen ideas porque en su interior hay algo diferente, algo que no se puede ver ni verbalizar con facilidad pero que se puede sentir. Luis Buñuel y Pedro Almodóvar lo habrían relacionado con el deseo, con su oscuridad y sus reglas, las formas en las que nuestros actos dejan de obedecernos y transforman nuestro cerebro en un esclavo de nuestras pasiones.
Al hablar sobre su película, Peter Strickland se refería a un espacio y un tiempo con sus propias reglas: no hay hombres, no sabemos cuándo comienza y acaba la historia (o si en realidad se trata de un bucle en el que todo está condenado a repetirse y por lo tanto no sirve de nada buscar un principio y un final) ni dónde tiene lugar (¿en nuestro mundo o en un territorio imaginario?). Solo vemos mayormente a dos personajes en una relación sadomasoquista, una ama y su esclava, una sirvienta y su señora, con aparatos domésticos para orinar y líneas en el suelo para marcar los pasos de una en relación a la otra, como si todo fuera parte de una obra teatral o de una película, con indicaciones muy precisas… Muy precisas hasta que una de las dos se olvida de su diálogo o se cansa de su papel, y de repente el control se trastoca, invirtiendo los roles, alterando el tempo de cada plano, su perspectiva, la lógica narrativa a la que nos habíamos comenzado a acostumbrar, en un regreso constante a cierta idea del cine como un instrumento de dominación, lúdico y perverso a la vez, donde en cuanto comenzamos a sentirnos en casa algo nos coloca de nuevo en la intemperie del arte, sin más compromisos que con él mismo. Aquí la imagen no representa al mundo, se aparta de él para encontrar el suyo propio. Aquí los espectadores abandonan sus zonas de confort y se adentran en un universo que pueden describir con creciente asombro pero de ninguna manera racionalizar.
El proyecto surgió cuando a Peter Strickland le propusieron hacer un remake de Lorna, the Exorcist (1974, Jesús Franco), una película de terror rodada en escenarios de aliento futurista. Lo primero que hizo fue dotar a su versión de un aire retro, y acto seguido procedió a alterar la precisa estructura del cine de sexploitation setentero, donde cada personaje cumplía una función claramente delineada. Así el cohete espacial se convertiría en una máquina del tiempo, el pasado nos alejaría de nuestros desvaríos con el futuro, y los papeles se intercambiarían. Ya no habría esa especie de comodidad que se suele tener ante el cine de terror en cuanto la situación de partida, que nos ha cogido desprevenidos, se convierte un poco después en una batalla para restaurar la normalidad. «En la película de Franco, pese a su atmósfera enfebrecida y loca, los personajes se mantienen fieles a ciertos arquetipos. Yo —dijo Strickland en una entrevista— quería rascar bajo esa capa, ver qué pasaría si una dominante, por ejemplo, olvidara su texto. Quería quitar las máscaras: ver al ama en pijama, roncando, o a la sumisa saliéndose de su rol por una picadura de mosquito. Deseaba abolir las reglas del género e instaurar unas nuevas, relacionadas únicamente con mi película».
Supongo que algunos coincidiréis conmigo si os digo que algunas de mis películas de terror favoritas, remontándome solo a los últimos años, son The Falling (2014, Carol Morley), It Follows (2014, David Robert Mitchell), Under the Skin (2014, Jonathan Glazer), Queen of Earth (2015, Alex Ross Perry), El extraño (Gokseond, 2016, Na Hong-Jin), Under the Shadow (Zir-e Sayeh, 2016, Babak Anvari), Mother! (2017, Darren Aronofsky), Mandy (2018, Panos Cosmatos), Saint Maud (2019, Rose Glass), Múltiple (Split, 2019, M. Night Shyamalan), Nosotros (Us, 2019, Jordan Peele), Midsommar (2019, Ari Aster), In the Earth (2021, Ben Wheatley), Titane (2021, Julia Ducournau), Men (2022, Alex Garland), La sustancia (The Substance, 2024, Coraline Fargeat) y, por supuesto, El duque de Burgundy. Supongo que —como me sucede a mí— os habéis cansado de chiquillos corriendo, colgados triturando carne humana, familias hambrientas, o el fin de la civilización occidental. Supongo que —como a mí— os cansa instalaros ante el terror o ser parte de él cuando llega la parte de los sustos, y ahora buscáis algo más sutil que os haga preguntaros de qué demonios hay que tener miedo y qué es el miedo.
Si —como supongo— estáis cansados de trazar las influencias de las películas de terror, buscaréis nuevos ámbitos donde el miedo o la inseguridad recuperen su estatus de mecanismos de conocimiento. De ser así, os gustará observar cómo Peter Strickland en esta película no deja escapar una oportunidad para hacer un verdadero despliegue de los recursos del grand guignol, a modo de chistes particulares, sin exhibir en ningún caso una mirada compasiva hacia sus protagonistas, entregadas a sus papeles con el rigor de los autómatas (casi parecen sonámbulas más que actrices). Hay en esa especie de sadismo del director británico afincado en Hungría un parecido bastante obvio con Alfred Hitchcock y Roman Polanski, cineastas muy proclives a mostrar las imágenes más terribles con ciertas dosis de humor, además de tener ambos una clara tendencia a mostrar personajes femeninos a quienes castigan las circunstancias que las rodean en las narraciones donde intervienen, a veces con una crueldad sin límite.
El proceso que sigue El duque de Burgundy no se basa tanto en el curso lógico de una película de terror (donde sobre el punto de partida de la espera hay siempre el sentimiento de una aparición inminente), como en la transferencia progresiva de los elementos narrativos al punto de vista, hasta apropiarse de él por completo, fundiendo la lepidóptera con las dos protagonistas (a quienes se podría observar como mariposas, bellas desde la distancia pero no tanto si se las observa con atención y de cerca), la realidad de la ficción con el sueño de la ficción, la meticulosa escenificación del deseo con los inaprehensibles impulsos que lo generan, lo que vemos con lo que oímos, el cine con el arte…
Poco a poco, el espectador deja de ver una escenificación y se siente parte de ella si no se rebela con su cerebro (porque se aburre o porque la propuesta simplemente no le interesa) y es seducido por las imágenes (por su carácter rebelde e imprevisible). Esa desposesión de la mirada del cine clásico, lo coloca en una posición incómoda porque no le permite saber si hay una salida al universo de la pantalla, pero también fascinante porque siente algo parecido a la infinita felicidad que producen los deseos cuando se vuelven inabarcables y se abren a cualquier posibilidad.
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