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El efecto La Rochelle

El efecto La Rochelle

En ocasiones nos vemos forzados a responder, ya sea por cortesía, preguntas incómodas por banales. «La literatura para mí es un salvoconducto para poder ser sin tener que estar». Esta fue mi respuesta espontánea cuando en una entrevista me hicieron la fastidiosa pregunta: «¿Qué es para usted la literatura?». Pues eso —cómo decirlo—, poder vivir una experiencia irrealizable en la Cochinchina o en mi cuarto; en la duermevela o en mis paseos de vigilia y provincia; morar una temporada en la calle Celetzná de Praga al abrigo de una torre negra o en el mismísimo Infierno; respirar la atmósfera de una habitación adamascada en Trieste durante cuarenta y dos días de obligado encierro; ejercer de flâneur en aquel Londres de nieblas y sombras tras los pasos de un desconocido; aislarme en un café de Viena —pongamos el Café Gluck— pertrechado de libros viejos y consumiendo las largas horas del insomnio entregado a vaporosos pensamientos de vieja estampa; protagonizar una imposible aventura amorosa en medio de la estepa rusa; matar impunemente a los enemigos de la razón instantánea en tanto llega (no llega) Godot; despachar una velada delirante con M. Teste, sin mediar palabra, para acabar comprendiendo que la ignorancia no es mi fuerte… Incluso pisar la Luna o viajar al fondo del mar. Eso, y un rosario infinito de posibilidades —o sea, todo lo demás—, es cuanto me viene ofreciendo la literatura desde que comencé a cortejarla dejándome la vista y la vergüenza entre sus resquicios llamados páginas. Un salto a la otra realidad. Imposible decirlo mejor que Verlaine: «Et tout le reste est littérature».

La aparente complejidad del fenómeno me permite alcanzar el siguiente razonamiento: para algunos lectores (es mi caso) la historia verdaderamente emocionante de una novela o cuento descansa en la novela o cuento que a un mismo tiempo va generando el espíritu del lector. Para ello ha de darse una condición inexcusable: que el lector no solo se preste al ejercicio de la lectura con intereses estrictamente de evasión, sino que, además, lo haga atraído por los recursos literarios y se entregue sin ambages al viaje que su imaginación le vaya dictando. Eso es algo que a los escritores les sucede a menudo cuando leen a otros escritores. Incluso, en el colmo de la afección, si se leen a sí mismos.

"Como si pretendiéramos asaltar, inocentes que somos, el alma de un libro e instalarnos en él, habitando momentáneamente sus entresijos"

Dado que, según parece, la vida se sustenta en la realidad que la describe y nos confunde con sus jaleos babélicos, demos paso, rediós, a los acordes de esa machacona melodía que, tal que la «música mueble» de Erik Satié, indefectiblemente acompaña cuantos accesos de melancolía nos acechan a todas horas.

Tal vez entonces nos sea dado descubrir que la realidad nunca es tal y que al otro lado del espejo, en efecto, nos aguarda una quimera o un enigma o un acertijo o un vulgar calambur que nos distrae; un agujero como el que recorrió Alicia en su caída hacia la salvación por medio del sueño o la locura; un camino hacia un mundo atrapado en el desorden de la subjetividad. Para un escritor la mejor lectura es la que le incita a escribir.

Si esa ha de ser nuestra compañía acomodémonos como habría de hacerlo un extranjero en tierra de nadie y que sea lo que haya de ser. Como si pretendiéramos asaltar, inocentes que somos, el alma de un libro e instalarnos en él, habitando momentáneamente sus entresijos.

"Por un motivo injustificable, de entrada, nunca me atrajeron los escritores que fuman en pipa porque en ellos quiero ver una estereotipada pose de escritor"

Sucede que la realidad dentro de un libro es una quimera o un idealismo, porque de manera inexorable todo cuanto en él se recoge es ficción. Por lo tanto, la mayor de las mentiras se esconde bajo el preponderante rótulo de esa escuela llamada Realismo. La única realidad de un libro es su continente; o sea, su materia y su peso. Lo de dentro, al ser ficción, es mentira, así describa con todo lujo de detalles lo sucedido anoche en Manhattan o el estallido de las bombas en un lugar del mundo de cuyo nombre no queremos acordarnos.

Tal vez la alternativa sea atender al consejo de Tabucchi y viajar a Lisboa, la ciudad ideal —según el italiano— para consumar el suicidio. O Praga, Nueva York, Estambul… O La Rochelle.

A propósito de La Rochelle. Cuando pienso en aquellos libritos de Simenon que coleccionaba mi padre, recupero la foto, en contraportada, del escritor con pipa. Por un motivo injustificable, de entrada, nunca me atrajeron los escritores que fuman en pipa porque en ellos quiero ver una estereotipada pose de escritor. Así que, inconscientemente, rechacé al autor belga hasta muy avanzada mi existencia, cuando cayó en mis manos su gran novela Los fantasmas del sombrerero, nueva y ampliada versión de su cuento El sastrecillo y el sombrerero.

" Al mismo tiempo sé que a hurtadillas, desde la ventana de su casa, me observa la sombra incólume de Madame Labbé, enferma"

Desde entonces, esa historia de Simenon reaparece de vez en cuando en mis caprichosas ensoñaciones literarias, lo cual me permite —afectado por lo que podríamos definir como el efecto La Rochelle— disfrutar, sin moverme de casa, de un saludable paseo por la pequeña ciudad francesa de La Rochelle, donde me cruzo con individuos que, cuando no salen en la novela, bien podrían hacerlo. Porque, en efecto, leer es añadirle flecos personales a la historia leída, tratando de aproximarla a uno mismo como si la tradujéramos a nuestro íntimo y sentimental lenguaje.

Ser humano es pasear por la Calle Mayor —o la rue du Minage, tanto da— un domingo por la tarde y observar, de reojo, el escaparate de la sombrerería del señor Labbé como si allí se mostrara algo trascendente. Al mismo tiempo sé que a hurtadillas, desde la ventana de su casa, me observa la sombra incólume de Madame Labbé, enferma. Una sombra que no es la de una enferma sino la de un cadáver representado por la cabeza de un maniquí para sombreros. La sombra de la sombrerera, igualmente víctima de su esposo asesino. Un trampantojo.

Ser humano es saber que la sombrerería por la que estoy pasando es el negocio de León Labbé (Los fantasmas del sombrerero) en cuyo escaparate se exhibe un enorme sombrero de copa, nada más.

"Falsos, todos. Adúlteras, algunas: Bovary, Karenina, Ozores, Nora, Hester Pryne, Effi Briest y la semioculta Winnie, entre tantas heroínas de feliz moraleja"

Atrás he dejado la estación de ferrocarril donde se concentraba una multitud de seres anónimos que visitaban la ciudad: pueblerinos, ancianas de otras lenguas, trabajadores de mono azul, jovencitas empavonadas, niños mocosos, soldados de permiso con el macuto al hombro… Incluso he querido ver por allí perdido a un tal Jimmy Herf (Manhattan transfer), periodista. Y creo haberme cruzado con mi doble. Oh, estúpido clonado. Éste, mi doble, deambulaba pálido y aseado, con el castigo de tener que llevar, cubriéndole el pecho, una delatadora letra F (de falso) en condiciones semejantes a las de la señora Hester Prynne (La letra escarlata) cuando, como se sabe, se vio forzada a llevar, también en el pecho, una A (de adúltera).

Creo que el de la F, en efecto, mi doble (tal vez falso), mostraba al mundo su penitencia, su letra escarlata. Y lo hacía sin rastro de arrepentimiento en su gesto. Bueno, el caso es que yo iba y él venía.

Falsos, todos. Adúlteras, algunas: Bovary, Karenina, Ozores, Nora, Hester Prynne, Effi Briest y la semioculta Winnie, entre tantas heroínas de feliz moraleja.

Al menos, sería obligado huir de la mentira, como la de Nora Helmer cuando comienza negando algo tan inocente como haber comido golosinas. La mentira siempre crece y engorda por sí misma para acabar imponiendo su castigo, ya sea a partir de una golosina, ya de un beso furtivo; incluso de un agobio, como nos muestra otra heroína imprescindible, Isabel Archer (Retrato de una dama).

"Unos pasos más adelante me encuentro con la peluquería americana a la que seguramente ayer, sin ir más lejos, habrá acudido el profesor Gustav von Aschenbach"

Un simple parpadeo y de repente me hallo en otra ciudad que, paradójicamente, y para mis adentros, sigue siendo La Rochelle. Entonces me percato de que en la acera de enfrente se encuentra la sastrería del señor Kachudas, armenio. Un poco más arriba el Café de las Colonias, donde los probos industriales de la plaza hacen tertulia. Lindando con el negocio del señor Kachudas abre sus puertas la vieja farmacia, réplica fiel de la botica La gamba roja, de Bratislava (Danubio), donde se guarda un busto en madera de Santa Isabel, protectora de los boticarios barrocos según nos informa Claudio Magris. A continuación, haciendo esquina con la plaza Ferenc Jósef de Fehertémplom, se encuentra la zapatería de Ludwig Wintermann (El rey de las dos Sicilias)…

Ahora que lo pienso, aquel busto de Santa Isabel se da un aire a mi madre cuando era joven.

"He ahí la momentánea calle-universo a la que, desde mi sillón, he llegado gracias a la lectura de una sola novela de Simenon. Tal que una Perspectiva Nevski de incalculables dimensiones"

Unos pasos más adelante me encuentro con la peluquería americana a la que seguramente ayer, sin ir más lejos, habrá acudido el profesor Gustav von Aschenbach —de quien ya sin temor al escándalo se puede decir que es Gustav Mahler por obra y gracia de la culta metamorfosis— buscando un patético rejuvenecimiento antes de rendirse a la muerte en Venecia en tanto las palomas de San Marcos permanecen inmóviles para recordarnos a la Aurelia de Ander Nemeth (Reservado para una tertulia). Veo igualmente parte del barrio de los horrores de Salzburgo, donde abre sus puertas de verja la tienda de comestibles del señor Podlaha (El sótano). Poco más allá hay una tabaquería que otro lisboeta, cómo no, de voluntad suicida, supo encajar en un poema de rabiosa cotidianidad. Lo cierto es que contemplando el estanco cabe confirmar que «la muerte pone humedad en las paredes» de todas las calles del mundo. Y un tal Esteves, afectado por la melancolía acumulada en su tiempo de lentitud, nos dirá adiós con la mano y sonreirá como solo lo hacen los portugueses, con tristeza. Me siento atrapado en los versos de un poeta inventado por otro poeta. Y ahí, ¿quién es el falso?

En la otra acera luce un letrero que pregona: Confecciones Fabisch, alta sastrería a medida para caballeros, trabajo esmerado y bajos precios caracterizan a nuestras creaciones (Berlín Alexander Platz). De vuelta a este lado, llegamos al negocio de Ataúdes y Pompas de Duelo del señor Sowerberry (Oliver Twist). Y ya al final de la calle me encontraré con una bombonería cuyo letrerito de madera, colgando en el dintel con campanilla, dirá:

BOMBONES LA EMPERATRIZ

PLACER EN LA BOCA Y EN LA NARIZ

Cabría presumir que en esa tienda se proveyera de bombones Anna Kavan, tan adicta a la golosina de chocolate como al suicidio.

He ahí la momentánea calle-universo a la que, desde mi sillón, he llegado gracias a la lectura de una sola novela de Simenon. Tal que una Perspectiva Nevski de incalculables dimensiones.

"Mi novela-memoria será algún día mi más exitosa nouvelle en trois lignes de la escuela de Féneon"

Y por supuesto me asaltan las dudas entre dar el salto o salir corriendo. Quedarme ahí o regresar a la austera realidad que marca mis días y mis horas. Una duda que me acompaña desde que aprendí a leer un libro y, en consecuencia, a vivir atrapado en la falsedad.

Así, tontamente, voy construyendo mi personal novela hecha de imágenes e ideas prendidas en una memoria libresca. Mi novela-memoria será algún día mi más exitosa nouvelle en trois lignes de la escuela de Féneon. Y vendría a decir lo siguiente:

Todos, no sólo el Turno de Virgilio, lanzaremos nuestro postrer gemido a la región de las sombras.

Y pensar que todo empezó con la lectura de una novela de Simenon. Para no creerlo.

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Victor luna
Victor luna
3 meses hace

Excelente artículo, la alusión a obras maestras de la literatura es magnífica