Juan Marsé recordaba la escritura de sus primeros relatos, que datan de 1958, como una actividad que, un buen día, después de leer alguna obra, pensó que él también podría hacer. Así que lo intentó. No tenía conciencia de algo parecido a la vocación de escritor; es más, conciencia plena de esa vocación no la tuvo hasta estar escribiendo su tercera novela, Últimas tardes con Teresa, cuyo tema se le ocurrió en París en 1960, cuando ya había publicado dos novelas sin ningún sentimiento que se pareciera a eso que con grandes letras suele llamarse la vocación, y pensando que tampoco era tan difícil escribir un libro.
Aquella mañana de enero de 2009, el autor de obras capitales de la literatura española como Si te dicen que caí (1973), La muchacha de las bragas de oro (1978), El amante bilingüe (1990), El embrujo de Shanghai (1993), Rabos de lagartija (2000) o Canciones de amor en Lolita’s Club (2005), me aseguró que escribiendo Últimas tardes con Teresa tuvo que regresar a Barcelona porque necesitaba visitar algunos escenarios y recorrer las calles donde transcurriría la acción, y que fue entonces cuando pensó que valía la pena dedicarse a ello.
«Y, en consecuencia, ahí surgió la vocación”, sonrió.
Esa obra, además, le valió un premio muy importante, el Biblioteca Breve 1965, el cual le dio una gran proyección en el mundo de las letras de habla hispana.
—¿Le significó algo ese premio? —pregunté.
—No —dijo—, aunque un premio es un estímulo siempre, sobre todo cuando uno es joven, porque le reafirma en sus posibilidades, en la fe que se tiene en uno mismo. Pero no resuelve problemas ni significa que uno deba creerse que ya es un escritor excelso por el hecho de haber ganado un premio. En mi caso, por lo menos, no.
Su voz era un poco rasposa y sus palabras no sonaban muy entusiastas, como si estuviera de vuelta de todo y no se tomara muy en serio. Por eso cuando le pregunté si esa afirmación que me acababa de hacer también valía para un premio como el Cervantes, me expuso que en relación con el trabajo y con el oficio, sí, seguía siendo lo mismo.
—Yo cada vez que termino un libro me quedo in albis, y cuando tengo que empezar otro me parece que no he aprendido nada, que las soluciones formales de estructura, tono, etcétera, que encontré para la novela anterior no me sirven para la siguiente que preparo. Y eso es bueno en cierto modo, porque es como si tuvieras que volver a rehacerte a ti mismo, a revisar el instrumental y a ser menos amanerado.
Quise saber si estaba satisfecho de su obra o, por el contrario, se exigía cada vez más, y respondió que “satisfecho, no. Cada escritor sabe perfectamente qué ocurre con su obra, en el sentido de que yo me he impuesto para cualquier libro un nivel determinado y el resultado final no acaba de ser nunca ese nivel que yo me impuse. Hay una distancia a veces bastante notable entre lo que yo me había propuesto al inicio, al reflexionar sobre el tema, los personajes, y lo que al final entrego a mi agente literario. Hay siempre una distancia”.
Para su próxima novela, por ejemplo, había declarado que tenía un nivel de exigencia formal muy alto, lo que admitió sin dudarlo. “Sí, es una novela que me está dando bastante trabajo, pero todas me lo han dado, aunque ésta en la que ahora trabajo es muy compleja”, recalcó.
Marsé estaba de buen humor y contestó sin prisa todas las preguntas que le formulé aquel día, tratando de complacer al periodista, que descargó todo tipo de inquietudes.
***
—En un principio, ¿qué fue lo que le empujó a escribir?
—Es difícil de rastrear en cualquier escritor cuál fue la semilla, el primer impulso de la vocación. En mi caso fue la lectura, y el cine, que influyó muchísimo en mí, desde muy jovencito. Yo suelo decir que he mamado tanto de Dickens como de John Ford, por ejemplo. Hay un componente imaginario en mi obra que proviene de la literatura, pero hay otro, y muy importante, que proviene del cine. Me parece que el cine es una experiencia natural y propia de cualquier escritor del siglo 20, porque su vida ha estado acompañada con la mitología cinematográfica.
—¿De qué manera la literatura ha sido una forma de exorcizar sus fantasmas personales?
—En la medida en que uno tiene pocos o muchos fantasmas personales. Si bien los fantasmas personales pueden exorcizarse a través de la literatura, es un tema que se me escapa un poco, la verdad, porque qué significan los fantasmas personales, ¿secretos de familia o cosas así?
—Algo que dentro de sus propias experiencias le ha marcado y se mantiene como una obsesión.
—Eso, en mi caso, queda siempre entreverado en cualquier novela: vivencias personales, cosas que me han contado o que he oído o que he imaginado, consecuencia de las lecturas, resonancias de lo que uno escribe de otros libros y de otros escritores. Un escritor siempre sabe perfectamente cuáles libros hay detrás del suyo. No sé en qué porcentaje uno mezcla la inventiva con hechos reales y experiencias propias, pero eso existe, por supuesto.
—Se dice que fue usted un mal estudiante, que pasaba todo el tiempo en la calle descubriendo los escenarios que más tarde conformarían su particular universo literario y que, a los 13 años, empezó a trabajar como aprendiz de joyero. ¿Ha aprendido más de la calle, de la vida, de la experiencia, que del mundo académico o de la alta cultura?
—Bastante. Pesa mucho en un escritor aunque sea de ficciones, como es mi caso, la experiencia propia, real, los ambientes que ha vivido, el origen familiar incluso, los avatares familiares, la historia de su entorno social y político. Eso está ahí. Por otra parte, a mí me tocó vivir los años más duros de la represión franquista, por ejemplo, los años 40, que coincidieron con mi infancia y mi adolescencia. Y la infancia y la adolescencia en un escritor son etapas importantísimas; no sólo son las que conforman la personalidad de un escritor, sino que además le proporcionan el material base de su obra futura. Por lo tanto, me tocó eso, en una ciudad muy concreta, Barcelona, en un barrio muy concreto también. Y, a fin de cuentas, un escritor lo mejor que puede hacer es hablar de aquello que conoce y ha conocido, no de fiarlo absolutamente todo a la inventiva, aunque no tengo nada en contra de eso, porque yo soy un lector muy aficionado de la ciencia ficción, que habla de hechos no sucedidos, sino posibles y futuros.
—¿Cuáles han sido sus maestros en la vida?
—En cuanto trabé relación con la editorial Seix Barral en el año 59, cuando conocí a Carlos Barral, el editor, y a todo su equipo, allí estaban mis maestros. En primer lugar, Joan Petit, que era el sabio de la editorial, quien me ayudó con mis primeras traducciones del francés para ganarme algún dinero. También Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, José Agustín Goytisolo y José María Valverde.
—¿Y cuáles han sido sus maestros literarios?
—Hay muchísimos, empezando por Galdós y Pío Baroja. Ya sé que Baroja era muy descuidado con el estilo y su prosa tenía flecos y todo eso, pero hay una vitalidad extraordinaria. Luego la novela del 19, francesa, rusa e inglesa, que es la que a mí me abrió las puertas. También me gustaría citar a los latinoamericanos, en primer lugar dos nombres: Rulfo y Onetti. Y después todo lo demás: Borges, Cortázar, Roberto Arlt. Y hablando de influencias también podría citar las llamadas novelas de kiosco. Yo leía mucha novela policíaca, de aventuras, que dejaron un poso.
—¿Y hoy, en 2009, cómo ve el panorama?
—Lo veo muy bien. Estoy en una edad en la que tengo que escoger: o leo o escribo, porque no me queda tanto tiempo ya. Y, además, el tiempo extrañamente se contrae cuando uno alcanza cierta edad, y da la impresión de que tienes menos horas. No estoy al día de las cosas que se están publicando y se publica muchísimo. Recibo casi diariamente libros de todas las editoriales, pero entre autores que he leído en los últimos tiempos y con los cuales incluso he tenido cierta amistad citaría a Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro o Eduardo Mendoza.
—¿Cómo ha sido su relación con la poesía?
—Soy lector de poesía y amigo de poetas, pero nunca me he atrevido a escribirla.
—También ha ejercido el periodismo.
—Durante unos años fui jefe de redacción de Por Favor, una revista político-humorística, en los años en torno a la muerte de Franco (1975), y tuvimos bastantes problemas, nos la cerraron varias veces y nos metieron varios juicios. Fue una época muy interesante, trabajaba con Manolo Vázquez Montalbán y el dibujante Peric. Una época muy estimulante. Aparte de eso, he hecho alguna colaboración, pero, en realidad, no he tenido vivencias muy constantes y fuertes en periodismo.
—¿La lengua es una patria común o una casa individual en la que cada uno ejerce su libre voluntad y hace prácticamente lo que le da la gana?
—Con la lengua se pueden hacer muchas cosas, aunque exactamente lo que a uno le da la gana no, en el sentido de falsearla o adulterarla. Pero sí recrearla y, si uno tiene talento para ello, recrear su propio mundo con la lengua. En mi caso, me he encontrado con esa esquizofrenia cultural y lingüística que vivimos en Cataluña, con el catalán y el castellano. Pero es algo que desde fuera puede parecer dificultoso y extraño, y desde luego siempre está creando mucha polémica. No obstante, para los que vivimos en Cataluña no hay ningún problema; el hombre de la calle lo tiene muy asumido, en mi familia hablamos indistintamente catalán y castellano. En cambio, son los políticos los que por intereses estrictamente de índole político crean unas polémicas y unas discusiones sobre bases muy falsas, que no tienen que ver con la realidad. Por mi parte, desde chaval, yendo al colegio, donde había que estudiar forzosamente español y no catalán, que estaba prohibido, lógicamente que cuando empecé a escribir y en mis primeros tanteos casi infantiles a los 14, 15 años, el discurso me salió automática, mentalmente, en castellano, porque las películas que veía, los tebeos que leía, las primeras novelas de aventuras, todo era en castellano. Pero eso ahora ha cambiado muchísimo y las nuevas generaciones no tienen esa problemática educativa y pueden escoger libremente.
—¿Escribir en español le ha permitido encontrar un eco mayor en los países hispanoamericanos?
—Lógicamente. En cambio, el catalán es una cultura y una lengua minoritaria, y que de alguna manera siempre estará a la sombra del español. Pero ocurre con otras lenguas y al final una buena obra acaba por imponerse.
—Usted ha sido muy crítico con los medios de comunicación y con la televisión en particular, a la que califica de muy mala, ¿por qué?
—Tal como está concebida actualmente, no creo que ayude para nada a elevar el nivel cultural de la gente; al contrario, creo que lo rebaja. Culturalmente, la televisión me parece nefasta. La cultura y los políticos están casi siempre a la greña, porque al poder le interesa manejar los medios de comunicación y con ellos lo que entendemos por cultura popular. Yo, por ejemplo, no concedo entrevistas a la televisión si no es a condición de que dimita de manera inmediata e irrevocable el jefe de programas y el director general del ente estatal Radio y Televisión Española (RTVE). La última vez que estuve en televisión fue en México, en el año 74 más o menos.
—¿Y qué es lo que más le enfada de la televisión?
—Me cabrea mucho el nivel medio, incluso con el lenguaje que utilizan. Hoy proliferan mucho las llamadas tertulias, donde se habla de política y de cultura, y son peleas de gallos, es una cosa absolutamente impresentable, de un nivel en el que prolifera el insulto, el golpe bajo; es un espectáculo bastante desagradable. Y la programación misma, el famoseo, la importancia enorme que le dan a cualquier persona que se hace famosa en televisión y no se sabe por qué. Es un galimatías tremendo.
—Usted ha comentado que no le gustan las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de sus novelas, ¿por qué entonces no se ha animado a escribir los guiones de esas adaptaciones?
—He tenido muy mala suerte. Y no he hecho los guiones porque no me lo han pedido. Lo que me han pedido son los derechos. Me han enseñado el guion para que dé mi opinión, y mi opinión siempre señala que hay cosas que no me gustan o que no van a funcionar, pero, a fin de cuentas, un guion no es la película, y es muy difícil afirmar después de la lectura si la película va a ser una birria o muy buena. Por lo tanto, simplemente se pueden dar algunos consejos, y te pueden hacer caso o no, porque una vez que se han cedido los derechos, el director o el adaptador tienen perfecto derecho a hacer la película que quieran y que puede o no coincidir con los criterios del autor. En este tema, lo importante es que la película sea buena al final. Si lo es, tanto si es fiel como si no lo es con el texto literario original, es algo secundario e irrelevante. Y una película para mí es buena si aporta algo nuevo. Yo suelo citar el ejemplo de Buñuel adaptando a Galdós: son películas de Buñuel, aunque estén basadas en textos de otro; pero es el mundo de Buñuel el que está ahí, y es lógico y bueno que sea así, porque para lo otro ya se tiene la novela y no hace falta hacer una serie de estampitas que reflejen en imágenes la novela. Así que una adaptación es buena si el director pone su mundo personal, sus ideas sobre los personajes y la historia en cuestión, y ofrece algo nuevo. Incluso si tiene que traicionar al autor y transformar a un personaje, estaría justificado siempre y cuando hiciera una buena película. Ese es el ideal y en ningún caso ha ocurrido con ninguna de las adaptaciones de mis obras, pues son muy fieles y ni siquiera son válidas cinematográficamente, pues no aportan nada.
—Ha citado antes a John Ford, ¿qué otros directores cinematográficos ama usted?
—Casi todos los que provienen del cine mudo. En mi opinión, todos los directores que provenían del cine mudo han sido de primer orden. La lista es interminable: Fritz Lang, Raoul Walsh, Renoir, Hitchcock, Cukor, Wilder, Lubitsch. Los que han venido luego, algunos se han parecido, pero nunca los han superado: los Scorsese o Coppola son buenos, pero nunca van a ser lo que los otros. Y es que el cine, en mi opinión, alcanzó su mayoría de edad en los años 30 y 40 y algo en los 50, y a partir de ese momento, sobre todo con el auge de la tecnología y los efectos especiales, ha ido en decadencia bastante vertiginosa. Y todo lo que se ha ganado en tecnología se ha perdido en hondura, en significación, en humanidad.
—¿Y del mundo iberoamericano?
—Buñuel, claro. Sus películas reflejan a México de una forma asombrosa. Y proviene también del cine mudo, por cierto. En su época, celebré mucho las películas de Emilio El Indio Fernández, y tendría que revisarlas, pero cuando era un chaval me gustaban muchísimo, con la fotografía de Gabriel Figueroa. También me he reído mucho con Cantinflas, muchísimo.
—¿Qué le parece Pedro Almodóvar?
—Me gusta su mundo, sus mujeres, la forma en que desvela esas vivencias de las mujeres que sufren y aman. Lo que pasa es que quizá es un mundo muy cerrado; le veo haciendo siempre casi la misma película, y me gustaría que abarcara más temas, más cosas, porque tiene un sentido de la imagen extraordinario y es uno de esos cineastas que te hacen ver las cosas.
—¿Cómo es su ritual a la hora de escribir, su día a día en relación con la escritura?
—Escribo en ordenador, pero hago siempre primeras versiones manuscritas. Me gusta mucho escribir con bolígrafo, sencillamente. Me levanto a las 8:00, me preparo el desayuno, me pongo a trabajar a las 9:00; a las 13:30, me voy a nadar porque me gusta mucho; por la tarde, trabajo poco en la escritura, corrijo un poco lo que he hecho, pero sobre todo leo o veo alguna película. Ese es mi plan de trabajo. En cuanto a la escritura, hago una primera versión manuscrita muy monstruosa, donde meto todo y sale una especie de mamotreto. De ahí hago una segunda versión, medio manuscrita y medio pasada al ordenador, en la que hago una criba. Y, a partir de entonces, ya solo en el ordenador, puedo hacer incluso hasta unas 20 versiones de un libro.
—¿Escribe en algún tipo de cuadernos en especial?
—No, no. La primera versión manuscrita me gusta hacerla en el reverso de otras cosas escritas, como si no tuviera importancia; en el reverso de fotocopias, por ejemplo. El manuscrito de Si te dicen que caí —censurada en España y publicada en México—, que tiene Carmen Balcells, mi agente literaria, lo escribí en el reverso de un montón de fotocopias de un libro de imágenes que estaba haciendo.
—Actualmente, un investigador trabaja en una biografía suya, ¿qué le parece?
—En menudo follón se ha metido el pobre chico, porque como ha descubierto que tengo dos familias, al ser yo hijo adoptivo, de una de ellas se sabe poco y él está investigando. Tengo mucho interés y curiosidad, porque hay una serie de cosas que ignoro, pues no queda casi nadie de mi familia biológica y, por lo tanto, será interesante saber qué es lo que sale, porque a lo mejor soy descendiente de piratas del siglo XVI, algo que me gustaría mucho.
—Juan Marsé fue primero Juan Faneca Roca, pero al nacer fue adoptado por la familia Marsé, que le dio su apellido, ¿cómo ha llevado el hecho de haber sido adoptado?
—Bien, sin ningún tipo de trauma o problema. A los 10 años me informaron de eso mis padres adoptivos, y no tengo ningún mal recuerdo.
—Se sabe que su madre biológica murió durante el parto, pero ¿qué más sabe de sus padres?
—Mi padre adoptivo, que era un rojo separatista y republicano, que tenía todas las condiciones para pasarlo mal, efectivamente lo pasó muy mal y estuvo en la cárcel varias veces. De mi padre biológico, en cambio, sé muy poco y con la biografía estoy esperando a ver qué puedo saber.
***
Antes de despedirnos, le pregunté si ya tenía una idea de qué iba a decir en el discurso de aceptación del Premio Cervantes, y tras una pausa dijo que no, que eso lo tenía “bastante inquieto”, porque aún no se había parado a pensar qué diría.
—Pero dirá algo de Cervantes, ¿no? —insistí.
—Me parece que lo más difícil va a ser esto. Nunca he dado conferencias, y hablar en público nunca me ha gustado mucho, así que lo voy a pasar fatal.
—Y hay todo un protocolo con reyes incluidos.
—Sí, pero de la presencia de los reyes qué voy a decir, estaré encantado. El problema es el discurso.
—¿Y ya se gastó el dinero —125 mil euros— que le corresponde por el premio?, porque usted dijo tras conocer la noticia que gastaría ese dinero de manera muy alegre.
—Mujeres y vino, dije. ¿Pero qué puede uno contestar cuando le preguntan este tipo de cosas? No, no.
—¿Por qué no?
—No me toca ya.
—Pero mantiene el humor suficiente para enfrentar eso y más.
—Claro.
Algunos años después, en 2014, volví a conversar con Marsé a propósito de la publicación de su novela Noticias felices en aviones de papel.
En esa ocasión me dijo que la función de la literatura era “muchas cosas a la vez”: tenía que ser un entretenimiento; tenía que ser un reflejo de la verdad y, si podía ilustrar, mejor; y tenía que ver con la cultura, con todo aquello que nos relaciona con los demás y con nosotros mismos. “Es, en todo caso, una manera de intentar entendernos mejor de lo que nos entendemos”, afirmó.
Respecto a su nueva novela, una obra en la que el escritor había llevado a cabo un brillante ejercicio de depuración del estilo, en el que destacaba especialmente la sencillez y sobriedad de su escritura, Marsé señaló que desde la publicación de sus primeras novelas, a comienzos de los años 60, hasta ese momento, había, sin duda, “un proceso de depuración del estilo, porque con los años uno intenta afilar su instrumental y ser un poco más preciso. Si se puede hablar de que se progresa en algún sentido desde el punto de vista estrictamente narrativo, yo creo que sí, que el tiempo conlleva eso”.
En esa novela el trabajo, en el plano del lenguaje y la estructura, me explicó Marsé, tenían que ver con el hecho de que se trataba de una novela corta, de apenas 96 páginas, “y es sabido”, observó, “que en el relato corto hay que precisar mucho y procurar que ningún tema o subtema mire hacia otro lado que no sea el tema central, porque no hay mucho tiempo para lo demás. Es una técnica que creo que se debe utilizar tanto para novelas cortas como para cuentos”.
Otro factor que entraba en juego en Noticias felices en aviones de papel era la ironía. Marsé comentó al respecto que “cualquier forma de humor es implorante siempre en literatura y en todo. Yo en particular soy muy partidario del humor. Para mí siempre, incluso las tragedias, tienen su lado cómico. En toda buena literatura, en mi opinión, hay humor”.
La nueva novela de Marsé se publicaba con una serie de ilustraciones a cargo de María Hergueta, la primera experiencia que tenía en este sentido, confesó, y cuyo resultado le pareció bien, “aunque yo siempre he tenido un problema con estas novelas ilustradas”, matizó. “Ya desde chaval, cuando leía novelas de aventuras, yo me formaba mi propia idea de los rasgos físicos de los personajes, y si coincidía con las ilustraciones, bien, pero si no, me creaba un pequeño problema, una especie de equívoco”.
Aunque Marsé aclaró que en la memoria siempre hay cosas del pasado “porque un escritor sin memoria no es nadie”, el detonante de Noticias felices en aviones de papel se remontaba a un viaje que había hecho a Cuba, donde ubicaba el primer latido y el germen de esta historia.
“Surgió de una situación yo diría que chistosa y ciertamente divertida”, relató. “En principio tenía que ser un cuento muy breve que nació de una conversación en La Habana hace muchísimos años. Yo estaba en el Hotel Nacional y ahí coincidí con unos amigos, Andrés Trapiello y Juan José Armas Marcelo, alrededor de un policía cubano que tenía medios de proporcionarnos unas cajas de habanos. Yo tenía el encargo de mi amigo Joan de Sagarra para llevarle una caja de puros y ese día el policía nos trajo varias cajas que repartió, pero le faltó una para uno de los amigos, y cuando llegó dijo: ‘A usted, señor Raciocinio’, alterando el nombre, ‘se la traeré mañana porque no tengo más cajas’. Y este apellido Raciocinio me estuvo persiguiendo durante mucho tiempo, y cuando surgió la chispa para el relato, partí de ahí, de explicar una cosa graciosa que me recordaba esa anécdota y que después se convirtió en algo muy distinto alrededor de un personaje que no tiene nada que ver y que es la señora Hanna Pawli, aunque a Raciocinio también lo incluí”.
Ese personaje femenino, una anciana bailarina polaca que vive en la Barcelona de finales de los años 80, intenta remediar su terrible pasado que la hizo abandonar Polonia cuando era joven, lanzando desde el balcón de su apartamento aviones de papel cargados de buenas noticias hacia una calle donde corretea un adolescente, Bruno, que convive con un mundo marginal.
“Ese mundo marginal es mi mundo”, aseguró Marsé, “es mi escenografía, son mis barrios, mis experiencias personales, mis vivencias. Supongo que le pasa a todo escritor, a todo novelista, que refleja en sus obras el mundo en el que ha vivido. Yo procuro hablar de aquello que conozco, aunque no es nada biográfico. Pero sí hay relación entre lo que trabaja la imaginación y una serie de vivencias personales”.
Al hacer una comparación entre la Barcelona de aquellos años 80 que describía en esa novela y la Barcelona actual, Marsé admitió que “en parte hay mucho maquillaje en la actual. No soy sociólogo, pero bolsas marginales las ha habido, las hay y mucho me temo que las seguirá habiendo”.
Por otro lado, Marsé dijo que el personaje que más se le parecía era precisamente Bruno, “en una época determinada de mi vida”.
En cuanto a la señora Pawli, el autor observó que “carga con una serie de recuerdos obscuros y fantasmagóricos porque vivió una experiencia terrible y muchos años después lo recuerda, y ese tipo de recuerdos son muy difíciles de desprender en una persona. Son cosas que han quedado atrás pero están ahí, como tantas otras cosas”.
Respecto a la necesidad de noticias felices en nuestro mundo, Marsé consideró que hacían mucha falta. “Primero hacen falta en la prensa, porque si no están en las páginas de los periódicos, mal se pueden fabricar esos aviones. Pero la pobre señora Pawli está pirada y hace estas cosas porque cree que debe hacerlas, porque recuerda a los chavales de su calle en Varsovia; pero insisto: no está en sus cabales”.
Finalmente, Marsé reconoció que en esta novela, como en algunas otras que había escrito, había “un componente de pesimismo, como me pasa a mí mismo. Pero no me veo muy distinto a las demás personas, y no hay más que echar un vistazo a la prensa para ver que no abundan las buenas noticias, lo cual es un factor de pesimismo. Sin embargo y a pesar de eso, siempre hay alguna. Y al menos esta anciana las encuentra y las lanza por la ventana”.
***
La última vez que conversé con Juan Marsé fue en 2016, a raíz de la publicación de la que es su última novela, Esa puta tan distinguida, cuyo asunto nuclear es la memoria colectiva usurpada y secuestrada por los poderes políticos.
Marsé me dijo en esa ocasión que aunque la anécdota sobre la que se construía era el asesinato de una prostituta a manos de un cácaro en un cine de los bajos fondos barceloneses, el tema central no era el crimen de la prostituta. “Es, en realidad, la memoria colectiva que manipulan y falsean los poderes políticos, que en la novela no son otros que los de la dictadura franquista. Esa memoria usurpada, secuestrada, manipulada durante todo el franquismo”, subrayó, “ése es el tema central de esta novela”.
Y aunque también había desencanto en esta narración —“el desencanto se da en todos los órdenes de la vida, siempre”, dijo—, el escritor reconoció que lo que había detrás era la transición política que produjo la muerte de Franco y, dentro de ello, “hay algo de desencanto, porque quizá no salió tan bien como la gente esperaba, aunque tampoco se trata de tocar un tema político de forma exhaustiva, que quisiera poner en evidencia”.
Por otro lado, Marsé reveló que era una novela “bastante autobiográfica, aunque no lo parezca. Hay muchas referencias al trabajo, a la escritura, y a mi relación con el mundo del cine”.
Respecto a los personajes, el autor precisó que siempre estaban al servicio del tema. “Por ejemplo, el personaje de la asistenta del narrador, es una cinéfila que tiene raíces en una actriz norteamericana llamada Thelma Ritter, que todos vimos en películas como Eva al desnudo. También hay referencias de ciertas personas que conocí y de mis relaciones con la gente del cine”.
Otro personaje recurrente de Marsé era su Barcelona natal. “Aunque no tiro por la nostalgia”, aclaró. “Barcelona ha cambiado muchísimo en los últimos años. Muchísimo. Mi barrio no tanto. Nunca fui fiel desde el punto de vista urbanístico. Yo hice una mezcla de barrios. Esa Barcelona de mis novelas se puede decir que ya no existe”.
En cuanto a la estructura de esta novela, Marsé observó que había una serie de juegos literarios que quiso plantear. “Es algo que ya había hecho hace años en otro relato breve titulado Los fantasmas del cine Roxy. Esa mezcla de géneros es algo que ya se ha hecho. Inicialmente esta novela se desprende de otra, Caligrafía de los sueños, de la que debería haber formado parte. Estaba previsto desarrollar estos temas ahí, pero me di cuenta de que la novela adquiría un volumen desorbitado y tenía problemas de estructura cuya solución no me satisfacía, y decidí guardarlo para más adelante. Así trabajé en ello y salió esta novela”.
Le comenté que algunas veces se había dicho que él era un escritor de novela negra, algo que le rechinó en un primer momento. “Yo he leído muchísima novela negra en mis tiempos, aunque últimamente no. Simplemente estoy hasta el gorro de una especie de conspiración para situar a la novela negra; todo el santo día hablándose de ella y aparecen constantemente especialistas, se organizan festivales, etc., y se ha llegado a decir que la novela negra es la que realmente refleja las contradicciones de la vida y la que indaga sobre toda la problemática. Estoy un poco hasta el gorro de oír estas cosas. Por ello dedico ese brevísimo capítulo de esta novela, en la que un matrimonio anciano discute acerca de ello. Y en realidad no tiene nada qué ver con el resto del libro, pero me di el gustazo de ponerlo”.
En el conjunto de su obra, Marsé, a sus 83 años, tenía claro que quería seguir escribiendo si se le ocurría un buen tema, porque no consideraba poner punto final. “Cuando termino una novela lo que ocurre es que no sé muy bien si seré capaz de escribir otra. Aparte de eso, tengo proyectos. Ya veremos si soy capaz de sacarlos adelante. Algún relato y ya veremos si una novela larga”.
Lo cierto, comentó para concluir, es que una de las actividades a la que más tiempo dedicaba era a la lectura. “Sobre todo, leer”, recalcó. Y suspiró.
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