‘El asesino’, Edvard Munch.
Tenemos nuevo relato inédito, feroz, casi desnudo, en la sección de la Escuela de Imaginadores en Zenda.
La imaginadora Begoña Antonio Vallejo nació en Murcia, pero ha pasado la mayor parte de su vida en Madrid. Estudió Historia del Arte, entre muchas otras cosas, ha sido profesora y gerente hotelera, y es autora del libro infantil Andrés en el Museo del Prado.
Begoña es una de esas personas con el valor suficiente para dejarlo todo atrás, huir de la ciudad e irse a vivir al campo, sin que le pesen la inclemencia o las duras tareas diarias. Es una mujer serena, sonriente, de voz melódica, que usa su experiencia y su conocimiento de la vida rural para acompasar dulcemente sus relatos, con sobriedad y con la precisión del vocabulario exacto. Es esa mujer que en un taller literario hace que te confíes, que te acerques y bajes la guardia, para luego de repente asestarte el inesperado hachazo de su temible mundo interior.
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El encargo
Después de meses de trabajo, de sobornos, la había encontrado. Abajo, en el valle, estaba la casita, en realidad una choza de pastores cercada por un aprisco de guijarros ahora desperdigados.
Ajustándose los prismáticos vio que el tejado a dos aguas relumbraba, conservaba el rocío de la noche, en un lateral habían colocado un plástico negro sujeto con dos grandes piedras. En un costado había un porche sostenido por unas vigas añosas necesitadas de reparación. El suelo era de chinarros grises, algo abombado. Conjeturó que las raíces de los árboles de la entrada habían llegado hasta allí y lo habían levantado. Sobre un zócalo de arenisca se alzaba el muro de la casa, que tuvo un enlucido blanco en su día y ahora era verdoso.
Detuvo la mirada en las contraventanas, estaban echadas todavía, pero se adivinaba que no cerraban bien y entraría la luz. Bostezó. Había traído un termo con café para no dormitar y algo dulce, no le gustaba interrumpirse para comer. Necesitaba estar atento hasta el final. Diez, doce trabajos tan bien pagados como este y se retiraría, algún día tenía que pensar en eso. Algún día, ahora no, se dijo de repente furioso.
Imaginó lo silencioso que sería vivir allí abajo, cerca del arroyo. Tendrá libros, pintará, le traerán revistas, cómo pasará el tiempo esa mujer, cómo hará para no enloquecer entre tanta soledad. Supuso que caminaría por el extenso monte que se abría de espaldas al arroyo. Quién la reconocería allí, él había tardado meses en dar con ella.
Revisó mentalmente las fotografías que le habían dado, podría reconocer a la mujer por la calle, llevaba días memorizando sus rasgos: cara cuadrada, grandes cejas enmarcando unos preciosos ojos verdes, el cabello recogido en una coleta, muy alta, con una sonrisa asomando a su cara todavía muy joven, quizás era modelo. Una joya, se dijo envidioso del hombre que le hizo el encargo. Si es que era un hombre, a él solo le llamaron, depositaron el dinero y le enviaron fotos acompañadas de todo lo que necesitaba saber de la mujer. Como siempre.
Se tumbó boca abajo, con los binoculares pudo ver una pequeña huerta cercana a la casa, un cuadrilátero de tierra negra por donde asomaban puerros o cebollas, se veían los tutores por donde treparían las judías y brotecillos verdes, quizás berenjenas o calabacines. Cómo una mujer tan refinada podía haber hecho aquellos surcos, suspiró, nunca dejaría de sorprenderse.
Recordó su infancia, las tierras de su familia, los animales, las hogueras a la intemperie, el trabajo de sol a sol por un plato de comida… las palizas de su padre, los gritos de su madre para impedir el maltrato. No, él nunca tendría una huerta, nunca viviría en una casa así, él tenía otros proyectos. La ciudad, la vida arriesgada le habían dado el coraje para ganar dinero, para ser alguien.
El sol ya daba de lleno en las ventanas. Los chopos se reflejaban en los cristales de la casa. Una hoja de la contraventana se abrió, uno de los visillos se escapó y empezó a dar vueltas como un molinillo.
Dejó los prismáticos, cogió la mochila y escarbó en busca del fusil. Lo montó, limpió la mirilla y enfocó hacia la casa.
Dentro, la mujer sentada en un jergón se desperezó, miró el reloj, el infiernillo, el fregadero, el grifo goteando, las cajas de fruta que ahora eran armarios, periódicos apilados y yesca para hacer fuego en el exterior. Todo le olía mal, pero ya no le quedaba jabón, apenas una pastilla que atesoraba para lavarse. Iba al arroyo, escarbaba en el lecho y sacaba la arena fina con la que restregaba el cazo y los platos. Su hermana le había prometido que iría, que algún día le llevaría lo necesario. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ya no sabía cuánto.
Cogió un trapo, un resto de camiseta, y lo empapó en la cocción de manzanilla que se hacía cada noche. Suavemente se lo pasó por la frente, hasta el cuello y las orejas, luego se masajeó con aceite. Conservaba un espejito de bolsillo, pero ya nunca se miraba. Aclaró el trapo en el fregadero y le vino una arcada de humillación y miedo de la que no se pudo librar. Buscó el apoyo de la pared y respiró despacio una, dos, tres, muchas veces. Se acarició la mejilla y volvió a sentir el ardor en la carne, como si le hubieran echado agua hirviendo sobre el rostro, creyó que la piel se le deshacía y se caía a trozos nuevamente.
Deslizó la espalda y terminó sentada sobre las baldosas desconchadas. Se mordió con fuerza el pulgar para espantar el tormento y un punto de sangre asomó junto a la uña. Abrió la boca como un pájaro y exhaló. Hubiera vuelto de buena gana al jergón para arrebujarse, pero no lo hizo, el frío del suelo se le coló por las nalgas y se levantó de un salto.
Miró por la ventana, el sol ya estaba alto, sería un día bonito. Se recuerda caminando kilómetros por la playa hasta alcanzar el apartamento, sin ropa, sin gorra, medio desnuda, abrasada. ¿Te parece bonito hablar así con extraños?, le espetó César al abrirle la puerta.
Un jabardillo de avispas la sacó de sus pensamientos, revoloteaban entre las hojas tiernas de los chopos. Haría una fogata, las ahuyentaría con humo. Tendría que buscar el nido, matarlas.
Fue hacia la mesa, preparó la cafetera y encendió un cigarrillo. Le daba asco, pero la espoleaba para empezar el día, para no volver a dormir. Contó las provisiones de la comida. El pastor le traería un cabrito pronto, se lo había prometido, le había dado su palabra. Ella había cumplido con el trato por la huerta y por el animal y seguiría cumpliendo, cómo viviría si no.
Miró las paredes, se hinchaban por días, había hecho una escoba con un manojo de ramas atadas y sacaba los cascotes fuera de la casa, cuánto resistiría el tejado.
La habitación se saturó de un olor amargo y áspero, a café barato. Cogió una taza de plástico que había en el fregadero, la enjuagó y la llenó, le gustaba sin azúcar. Se miró las manos hinchadas, tenía las uñas negras de revolver la tierra de la huerta, hacía meses que no se limaba las uñas, con una tijera mellada les había puesto límite. Se las imaginó con las cutículas hidratadas, la manicura hecha… dejó la taza sobre la encimera de piedra y metió las manos entre las axilas, se encogió de hombros, se había prometido no llorar y cada día volvía al llanto.
Se puso la bata, se caló el gorro y, como cada mañana, se apoyó sobre la pared que miraba a la huerta para que le diera el sol, tanta luz la reconfortaba.
La mujer por fin salió de la casa con una taza humeante.
Ajustando la mira telescópica vio que estaba fumando, y parecía más delgada que en las fotos. Tenía el cuello quemado, igual que cuando se acerca el plástico al calor, la cara conservaba la estructura cuadrada. Un párpado caído cerraba el ojo que él podía ver, quizás llevaba gorro porque ya no tenía pelo.
Apuntó a la sien, le gustaba más el corazón, pero en esta ocasión no tenía buen ángulo.
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