Para nuestra desgracia cultural, la Historia —escrita con la solemnidad que otorga la “H” mayúscula— suele ser maltratada por un presente irreverente que en algunos casos llega a un paroxismo iconoclasta abanderado por la ignorancia y, lo que es peor, por determinados representantes sectarios de una supuesta “intelectualidad” militante del pensamiento único. No se trata de un fenómeno propio de nuestro tiempo, como algunos también se esfuerzan en hacernos creer. Más bien es la constatación de una vigencia que en momentos de crisis se agudiza. Y es que la Historia —insisto en su mayestática apostura— es víctima de manipulaciones y tergiversaciones, casi siempre impunes, por parte de manadas azuzadas por poderosos que la quieren doblegar a su antojo. Este abuso, oculto bajo el disfraz de la irresponsabilidad pero de consecuencias más que previstas, es perpetrado contra Clío, la musa vejada ante la pasividad de casi todos, incluso de muchos de los que se presentan a sí mismos como sus adalides, que guardan el silencio ante el miedo o ponen la mano, en el peor de los casos, para llenar la faltriquera.
De esta forma vil y mezquina, la Historia ha sido humillada con el propósito de acabar con su reputación como testigo documental de una verdad, casi siempre incómoda, que puede servir de utilísima experiencia para impedir la repetición de errores. En el peor de los casos, llega a convertirse en un arma arrojadiza de la que cada facción quiere apropiarse, como lanza de Longinos, para defender sus postulados insostenibles. En nuestro tiempo —uno de esos momentos convulsos a los que me refería un poco más arriba— se la ha demonizado hasta llegar al extremo de calificarla de reaccionaria al representar valores que son considerados caducos y opresivos, contrarios a la libertad que algunos enarbolan sin haber leído nada que contradijera la doctrina imperante.
Escribir libros siempre ha sido una prueba de fe, un método catártico con el que los autores buscamos reconciliarnos con nosotros mismos y ajustar cuentas con el pasado o nuestros propios demonios. En los casos más frívolos, se trata de un desvergonzado ejercicio de vanidad. Dejando a un lado estas cuestiones, si el ejercicio de la literatura ya es de por sí arriesgado, ante todo lo comentado anteriormente hemos llegado a un punto en el que escribir sobre una etapa de la Historia se ha convertido en un desafiante acto de valentía que los autores asumimos con cierta inconsciencia romántica.
Hace poco alguien me preguntó si mi último libro, Nunca fueron extraños: Extranjeros a las órdenes de los Borbones en la España del XVIII, trataba realmente sobre los reyes de esta dinastía, en un tono que hacía hincapié despectivo en “aquellos Borbones” y dejaba entrever cierto riesgo implícito. Desarmado ante el verdadero sentido de una pregunta que podía tener trampa, aclaré que mi obra se centraba en las biografías de algunos de los extranjeros que sirvieron a estos monarcas durante ese siglo. Mi respuesta le debió de resultar poco satisfactoria a mi interlocutor, que me dedicó un torcido gesto antes de marcharse investido de la dignidad del ferviente practicante de la corrección política imperante.
Mi estupor inicial ante aquella situación dejó paso a una reflexión que ahora comparto con ustedes: al escribir ensayo histórico, ¿soy un rancio reaccionario o un rebelde defensor de una causa perdida? Mientras sopeso la cuestión seguiré escribiendo.
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Autor: José Luis Hernández Garvi. Título: Nunca fueron extraños: Extranjeros a las órdenes de los Borbones en la España del XVIII. Editorial: Modus Operandi. Venta: Amazon
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