Hay verdades ocultas que permanecen aletargadas indefinidamente, esperando a que la curiosidad las desenmascare. Y cuando pasamos a su lado, ignoramos la importancia de una mirada intencionada, la única capaz de sacarlas a la luz.
El local parecía un taller. Contra las paredes se concentraban varias mesas, sobre las que reposaba un desorden controlado: numerosos libros, con tapas duras de todos los colores y grosores. A un lado, unas antiguas prensas parecían sacadas de otra época. Tras varias ojeadas furtivas, acabé confirmando lo que ya intuía: estaba ante un taller de encuadernación. Desde entonces, cada vez que pasaba por allí, detenía la mirada en una zona distinta, intentando hacerme una idea de lo que sucedía dentro, descifrando los secretos de un oficio poco conocido. Pero aquella visión no fue suficiente para saciar mi curiosidad y un buen día me decidí a entrar.
La puerta estaba cerrada y las caras de sorpresa de la pareja que frecuentaba el lugar delataban que no solían recibir visitas. Tuve que explicar que yo no era el repartidor del correo, sino un simple curioso que quería conocer mejor lo que sucedía tras el escaparate anónimo. Me contaron que se dedicaban a reparar y encuadernar libros muy antiguos para instituciones públicas, grandes encargos para los que utilizaban técnicas muy específicas. Recordé que tenía unos cuantos libros antiguos en casa, haciéndose pedazos tras cada lectura, pero me dijeron que sería demasiado costoso repararlos y por eso no necesitaban insignia alguna en la puerta.
Al reconocer aquel artesanal oficio, no pude evitar recordar el rico pasado de Lyon en cuanto a impresión se refiere. No en vano fue una de las principales ciudades europeas que, a finales del siglo XV, se sirvieron del invento de Gutenberg para difundir la cultura, solo superada por Paris y Venecia, la indiscutible capital mundial de la impresión. La mayoría de las publicaciones que llegaban a la Península Ibérica se imprimían en Lyon, así como casi la mitad de los libros producidos en Francia. Por aquella época, la ciudad contaba con numerosos “libreros-impresores” que editaban, publicaban y vendían sus propios libros. Algunos nombres de calles, como Sébastien Gryphe, homenajean hoy a los más célebres representantes de un oficio que, por distintas razones, se fue perdiendo en el siglo XVII.
Para proteger y potenciar el recuerdo de ese momento histórico se creó el Musée de l’Imprimerie et de la Communication Graphique, que cuenta con una importante colección permanente, pero también con extraordinarias exposiciones temporales de producción propia, cuyo objetivo es despertar el interés colectivo hacia el objeto impreso (ya sea un libro, un periódico, un cartel publicitario o la portada de un disco) como un indispensable elemento de comunicación.
Pero ni un museo de ese calibre, ni un pasado glorioso, ni el esfuerzo realizado para preservarlo sirven de nada si una mirada curiosa no se posa en ellos. Si nadie repara en el oficio denostado que se sigue ejerciendo tras un escaparate sin nombre. Porque observar, escuchar, leer e interrogarse sobre lo observado, escuchado y leído son la mejor manera de luchar contra el olvido. Porque la memoria y la curiosidad son indispensables para construir el puente que cruza el abismo del vacío.
En Lyon nació el autor de «El Principito», quizás por ello. Lejos no andaban los hermanos Lumière, pero ese es otro tema, aunque paralelo.