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El espía que mamó

Disimulen, pero sí. Mamar, como suena. En sus dos acepciones: aprender algo a tierna edad y emborracharse. Ambas las reunió Ian Fleming, genial embustero, autor de El espía que me amó y creador de James Bond.

Un Bond, el literario, bien diferente de los cinematográficos; esos guaperas insufribles, cuyas cintas son un descarado publirreportaje de paisajes exóticos y marcas costosas. Unas pelis donde sólo resulta admirable la labor de los especialistas de acción.

La crucial diferencia entre el uno y los otros, estriba en el talento narrativo de Fleming, quien dominó el sutil arte de hacer fluir una historia. El Bond novelesco, ese que gime de dolor cuando lo hieren, se antoja un personaje más seco que flemático; más estoico que frío; un tipo sombrío y hasta atormentado tras el asesinato de su esposa. No resulta un cargante total, porque su creador lo enfrenta a grandes oponentes y le rodea de fabulosas aliadas.

Ian engendró una cosmogonía de villanos tan espléndida, que invitan a admirarlos. Ese Doctor Julius No, hijo de misionero alemán y feligresa china, dotado de extraordinario talento científico y a quien rechazan entidades académicas por resabios clasistas y coloniales. Ese Emilio Largo de aristocrática ascendencia romana, barón del contrabando en Tánger y príncipe de una banda de ladrones, que asola las firmas de joyería en la Riviera francesa.

Ian Fleming

Ian Fleming

Mención aparte merece Francisco Scaramanga, el hombre de la pistola de oro, quien tuvo a un elefante por único amigo durante su solitaria niñez en el circo familiar. Un paquidermo que, enajenado por la temporina sexual (musth), escapa sembrando el pánico hasta que un policía lo abate a tiros. El pasaje de la amarga despedida entre el chico y el animal, casi justifica que el joven Scaramanga mate al agente, a renglón seguido.

"Y ahí estaba Fleming, exquisito, mujeriego, bebedor y ex funcionario de inteligencia durante la II Guerra Mundial. Si alguien podía ahorrar bochornos al MI-6, era este experto en intoxicación."

En cuanto al elenco femenino (literario, insisto) resulta insuperable. Ahí queda Dominó Vitali (nacida Dominetta Petacci), actriz frustrada, querida de postín y cuyo talento interpretativo, pulido en la Real Academia de Arte Dramático londinense, deslumbra mientras refiere el mito sobre el marino dibujado en las cajetillas de tabaco “Corte Naval” de Players. Por no aludir a las antagónicas hermanas Masterton: Jill, hermoso cadáver tintado en oro, y Tilly, francotiradora experta buscando venganza. De su relación, Bond saldría citando a San Agustín: “concédeme, Señor, castidad y continencia, aunque no ahora mismo”.

Ursula Andress

Ursula Andress

Aunque perviva memoria gráfica de una Ursula Andress saliendo de la mar, esplendente y en bikini; la ficticia (eppur auténtica) Honeychile Rider surgió de entre las olas tan desnuda como la Venus Anadiomea; irrefutable prueba de la superioridad literaria frente a la cinematográfica.

No lo olvidemos, Fleming mentía como nadie. Una labor que desarrolló, en parte, por su país. La ascensión de Bond a categoría de ícono inglés se potenció desde las sombras por propio el MI-6, cuya trayectoria andaba muy cuestionada por entonces.

A la pérdida de muchos de sus agentes tras el “Incidente de Venlo”; el servicio sumaba la mofa y el desprecio de sus envidiosos colegas del MI-5, las cuales aumentaban con cada una de sus posteriores cagadas. Entre ellas, la brutal sangría que le causaron los “Cinco de Cambridge” (Philby, Maclean, Burguess, Blunt y Cairncross), quienes lo saquearon para gloria del KGB, dejándolo hecho unos zorros ante los ojos de la CIA.

Y ahí estaba Fleming, exquisito, mujeriego, bebedor y ex funcionario de inteligencia durante la II Guerra Mundial. Si alguien podía ahorrar bochornos al MI-6, era este experto en intoxicación, quien ya había probado su eficacia. Como el propio Ian aseguró al también novelista y colega, Robert Harling: “escribiré una historia de espías que acabará con todas las historias de espías”. Casi acierta.

Goldeneye en Jamaica

Goldeneye en Jamaica

Fleming —niño de familia rica, nieto de acaudalado banquero escocés, e hijo de ilustre militar y héroe caído en guerra— era un bala perdida. Lo echan de Eton por hacer novillos, conducir a toda leche y beneficiarse a una doncella del servicio. De la academia militar de Sandhurst, cuyos toques de retreta se pasaba por la sínfisis púbica, sale también por la gatera y con una gonorrea. En fin, un joyel a sus diecinueve años.

"Harto de vivir sin dinero, Fleming abandona el reporterismo, recurre a sus contactos familiares y entra en la City, trabajando en un par de bancos."

Tras esto su madre lo despacha a Suiza, fiándolo a la tutela de Ernan Forbes Dennis, espía y diplomático; y de su esposa, la novelista Phyllis Bottome. Esta última alentaría el talento literario del chico; mientras el primero le inculca la necesidad de dominar el francés y el alemán, buscando encaminarlo hacia el Foreign Office. Fleming no logró ingresar, sin embargo, en el Ministerio de Relaciones Exteriores británico al quedar lejos del escaso cupo de plazas ofertadas. Pero hay serias evidencias de que ya se arrimaba bien a las botellas: decidió hacerse periodista. ¡Figúrense!

Como reportero, Ian trabaja para Reuters, aunque jamás logrará la solvencia profesional de su hermano Peter, excelente cronista de viajes e informador y, ¡sorpresa!, también agente secreto durante la contienda en Asia. Conviene recordar que, por entonces, todo hijo de familia pudiente y con asideras, accedía sin trabas tanto a la universidad, como a la oficialidad castrense o a la función pública. Sí, así rulaba Britania también.

Harto de vivir sin dinero, Fleming abandona el reporterismo, recurre a sus contactos familiares y entra en la City, trabajando en un par de bancos. Gana cierta pasta, pese a que aquello tampoco era su fuerte, y adquiere una casa propia.

John Le Carré

John Le Carré

En 1939, inesperadamente, el Foreign Office vuelve a acordarse de Ian. Desean que vaya a Rusia, bajo la tapadera de enviado especial del Times, para comprobar cómo andaba el cotarro. Sus observaciones y análisis resultan acertados, abriéndole camino hasta la Rama Especial de la Reserva Naval Voluntaria. O sea, se convierte en espía, con empleo de commander (teniente coronel) y trabaja como ayudante del contralmirante John Godfrey, trasunto real del famoso “M”, el mandamás del MI-6.

Ya al servicio de Su Majestad, Fleming opera en la Unidad de Asalto 30, un equipo de inteligencia que sigue a las vanguardias británicas, evitando que los alemanes destruyan sus archivos de campaña. También anduvo por Gibraltar, donde ayuda a implementar una operación dirigida a evitar el bombardeo nazi del Peñón.

Durante su estadía gibraltareña, Ian usará la primera voz mítica luego relacionada con Bond. Bautiza su feliz campaña de intoxicación con la clave: Operación Goldeneye. No extraña pues, que también llame Goldeneye a su villa en Jamaica. Pero según sus hagiógrafos, una peña muy divertida, esto se debía a que durante sus obras apareció una vieja tumba española, cuya estela lucía un ojo dorado.

"El heroísmo del mítico James Bond comportaba un delirio chovinista e imperial, para tapar las vergüenzas a un MI-6 más inoperante que la minga de Orígenes."

Una sutil invención. El solar de aquella finca había sido un antiguo picadero de burros a las afueras de Oracabessa y jamás se inhumó allí nada que no tuviese cuatro patas. La verdad resulta más prosaica. Goldeneye es el nombre en inglés del porrón osculado (Bucephala clangula), un pato invernante en las aguas costeras de la bahía de Algeciras y San Roque, que Fleming, ornitólogo devoto, gustaba de admirar.

Momentito, porfaplís ¿O sea que Ian era “pajarero”?… Sí, hasta el punto de que, como es sabido, el auténtico James Bond fue un reconocido ornitólogo americano, autor de uno de sus libros de cabecera: Guía de campo de las aves de las Indias Occidentales.

Pero la imaginación de los exégetas de Fleming no conoce freno y por eso resulta además muy bien traída esa génesis del famoso código “doble cero”, que lo remonta al siglo XVI y la figura histórica de John Dee, matemático, astrónomo, cabalista y ocultista, que ofició como consejero y espía para la reina Isabel I. Sostienen los antedichos glosadores que Dee signaba sus informes confidenciales con la rúbrica cabalística 007. Los dos primeros dígitos equivalían a “sólo para sus ojos” (los de la egregia majestad); mientras que 7 era el guarismo que el propio hermético se atribuía como ente. La realidad evidenciaría que 007 era el número de línea del autobús que Fleming tomaba al salir del trabajo, rumbo a su abrevadero favorito. ¡Cachis!

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El heroísmo del mítico James Bond comportaba un delirio chovinista e imperial, para tapar las vergüenzas a un MI-6 más inoperante que la minga de Orígenes. De hecho, mientras los focos apuntaban al tan glamoroso como ficticio agente, el servicio aprovechó para remodelarse a fondo a sí mismo (¡Caramba, igual que Orígenes!)

Pese a ello la criatura de Fleming trascendería la ficción; para tornarse en un personaje universalmente reconocible. Una falaz supernova en mitad de un universo pleno de lujo y medios. Algo que irritaría a otro curtido agente secreto británico, excelentemente dotado también para la novela. Este era un personaje que había trabajado tanto en el MI-5 como en el MI-6, y atendía por David John Moore Cornwell, más conocido por su alias literario: John Le Carré.

"En el espionaje actual, Bond no tendría cabida."

Le Carré sabía bien de las carencias de medios, de las luchas intestinas y del oscuro mundo de los servicios de inteligencia. Por eso, su obra restituyó el espionaje a su paisaje natural: una niebla donde la traición se revela como una aurora boreal hostil. De modo que cada éxito editorial de Cornwell era como aplicar una carga de dinamita al ilusorio pilar de fantasía sobre el cual se erguía James Bond.

Mientras tanto, aquel Fleming que mentía, bebía, vivía y se solazaba en brazos femeninos, sosteniendo una relación matrimonial con rincones de frenopático, comenzó a variar el rumbo. Su criatura arrasaba en el cine, sí. Pero él tenía difícil seguir infundiéndole vida sobre papel.

Polémicas de plagio aparte, Ian incluso varió de tercio, escribiendo libros documentales, de viajes, y hasta una novela infantil: Chitty Chitty Bang Bang. Una obra que sólo aparecería póstumamente, aunque con éxito bastante para ser llevado a la pantalla grande. Irónicamente, entre los actores del reparto figuraban Desmond Llewelyn (el “Q”, creador de chismes para Bond) y Gert Fröbe (el malvado Auric Goldfinger).

Hasta once escritores fueron requeridos posteriormente por la franquicia que compró los derechos de Fleming, para seguir generando aventuras literarias del mítico 007. Las más veces, fueron adaptaciones de guiones de películas vertidos luego a novela. Pero hay una especialmente bien lograda: Solo de William Boyd (Alfaguara, 2013). Su éxito es que presenta un Bond en plena madurez, más humano y reflexivo.

Pero si los espías de Le Carré tenían una veracidad de la que Fleming siempre adoleció (lo cual no resta un ápice de atractivo literario a las andanzas de su héroe), los tiempos han cambiado que es una barbaridad.

Buen reflejo de ello es el ameno Espionaje para políticos (Tirant Humanidades, 2016), del profesor Antonio M. Díaz Fernández, uno de los mayores expertos universitarios sobre servicios de inteligencia.

Díaz quien ya había publicado un análisis histórico del espionaje español desde la guerra civil hasta el 11-M, se descuelga esta vez con una didáctica monografía, divertida y bastante alejada del plúmbeo academicismo, donde refleja las vicisitudes actuales de un supuesto recién nombrado director de “La Higuera”, que es como los agentes de cierto país europeo motejan a su servicio.

La obra proporciona una visión básica y generosa del moderno espionaje, así como de los perfiles de sus profesionales y de su evolución durante las últimas décadas, contando incluso con un esplendido prólogo del embajador Jorge Dezcallar, quien dirigió durante varios años el CNI español.

En el espionaje actual, Bond no tendría cabida. Como tampoco la tendría el razonamiento de Henry L. Stimson, poderoso secretario de defensa estadounidense, quien resolvió disolver el Gabinete de Criptografía tras la Gran Guerra, alegando que: “los caballeros no leen los correos de otros”.

Hoy, el espía es un tipo oscuro que esculca todo tipo de correos y pincha teléfonos celulares al margen de la ley. Un personaje cínico y amoral, más cercano a Falcó que a Bond o a Smiley.

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