Se ha declarado el estado de sitio en la ciudad y hay tragedia (anunciada a ritmo de tuit) en cada escena de esta versión del título de Camus que ha llevado a las tablas de La Puerta Estrecha la compañía teatral AlmaViva.
También hay comedia, hay deseo, hay insumisión, amor, reflexión…
Tras atreverse con La noche justo antes de los bosques y La tempestad esta compañía nos deleita con una atrevida, y nada complaciente, adaptación de El estado de sitio, de Albert Camus. El estado de sitio es drama, comedia, farsa, reflexión, monólogo, baile, música, coro.
En la obra se suceden silencios oscuros que con precisión medida van desnudando el texto de todos los artificios posibles. Apenas hay escenografía, la sencillez se ha apropiado también de la apariencia de los intérpretes, no hay distracción más que los continuos apagones, el estado de alarma constante que viven los ciudadanos y que logran transmitir a los espectadores.
La historia se desarrolla en capas, de texto y de interpretación, desde los asuntos más triviales a la esencia de la condición humana, de la masa informe a la individualidad y la consciencia absolutas del ser humano (de sí mismo y de su capacidad de decisión).
Este desnudo, este desbrozamiento en capas, se lleva a cabo con la complicidad de un equipo capitaneado por César Barló y con la complacencia de un público que asiste ensimismado a esta puesta en escena, y sobre todo con el esforzado engrasado de la maquinaria actoral.
Los actores (Adrián Viador, Teresa Alonso, José Gonçalo Pais, Eva Varela Lasheras, Diego Ercolini, Sayo Almeida y Samuel Blanco) funcionan como coro y como individuos. El trabajo interpretativo de la primera mitad de la obra en el que actúan física, vocal, espacial y emocionalmente como un todo, resulta una de las características más sobresalientes de esta obra, ejecutado de manera soberbia. Los actores han trabajado, de modo preciso, el espacio, las intenciones y los momentos de verdad.
El estado de sitio está llena de verdad. Es por eso que la obra incita a la reflexión e incluso obliga a cuestionar el ahogo de la burocracia, la función de un estado «democrático» (incluso uno totalitario) en el que la opinión del ciudadano pierde peso y valor, al tiempo que el poder público engrosa sus beneficios y aumenta su poder. Entre esos momentos de verdad resulta clave la existencia del amor, el riesgo que supone dar pie a ese sentimiento absoluto que en esta sociedad, no tan distópica, podría salvarnos.
El juego de voces, luces e interpretación sobresale como una delicada y ambiciosa sinfonía. El texto es respetuoso en cierta medida con el original de Camus, aunque la compañía AlmaViva facilita una interacción del público a través de pequeñas denuncias, pequeñas quejas, pequeños actos de rebeldía sobre el papel que son incorporados sutilmente en el libreto de cada función.
Así, cada noche, sobre las tablas de La Puerta Estrecha, Camus revive en sus palabras (y en las nuestras) y lo hace sacudiéndonos y desperezándonos, advirtiéndonos de nuestra falsa comodidad y nuestros falsos beneficios sociales. Y lo hace con escasos y estudiados atisbos de violencia, con una coreografía interpretativa compensada, flexible y elegante, con un dominio del espacio y el tiempo a través de la palabra que consigue que el espectador a ratos olvide las circunstancias en que sobrevive, su particular estado de sitio.
Se lo digo siempre: no me la perdería.
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