Volverás a Benet
Hace unos días le envié a Paco una fotografía que me hice a las puertas de Pisuerga 7, la casa que él tanto frecuentó a lo largo de unos cuantos años y por la que yo sólo había pasado en una ocasión, hace ya más de dos décadas. Aproveché que la Residencia de Estudiantes está al lado de El Viso y que tenía por delante unos cuantos minutos libres para acercarme por allí a cumplimentar en silencio una de esas deudas de gratitud que se contraen con las personas a las que les debemos algo, por más que no hayamos llegado a conocerlas. Es sencillo dar con la casa, pero no tanto reparar en ella si no se va sobre aviso: sus propietarios actuales han cegado las aberturas de la tapia que permitían echar un ojo a la fachada y al intentar fotografiarla se corre el riesgo de que lo confundan a uno con un ladrón que anda a la busca de objetivos para su siguiente incursión delictiva. Por esa razón —y porque la entonces agonizante primavera había hecho florecer la vegetación en el jardín delantero—, apenas se acertaba a leer la placa cuya inscripción recuerda que en ese domicilio residió y murió el escritor Juan Benet. Paco me advirtió de que habían cambiado algunas cosas desde la última vez que él anduvo por allí —«esas escaleras que no son las que fueron»—, lo que es tanto como decir desde la muerte de quien fue su inquilino más ilustre. Se ha escrito alguna vez sobre lo que ocurría de puertas adentro, en las celebraciones y los encuentros que auspiciaba el anfitrión —el propio Paco, autor del mejor libro que se ha escrito hasta la fecha acerca del universo benetiano— y que tanto juego dieron en la rumorología de ciertos ámbitos del mundo literario. Lorenzo estuvo durante un tiempo preparando un artículo sobre la amistad que unió a Benet y Marías y me contó que su intención era iniciarlo con la descripción de aquel juego del compartimento en el que los invitados simulaban viajar a bordo de un tren. Esas fiestas privadas se mencionan con frecuencia en El plural es una lata, la biografía de Benet que ha escrito J. Benito Fernández y que acaba de publicar Renacimiento y que, de tan prolija y detallada, se hace en ocasiones excesiva. Hay entre la hojarasca, sin embargo, datos interesantes y apreciaciones de valor, como ésa en la que Manuel de Lope asegura que el de Una meditación es el principio más bello de toda la literatura española. También un repaso pormenorizado de la trayectoria ingenieril del escritor, lo cual puede parecer accesorio pero quizá cobije algún componente simbólico. Hace unos cuantos años, estaba empezando el siglo, pedí a mis padres que me llevaran a conocer el embalse del Porma, aprovechando un viaje en coche desde Salamanca a Gijón. La historia es sabida: la presa que lo contiene se levantó en la década de 1960 y su construcción obligó a evacuar varias aldeas que terminaron anegadas por las aguas. Benet fue el ingeniero que estuvo al mando y allí fue donde terminó de moldear la comarca imaginaria en la que ambientó la mayor parte de sus novelas, desde la seminal Volverás a Región hasta la inconclusa Herrumbrosas lanzas. Escribí un tiempo después que, en cierto modo, la subida al punto más alto de la presa se me asemejó a la aproximación a la narrativa del propio Benet, en cuyas obras me afanaba por entonces con meticulosidad y convicción: un esfuerzo arduo, fatigoso, en el transcurso del cual acechaba no pocas veces la tentación de claudicar, que quedaba compensado cuando, tras culminarlo, se extendía ante los ojos un paisaje que no resultaba exactamente hermoso —al menos no al modo y manera de las estampas paradisiacas que lucen los afiches turísticos—, pero sí ofrecía una panorámica absoluta y esclarecedora de todo lo que quedaba por delante y de aquello que habíamos dejado atrás. No fue Benet muy leído en vida, no lo es ahora que lleva muerto más de treinta años y seguramente no vaya a serlo nunca, porque hay caminos que sólo están abiertos para quienes realmente desean caminarlos y están dispuestos a sortear hasta el obstáculo más insalvable que les pueda salir al paso; tampoco puede uno decir qué lo empujó a tomarlo, por qué razones siguió adelante cuando lo sencillo, y hasta lo lógico, hubiese sido abandonar, qué fijación empecinada lo llevó a continuar por muchas barreras que se le pusieran por delante. Puede que la respuesta se halle, sin más, en esa última perspectiva sobre el todo, esa sensación final de haber comprendido algo que no puede formularse, la constatación de que son los empeños más difíciles los que verdaderamente valen la pena.
No tanto como dicen
En ocasiones se abren abismos inexplicables entre lo que se ve y lo que se cuenta. Quienes pretenden instalar la sensación de que vivimos en un estado de inseguridad permanente, en un mundo en el que no puede uno salir a la calle sin arriesgarse a que le arrebaten o la bolsa o la vida, aluden tramposamente a ítacas que nunca fueron para justificar sus argumentos, en unos casos esgrimidos a partir de intereses que no confiesan para no tener que mostrar así el plumaje y en otros por la credulidad de quienes atienden de buena fe a esas razones sin detenerse a calibrar los porqués que se arrebujan en su trastienda. Como aún conservo algo de memoria, recuerdo cómo en mi niñez salía a jugar a los parques con el temor de pincharme con alguna jeringuilla y que había ciertas calles por las que mis padres me tenían prohibido pasar, no fuera a ser testigo o víctima de alguna escena más bien desagradable; también que, cuando iba al instituto —andaba por su mitad la década de los noventa—, un hombre entró en un bar de la ciudad donde crecí y acribilló de tres disparos a uno que estaba tomando un vino en la barra, no lejos de donde poco antes o poco después un proxeneta apuñaló a una prostituta hasta quitarle la vida. Hace bastantes años que por allí no ocurren esa clase de sucesos, y las estadísticas dicen lo contrario de lo que pregonan los apóstoles del desastre colectivo: la tasa de criminalidad no ha hecho más que bajar desde las primeras décadas de nuestra democracia —cuando apenas había inmigración en estos pagos— y España es uno de los países más seguros de la Unión Europea y, por extensión, del mundo entero. Sin embargo, desde determinados espectros se insiste una y otra vez en el avance progresivo de una degradación que no es tal, en el peligro que suponen aquellos que llegan a nuestros predios en pos de una vida mejor y que sólo en un pequeño porcentaje —relacionado no con su condición de extranjeros, sino con los estragos de una situación económica que los arrincona en el peldaño más bajo del escalafón— incurren en conductas delictivas. Puede que se deba —siendo generosos, o al menos biempensantes— a la proliferación de pantallas, al hecho de que ahora todo el mundo fotografía o graba lo que tiene ante su vista y lo difunde luego, y eso conduzca a que ahora veamos con nuestros propios ojos lo que antes sólo llegábamos a saber de oídas, y a menudo deformado por esa modulación que van experimentando siempre los testimonios que se transmiten de boca a oreja. Pero mucho me temo a que tiene que ver con lo de siempre: revolver las aguas que bajaban mansas por ver si en una de éstas se deja ver el pez, y entonces tendremos que fijarnos bien en quiénes son los pescadores, y observar a cuánto ascienden las ganancias que les procura el estropicio que ellos mismos provocan.
Mejor en la tele
Algo habría que hacer, pero nadie sabe exactamente qué. El monstruo ha crecido tanto que es complicado no ya frenar su avance, sino sólo ralentizarlo y enmarcarlo entre coordenadas asumibles. Fabiana, que vive en París, me cuenta que la ciudad anda desbordada ahora que están a punto de caramelo los Juegos Olímpicos y que para finales de año se esperan nuevas multitudes con motivo de la reapertura de la catedral de Notre Dame. En Roma han puesto la ciudad patas arriba: en 2025 habrá allí un jubileo y quieren que la ciudad luzca remozada ante las hordas de visitantes. Por Atenas vale más no acercarse en temporada alta: las colas para acceder a la Acrópolis descienden la colina y pueden fácilmente ocupar todo el paseo hasta el teatro de Dionisos. Me acuerdo de la respuesta que me daba mi abuelo cuando era yo un niño y le preguntaba si no le apetecía conocer esos lugares de apariencia fascinante —Nueva York, Berlín, Londres, Pekín, Bogotá, Boston, Moscú— que aparecían continuamente en los periódicos y las películas: «Se ven mejor en la tele».
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