Hace mucho que la calle Velintonia (o Wellingtonia) ya no se llama así, porque en 1978 las autoridades municipales decidieron rebautizarla con el nombre de quien fuera su vecino más ilustre. De ahí que hoy, cuando se habla de Velintonia a secas, nadie piense en esa pequeña arteria curva que nace y muere a unos pocos pasos de la parada de Metropolitano, sino en la casa que aún resiste a duras penas dentro de esa colonia de chalés de estilo ecléctico que asemeja un pequeño oasis a estribor de los dominios universitarios. Si alguien pasa por allí de casualidad, tendrá que fijarse mucho para dar con la pequeña placa que recuerda la identidad de su antiguo propietario e inquilino. Los que acuden por esas latitudes madrileñas buscando precisamente ese recordatorio, no podrán evitar sentir algo parecido a la rabia o la decepción cuando constaten que lo que tienen delante de sus ojos no es más que un cascarón vacío.
La casa no es una casa cualquiera. No queda mucho para que se cumplan los cien años de su construcción, pero sus virtudes arquitectónicas son lo de menos. Como ocurre muchas veces, el carisma se encuentra no tanto en la apariencia como en los ecos de aquello que configuró su esencia durante unas cuantas décadas a lo largo del siglo pasado. No es la materia, sino el símbolo. Vicente Aleixandre se instaló allí en el primer tercio del siglo XX, tras viajar desde su Andalucía natal hasta Madrid para cursar estudios y una vez establecido en la capital como profesor de Derecho Mercantil, y no tardaron en concatenarse la voluntad y el azar para que el edificio se convirtiera en un foco cultural por el que antes o después pasaron todos los que tenían algo que decir en una España que iniciaba una centuria convulsa. Ya había conocido Aleixandre a Dámaso Alonso —lo que propició su descubrimiento de Rubén Darío, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez— y ya había padecido los primeros síntomas de una mala salud que le acompañaría durante toda su vida. En Velintonia fue escribiendo los libros con los que se daría a conocer como poeta —Espadas como labios y La destrucción o el amor, con el que ganó el Premio Nacional de Narrativa en 1934— y cimentó su propia vocación a la vez que impulsaba las ajenas. Sus vínculos con la Residencia de Estudiantes le hicieron trabar relación con Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Federico García Lorca, que en mayor o menor medida le tuvieron como amigo o consejero. Todos ellos —pero no sólo: también habría que citar a Gerardo Diego, Pablo Neruda, José Antonio Muñoz Rojas o Miguel Hernández— acudían con frecuencia a Velintonia, y el propio Aleixandre esbozaría a partir de aquellas visitas una serie de retratos que verían la luz en un libro, Los encuentros, publicado en 1958. Cuentan que Lorca recitó allí sus sonetos del amor oscuro antes de que se conocieran en ningún otro lugar, y existe la plena seguridad de que la obra de unos cuantos nombres egregios de la edad de plata de nuestras letras no habría sido la misma si no se hubiesen producido unas tertulias demoradas durante largas horas en los aposentos de aquél a quien tenían por compañero de viaje, mentor y confidente.
Como tantas muchas cosas, todo ese tráfago intelectual se vio truncado por la guerra. Pese a que eran conocidas las ideas izquierdistas de Aleixandre, una denuncia anónima lo condujo en los primeros días de la contienda a una cheka republicana de la que fue liberado gracias a la intercesión de Neruda. No mucho después, un bombardeo franquista destrozó la casa de Velintonia y se llevó por delante gran parte de su biblioteca. El poeta no pudo regresar a ella hasta que se reconstruyó en 1940. Para entonces, el conflicto y sus consecuencias habían abierto una herida irreversible en la Generación del 27: a Lorca lo habían asesinado y otros, como Alberti o Cernuda, habían huido del país. Aleixandre, al igual que Dámaso Alonso, optó por permanecer en España e inscribirse en eso que se ha conocido como exilio interior. Ambos fueron, de hecho, los que dieron carta de naturaleza al fenómeno de la poesía desarraigada con sus libros Sombra del paraíso e Hijos de la ira, dos cantos a una existencia absurda en medio de la barbarie. Pero, contra lo que cabía suponer, no consiguió el franquismo terminar con Velintonia. Más bien al contrario, la casa de Aleixandre se convirtió en un puerto seguro al que acudían los nuevos poetas y narradores, a menudo poco o nada congraciados con el régimen, para hacerle partícipe de sus creaciones y obtener de él criterio y consejo. Buena parte de la Generación del 50 lo tuvo como maestro y cómplice —tanto a la hora de evaluar sus poemas como en lo relativo a la búsqueda de alguna editorial que quisiera publicarlos— y narradores como Javier Marías se han referido a menudo al apoyo que Vicente Aleixandre les prestó en sus inicios. Recientemente publicaba Fernando Delgado un libro, Mirador de Velintonia (Fundación José Manuel Lara), en el que se da cuenta de cómo, durante la larga noche dictatorial, aquel chalé fue un faro cuya luz brillaba para que los exiliados sintiesen próximo el calor de la patria que habían perdido y los autores incipientes hallaran su propia voz.
Vicente Aleixandre obtuvo el premio Nobel en 1978 y falleció en 1984. Desde entonces, su domicilio fue cayendo en un abandono que se ha venido haciendo más y más acusado a medida que transcurrían los años y nadie parecía prestar demasiada atención al viejo edificio de la calle Velintonia. El olvido que aún hoy se percibe por allí es aterrador. Continúa en el patio el cedro libanés que plantó el propio poeta, pero casi es lo único que permanece de aquel tiempo y de aquella vocación de agitar culturalmente las aguas de un país a la deriva. Por el chalé han desfilado okupas y hasta algún que otro gamberro que se llevó recordatorios tan pintorescos como el número 3 que se exhibía a la entrada. Cada cierto tiempo se escuchan reivindicaciones que exigen su rehabilitación y recuerdan que aquélla no es la simple casa de uno de los escritores más notables de nuestra literatura —y con que sólo fuera eso ya sería bastante para acondicionarla y darle un uso digno—, sino el espacio donde una parte importante de las letras españolas halló su razón de ser en un tiempo hostil. Lo dijo Pere Gimferrer en el discurso con que formalizó su ingreso en la Real Academia Española: «Aleixandre no vivió una sola vida, sino muchas: la suya propia, y, además, tanto la literaria como la personal de sus numerosos amigos y discípulos próximos.» No ha sido el único en valorar la importancia crucial del poeta y de su Velintonia. Jaime Siles dijo que «esa casa era un santuario cargado de magia», y el exministro César Antonio Molina ha contado alguna vez cómo recitó en sus habitaciones su primer libro de poemas. No han soplado buenos vientos por esa esquina del callejero madrileño, pero parece que las cosas, afortunadamente, están a punto de cambiar. El nuevo planeamiento urbano pretende modificar el uso residencial del edificio para conferirle otro dotacional, lo que posibilitaría que el ayuntamiento se hiciera con la propiedad para convertir de nuevo el número 3 de Velintonia en la Casa de la Poesía que nunca debió dejar de ser. Dicen que, cuando Jaime Gil de Biedma pasó por allí a visitar a Aleixandre unas pocas semanas antes de su fallecimiento, lo vio tan enfermo que abandonó la mansión con sus ojos empañados en lágrimas. Es hora de que dejen de derramarlas quienes, desde la muerte del poeta y en ese eterno y frustrante regreso a Velintonia, se han acercado a su puerta para constatar que sólo el olvido residía ya entre esas paredes.
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