He leído Examen de ingenios con mucha sorpresa y con no menos curiosidad. Errará y mucho quien considere que este libro, por su temática y forma, pueda ser considerado obra menor o complementaria de otras del autor. Ya se sabe que vivimos en un país en donde todo lo que no sea una novela no existe, y en nuestro pecado llevamos la penitencia. Decía Umbral que en España la novela es una superstición. Examen de ingenios es un libro con una personalidad exuberante y es un libro que inventa su propio género. No es exactamente un libro de memorias, aunque sea la memoria la principal convocada en estas páginas. Tampoco es un libro de retratos, porque no hay ninguna complacencia a la hora de hablar de los protagonistas ni se busca la celebración de la amistad o la celebración ciega de la vida ni el elogio fácil. Tampoco es un ensayo literario, pues no aspira a demostrar nada. Yo diría que es una especie de galería de fantasmas, brillantemente convocados. Es también, como su título indica, un examen. No es un título puesto por su sola evocación literaria. Examinar el pasado y los frutos del pasado, esa es la tarea. Puede que examinar sea mejor que recordar. Todo el mundo se atreve a recordar, pocos a examinar, a revisar, a explorar, a conocer.
Me ha llamado la atención la sinceridad de sus páginas, porque la sinceridad no es frecuente en la tradición memorialística española. Estamos ante un libro por el que desfilan evocaciones y recuerdos y valoraciones de escritores, artistas, cineastas, toreros, actores, políticos e intelectuales de la cultura en español más relevante del siglo XX, desde Azorín, con quien se inicia el libro, hasta Juan Gelman, con quien se cierra. Desde Rafael Alberti, hasta Rafael de Paula, por citar dos Rafaeles. Incluido Alfonso Guerra. No es cuestión de que nombre aquí a todo el elenco. Más que elenco, yo diría que es una región entera, la región de las producciones culturales españolas. Hay algo especial en este libro, y ese algo es la precisión en el juicio. Me han interesado más las aseveraciones morales y las descripciones psicológicas y físicas de los personajes que las exégesis e interpretaciones literarias de los libros que se citan, porque estas últimas, como es natural, son subjetivas. Y su autor tiene, como no podía ser de otro modo, sus filias y sus fobias. Pero aun siendo subjetivas y por tanto opinables, están expuestas con coherencia y resultan siempre interesantes, muestran la naturaleza de un pensamiento literario cuidado y exigente.
Me ha hechizado de este libro algo también muy peculiar: la ausencia de melancolía. Cabría esperarla, a la melancolía, pues es un libro en el que la mayoría de los protagonistas están muertos y es un libro escrito desde el final del camino. No hay nostalgia tampoco. Por eso me parece un libro espectacularmente distinto y original, y en buena medida “raro”, pero la rareza ha sido siempre, al menos históricamente, la virtud esencial de la literatura, pues lo contrario de raro es normal. Y la normalidad casa mal con la literatura.
Juzgar y narrar y valorar el pasado tal como lo hace Caballero Bonald es inquietante. Porque en este Examen de ingenios la muerte o el paso del tiempo no son los protagonistas. La protagonista es un ansia tan serena como irónica de verdad. En ese sentido, es un libro cervantino. También hay una comunión en estas páginas entre verdad y libertad. Se nota que Caballero Bonald ha escrito el libro con absoluta libertad, sin miedo a las vanidades de los protagonistas que aún están vivos y sin miedo a la posible ira de los fantasmas de los muertos famosos. Esa idea de libertad que presiden estos retratos tan sui generis es muy de agradecer en nuestra literatura, poco dada a la exposición limpia de lo que uno piensa. El destino final es una inspección de la cultura en español del siglo XX, con especial atención a España, pero sin descuidar los referentes latinoamericanos, que son abundantes, desde Borges a García Márquez.
La prosa de Caballero Bonald representa otro momento admirable de Examen de ingenios. Es una prosa barroca, pero no barroquizante. Está llena de hallazgos, pero no se regodea en ellos. Devuelve el castellano a una gramática y a un léxico de leyenda, que a veces recuerda a los prosistas de los siglos de oro. Parece como si de vez en cuando se colara Quevedo: el retrato de Gonzalo Torrente Ballester se abre con un “parecía sentado a perpetuidad”. Pero no hay afectación. Hay una maestría que suena como una voz del pasado, como palabra dicha en la caverna del tiempo. Y hay originalidad. En un momento en que la prosa de la literatura, tanto la española como la que se hace en otras lenguas, es más bien funcional, la prosa de Caballero Bonald desciende a los abismos del idioma.
Es un descenso doble el que este libro representa: a los sótanos de la lengua española y a la claridad en el juicio sobre los otros.
Y diré una última fascinación: la sobriedad en las emociones. No hay desbordamientos emocionales, y podría haberlos, dado el lugar desde el que está escrito el libro. En el mejor de los casos, se expresa alguna declaración de amistad de una manera austera y frugal. Las admiraciones literarias como las desavenencias o las censuras también están contenidas. Y me gustan mucho las censuras a los comportamientos de los colegas escritores, no son censuras gratuitas, tienen sentido, son certeras, y el lector las entenderá muy bien.
El conjunto del libro da una imagen de la vida que resulta hermosa, lúcida, extraña, grávida y rígida. Es un libro hermoso, pero de una hermosura poco frecuente en nuestra tradición. Es un libro fiel a una sola cosa: el rigor y la verdad personal, un rigor que acaba siendo una forma casi turbadora de entender la vida. La verdad personal, sí, allí está la poética del examinador de ingenios.
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Autor: J. M. Caballero Bonald. Título: Examen de ingenios. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac
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