Fausto es una obra desconcertante, por su monumentalidad asimétrica y su absoluta ambición abarcadora. Todavía hoy, a pesar de la larga lista de hermeneutas y exegetas que se han dedicado a desentrañar sus arcanos, resulta desconcertante, hasta el extremo de que un fino analista como Harold Bloom la llega a considerar «la obra de literatura occidental más rara y, aun con todo, canónica».
Las claves de este sinuoso proceso creativo tal vez se encuentren en su último desengaño amoroso que inspiró su célebre Elegía de Marienbad, cuya composición señala Stefan Zweig como uno de los Momentos estelares de la humanidad. Un traumático y patético episodio en su vida, Goethe se había enamorado como un adolescente de la joven Ulrike von Levetzov de la que le separaban 53 años, que propició que el polímata de Weimar volviera a centrarse en la selección y ordenamiento de su monumental obra. Y que los últimos años los dedicara obsesivamente a ultimar su Fausto: «A los ochenta y uno emprende el gran negocio de su vida, Fausto, que acaba siete años después de los trágicos y decisivos días, ocultándolo a los ojos del mundo».
Como se ve, Fausto es una obra de juventud y de vejez, de las dos edades biológicas más creativas de un poeta, y de ahí la perplejidad que produce la débil hilazón que trata de cohesionar las dos partes, tan disímiles en sus planteamientos que bien podrían formar parte de la trama argumental de dos obras diferentes, pero que no dejan de sorprender por la variedad y alcance estético de sus versos.
Tienen razón los detractores de Goethe cuando señalan que el joven poeta se transformó en un viejo erudito. Pero no es menos cierto que el viejo erudito es el autor de algunos de sus más memorables versos, aunque, como ya he señalado en otra ocasión, hoy se recuerden más sus novelas y dramas que sus poemas. En la segunda parte de Fausto, tan sorprendente como audaz, Goethe da buena prueba no solo del arte de versificar y de su maestría estética, sino, sobre todo, de su abrumadora erudición.
Fausto es un hombre insatisfecho que busca la ansiada plenitud. Por eso su lectura resulta tan aleccionadora en estos tiempos en los que el egocentrismo se ha transformado en una vacua religión del yo: «Y lo que ha sido averiguado a la humanidad entera / quiero gustarlo yo en lo más íntimo de mi ser». Ese es el verdadero drama de Fausto, el ansia de plenitud, expresada en la totalidad de un instante. Decía Marcel Proust, y cito de memoria, que «una mujer hermosa es una promesa de felicidad». Fausto emprende esa búsqueda de la felicidad, un sucedáneo de la plenitud, tras su frustración por no encontrar el esencial conocimiento en los estudios a los que había dedicado su vida y en los que había dejado los goces de su juventud. Por ello acomete la seducción diabólica de Margarita en la parte primera, y de Helena en la segunda, ahondando su destructiva frustración en su anhelante afán de plenitud.
La primera parte es la más dramática, la más teatral, como si Goethe buscase remedar o medirse con Shakespeare, Calderón o Milton, como señala Bloom. En sus páginas, por encima de la doble apuesta entre Dios y el demonio y entre Fausto y Mefisto, destaca y conmueve la degradación de Margarita —víctima inocente de las lujuriosas maquinaciones de Fausto y Mefisto—, que tras haber envenenado a su madre con un tósigo y perder a su hermano en un duelo con Fausto se convierte en una enajenada filicida que le dice dolorosamente a su funesto amante, en una dramática y memorable exhortación: «¿Quién te dio tal poder / sobre mí, verdugo?».
La segunda parte, como ya se ha señalado, resulta mucho más compleja e interpretable que la primera, por la disparidad argumental de sus escenas y de sus diferentes actos, así como por su endeble cohesión con la primera parte. Son muchos los aspectos que pueden señalarse, pero quizá entre los más llamativos se encuentre la creación en el laboratorio, por parte de Wagner, antiguo ayudante de Fausto, de un hombrecillo que no puede vivir fuera de su redoma, pero que en cambio manifiesta los más profundos sentimientos humanos. Homunculus es la antítesis del Frankenstein de Mary Shelley, toda una metáfora de la imposibilidad del ser, ya que fuera de su redoma Homunculus no logra sobrevivir. Lo mismo sucede en el acto tercero, tras la alegórica unión entre Fausto y Helena y el consiguiente nacimiento de Euforión, una proyección icaresca del propio Fausto cuyo anhelo de plenitud le lleva a la prematura muerte y a la inviabilidad, al menos esa es la debatida cuestión, de la fusión cultural entre Grecia y Alemania.
Hay mucho del viejo erudito Goethe en esta segunda parte, especialmente en el acto cuarto y el quinto donde también se perpetra, por la sublimación del yo, otro diabólico crimen, comparable de modo paralelo al cometido en la primera parte con Margarita y su entorno familiar. Y es precisamente este crimen, la muerte de los ancianos Filemón y Baucis, el que desencadena definitivamente en Fausto las desasosegantes sombras de «una inquietud angustiosa que afecta a todo el ser». Acaso la misma que sentía Goethe desde los tristes acontecimientos de Marienbad, como atestiguan estos versos puestos en boca de un Mefistófeles sorprendido por su incontrolable lujuria hacia los ángeles y querubines que venían a rescatar el alma de Fausto: «Te ves engañado en tus viejos días, / y te lo has ganado: te va peor que mal […] la más vulgar lujuria, un absurdo amorío, han / atrapado al diablo de brea untado. / y si este viejo astuto experimentado, / de una cosa tan necia y pueril se ha ocupado, / en verdad que no ha sido locura menguada / la que la final de él se ha adueñado». Puro testimonio autográfico de Goethe.
La editorial Abada editores acaba de publicar una nueva reedición revisada de Fausto de la solvente y rigurosa germanista Helena Cortés Gabaudan: Fausto, una tragedia de Johann Wolfgang von Goethe. La edición bilingüe presenta una breve pero sustanciosa introducción de su traductora y unas documentadas notas —cuya referencia es la destacada Edición de Hamburgo de las Obras Completas de Goethe— que en ningún momento entorpecen la lectura al encontrarse situadas como apéndice del libro, pero que resultan muy orientadoras para cualquier lector y, sobre todo, para aquellos que se sumerjan por primera vez en esta magna obra. Helena Cortés Gabaudan advierte con agudeza que «las traducciones envejecen mucho más deprisa que sus fuentes originales», por lo que cada generación no dejará de enfrentarse con nuevas tentativas ante el reto de verter al castellano las complejidades semánticas, sintácticas, rítmicas y versales que presenta el Fausto de Goethe, sobre todo si se tiene en cuenta sus más de 12.000 versos.
El Fausto no deja de sorprendernos, porque en sus páginas caben inagotables lecturas. Puede que Goethe no haya superado a Shakespeare en la profundidad y complejidad psicológica que alcanzan la mayoría de sus personajes, y que su obra represente el final y no el principio de una literatura, pero su gigantesca creación no deja de discernirnos en sus velados espejos y oníricas alegorías.
El propio Goethe empezó a escribir su Fausto como un joven poeta, pero no puedo concluirlo en su juventud porque sabía que tenía que transformarse en un viejo erudito, es decir, en Mefistófeles.
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Autor: Goethe. Título: Fausto. Traducción: Helena Cortés Gabaudan. Editorial: Abada. Venta: Todostuslibros.
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