Estoy en Jerusalem. A las cinco de la tarde es de noche, a las cinco de la mañana es de día. Entre el jet lag y los caprichos del sol, apenas duermo. Cuando logré olvidarme de mí mismo por un instante, sonó la llamada por WhatsApp. Un señor se identificó como Lepto. Su tono era plañidero y a la vez autoritario. “Necesito que me haga un favor”, declaró, como si yo le debiera algo, en lugar de estar pidiéndomelo. “Sé que está en Jerusalem. Usted tiene que apersonarse en el Muro de los Lamentos, y retirar un papel, con un deseo, que yo dejé allí”.
—Son las tres de la mañana.
—Las 9 de la noche —me corrigió Lepto.
—Las 9 de la noche en Argentina —le aclaré.
—¿Y de dónde piensa que le estoy hablando? —remedó Lepto, sin ningún sentido, un frase publicitaria.
—Discúlpeme pero tengo que dormir —interpuse.
—Usted está ahí —insistió Lepto—. A un paso del Muro de los Lamentos. Para mí es completamente imposible trasladarme. Además de que en este momento no tengo el dinero, padezco de stantofobia.
—¿Qué? —intercalé, temiendo una insólita cargada internacional.
—La stantofobia es una fobia que sólo padezco yo. ¿Me puede hacer el favor o no?
—No, bajo ningún concepto —aseveré.
—Bueno, usted tiene que entrar al Muro de los Lamentos por la explanada. Pasa la reja y cuando llega al Muro, siempre por la izquierda, pegado a la Ieshivá, camina tres pasos a su derecha y ahí, empezando del suelo, cuenta hasta la hilera de ladrillos número 20, rincón izquierdo, va a encontrar un papel celeste. En la época en que lo puse, nadie dejaba papeles de colores. Sólo blancos. Lo va a identificar con facilidad. Necesito que lo retire, lo guarde, y me lo reintegre. A su regreso, yo lo paso a buscar por donde usted me diga dentro del radio del Once.
—Son cientos de millones de visitantes a través de los años —dije, intentando imprimir un halo de sensatez a mi voz—. No lo podría encontrar si lo hubiera dejado hoy, imagine si lo dejó mucho tiempo atrás.
—Treinta años atrás —detalló el señor Lepto—. Visité Israel con mi novia, la que hoy es mi esposa. Y anoté en el papel de marras: “Que esto dure para toda la vida”. Pues bien, la relación no está funcionando. En rigor, nuestra vida en común es un verdadero infierno. Le ruego que retire ese papel. Si los judíos regresaron después de 2000 años al centro de su patria, con Muro de los Lamentos incluido, usted puede caminar dos cuadras.
—Además de que desde el punto de vista práctico lo que usted me pide es irrealizable —argumenté—, aún si por uno de esos milagros inútiles yo fuera capaz de semejante prodigio, no me atrevería a hacerlo. No sé si no es una herejía.
—Ah, pero usted es totalmente supersticioso —me apostrofó el señor Lepto.
—¿Yo supersticioso? —reaccioné furibundo como un adolescente—. ¡Usted me pide que retire el papelito del Muro de los Lamentos para cancelar su matrimonio, ¿y el supersticioso soy yo? ¿Por qué no se separa y se deja de escorchar?
—Más fácil es encontrar un papelito en el Muro de los Lamentos que divorciarse de mi esposa.
—Entonces venga y búsquelo usted.
—Pero si ya le dije que carezco de los recursos y padezco stantofobia. ¡Así no vamos a terminar nunca! Parece el cuento de la buena pipa.
Corté la comunicación. E inmediatamente apagué el celular. Por supuesto, ya no me pude volver a dormir. A las cinco de la mañana estaba completa y desesperadamente insomne. Las luces de los autos que pasaban nueve pisos abajo, en la carretera, parecían ojos de gatos. Traté de leer, sintonicé un canal de noticias en ruso, en un momento me pareció que entendía una palabra en cirílico. Me puse bermudas, ojotas y una musculosa, y caminé hasta el Muro de los Lamentos. Recordaba como si me las estuviera repitiendo en ese mismo momento las indicaciones de Lepto. Ya había allí rezando hombres y adolescentes ortodoxos, un hindú con túnica amarilla, un joven que parecía haber acabado una parranda en el lugar menos indicado. Busqué como un orate, como un niño, y por supuesto no divisé ningún papel celeste. Regresé a mi habitación con una desazón inexplicable, y alrededor de las siete de la mañana me dormí sin saber cómo.
Pasaron dos días. Estaba brindando una conferencia, en el Cervantes de Tel Aviv, cuando WhatsApp volvió a sonar. Después de las preguntas y los saludos, descubrí que la llamada perdida era de Lepto. Ya caminando por la avenida Dizengoff, me sorprendí llamando a Lepto. Atendió de inmediato y me gritó: —Pero qué hizo, qué hizo. ¡Usted me dijo que no podía! Lo mío era una consulta, no un mandato. ¿Usted hace cualquier cosa que le ordenan?
—Cálmese y explíqueme de qué está hablando —lo interrumpí.
—Jacinta me abandonó. Temo que se haya marchado con un vecino. ¡Vuelva a poner ese papel en su lugar! ¡Tendría que haberme consultado antes de emprender semejante acción, tan decisiva, tan abrupta! Así que si yo le digo a usted ahora que vaya y se compre una tonelada de halvá, ¿usted va y lo compra? Pensé que hablaba con un escritor, no un criado.
—Usted me está ofendiendo. Y no tengo por qué darle ninguna explicación, pero la pura verdad es que no encontré el papelito.
—Ah, pero lo buscó.
Me quedé callado.
—No existe ningún otro motivo por el cual Jacinta pueda haberme dejado.
Corté la comunicación. Quizás con el tiempo aprendiera incluso a no atender.
Pasaron otros dos días y aún no podía creer estar parado frente al Mediterráneo, en Tel Aviv. Escuché mi nombre dicho por altoparlantes y me asoló una oleada de pánico. Tarde en descubrir que me llamaban desde el bar del balneario. Cuando acudí, un mozo me esperaba con un teléfono en la mano.
La voz femenina, de entre cincuenta y sesenta años, me trató de señor, agregó mi apellido, y se presentó: “Soy Jacinta”.
Le pregunté con lagrimas de miedo cómo había logrado comunicarse conmigo.
—Israel es muy pequeño —dijo por toda respuesta, y agregó sin pausa—. Le agradezco haber vuelto a colocar el papel celeste en su sitio. Abandoné a Lepto sin saber por qué, pero algo me impulsó a reconciliarme. Ahora sé lo que ocurrió: gracias.
Estaba por gritarle que los dos, ella y Lepto, debían dejarme inmediatamente en paz, cuando un pequeño papel celeste surcó el límpido cielo de Tel Aviv, aunque nadie me crea. Sólo pude deshacer el nudo de mi garganta preguntando:
—¿Qué es la stantofobia?
Pero ya Jacinta había cortado la comunicación.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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