Otro trece de octubre, el de 1307, fue viernes. Y está escrito que este viernes, de hace hoy setecientos catorce años, en el que el felón Esquieu de Floyran va a ver culminada su intriga, sea un día aciago. Tanto que, a partir de él, en las culturas anglosajonas, todos los viernes que caen en trece son el día del mal fario.
Ese mismo día 13 de octubre, en que la felonía de Esquieu de Floyran acaba surtiendo efecto, el papa Clemente V hace extensiva la orden de detención de los templarios a todos los reinos cristianos. Ya en 1309, algunos se retractarán y se convertirán en relapsos.
“Tres meses antes de mi confesión, me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que me salía sangre de las uñas”, afirma el hermano Ponsard de Gisi ante la comisión pontificia. “Sujeto por una correa, me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal de que sea breve, que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la orden. Pero no puedo soportar estos martirios a fuego lento como los que he pasado durante estos dos años de prisión”.
Volviendo a ese viernes 13, en el que comienzan a ser detenidos los caballeros del Temple, las instrucciones para su suerte se han dado a lo largo del día 12. Nadie lo hubiera dicho en esa víspera, cuando el gran maestre de los templarios, Jacques de Molay, acompañaba al rey de Francia en el sepelio de la princesa Catalina de Courtenay, cuñada del monarca, con toda la pompa y circunstancia del momento. Ahora bien, hay quien estima que el motivo de que el responsable de los caballeros se encuentre en la corte francesa no es otro que convencer al rey para que ponga en marcha una nueva cruzada.
La cosa viene de antiguo. Como poco, se remonta a mayo de 1291, cuando la orden rindió San Juan de Acre al sultán Jalil. Aquella fue la última posición europea en Palestina. La historia nos cuenta que dicha caída supuso el fin definitivo de las cruzadas. Con la pérdida de aquella plaza, los templarios, encargados de defenderla, ven desvanecerse una buena parte de su prestigio en el orbe cristiano.
Pero la eficacia que han demostrado en sus empresas económicas y militares anteriores —en pocos decenios supieron convertirse en una de las tropas europeas más aguerridas, a la par que, llevando sus finanzas, son muy semejantes a un banco moderno— todavía conceden a estos monjes y soldados un respeto, aunque no mucho, entre los príncipes cristianos y los señores de la época.
Fundada en 1119 en Jerusalén por Hugo de Prayens para la defensa de la Tierra Santa y de los peregrinos cristianos, casi doscientos años después estos monjes y soldados empiezan a resultar incómodos en los reinos de la Europa continental. Por eso, en 1291 trasladan su cuartel general a la isla de Chipre. Eso sí, aún administran el tesoro del rey de Francia, quien, además, cada día está más endeudado con ellos.
Parece ser que a Esquieu de Floyran, un antiguo prior de Montfaucon (Limoges), lo que le llama la atención de los templarios son las explotaciones agrícolas y ganaderas, así como los ingresos obtenidos por las tasas aduaneras y por los distintos tributos que se les permite cobrar a los hermanos del Temple. El felón sabe de todo esto, al igual que de las fabulosas riquezas de la orden —hay autores que estiman que él mismo fue un antiguo monje—, al escuchar hablar de ellas en la celda de una cárcel que compartió con un verdadero templario.
Consciente de que él solo no puede hacer nada contra el Temple, el felón busca la ayuda de algunos soberanos. Corre 1305 cuando Jaime II de Aragón es el primero que le recibe: no le hace ningún caso. Marcha entonces a la corte de Felipe IV. Esta vez sí, el monarca francés, barruntando ya la forma de librarse de sus acreedores, escucha atentamente al felón. Y es a Esquieu de Floyran a quien cabe atribuirle el origen de las acusaciones que se vierten contra los templarios: que niegan a Cristo, que idolatran fetiches antropomórficos paganos, que son sodomitas, que llegan a inteligencias con los musulmanes.
Jacques de Molay fue llevado a la hoguera, instalada delante de Notre Dame en 1314. Antes de morir, tuvo tiempo de maldecir al papa y al rey, a quienes emplazó para encontrase junto al Altísimo antes de un año. En efecto, el monarca y el santo padre murieron a los pocos meses.
De Esquieu de Floyran sabemos que, tras verificar el resultado de su maledicencia, escribió a Jaime II para jactarse de ello. Ponsard de Gisi llegó a maldecirle durante su suplicio. Y poco más se sabe de él. La historia, como Roma, no suele ser pródiga con los traidores.
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