Existen libros que, sin saberlo el autor, se construyen a través del tiempo. Incluso se publican partes de ese libro en formación inconsciente. Llega un momento en que, al ver hacia atrás, el escritor decide darles forma a los materiales ya salidos a la luz pública y los añadidos inéditos, así como la reescritura de rigor, en una obra cohesionada y atractiva al lector. En casos excepcionales, como La figura del mundo de Juan Villoro (Random House, 2023), no dejan rastros de esa fragmentación previa.
Decir que Juan Villoro es sólo cronista, en alusión al título de esta reseña, sería no hacer justicia a un prolífico autor de algunas de las más notables crónicas escritas en América Latina —territorio, el de la crónica, en el que Latinoamérica, según Pere Ortín, cuenta con una fortaleza particular—. Villoro es además autor de novelas, cuentos, ensayos, obras de teatro y articulista, este último oficio lo compara con un colibrí por su naturaleza efímera.
Villoro despliega su usual maestría en una obra que hibrida la crónica y el ensayo. Sabemos que, por lo general, este autor se afana en la integración de géneros, algunos representados en animales como el ornitorrinco para la propia crónica, o el ajolote, motivo de la portada de su singular novela Materia dispuesta (Almadía, 2023), presentada el pasado 1 de junio junto con La figura del mundo en conversación con Jorge Carrión en Casa Seat. Por su parte, Materia dispuesta, publicada originalmente en México en 1997, es una novela de aprendizaje “donde las personalidades del padre y el hijo son comparadas con los dos lados de una toalla, el áspero y el terso”, nos dice el autor en el prólogo. Es así como ambos libros publicados este año, desde la ficción uno y desde la no ficción el otro, remiten al padre.
La figura del mundo es a la vez un libro sobre los abuelos y sobre la madre —a la que dedica el libro y es eje central del epílogo, que se convierte en un perfil aunque a contraluz del padre—. Es conmovedor cuando dice que su abuela paterna solía escribir un diario y al cabo de cierto tiempo tomaba la estrafalaria decisión de mandarlo a encuadernar y lo rifaba entre los nietos. En ese diario la madre de Villoro se enteraría de que la abuela había escrito que “lamentaba que mis padres se hubieran separado y atribuía a eso mi excesiva timidez y la tristeza que me dominaba”. Y agrega: “Hasta los trece años estuve deprimido”.
Esta última afirmación contrasta con la voz cronística usual en Villoro y su manera de relacionar las cosas, siempre risueña, con hilaridad a veces indetenible. Como cuando contó en Casa Seat la historia sobre una visita de su padre al médico en la que, tras manipularlo con disertaciones de lógica, convence al médico de que lea algunos libros de budismo. Así que uno a duras penas se hubiera imaginado a Juan Villoro como una persona triste. Entendí que “nadie está contento por decreto y que hay que esforzarse para ser feliz… El carácter que me determina desde ese entonces procura negar la tristeza que no superé de niño”.
Supongo que no es fácil ser hijo de un intelectual tan conocido y respetado en México que, según descubrimos, tenía un carácter áspero y difícil. Cuando el niño le preguntaba al padre qué enseñaba en la universidad, este le respondía: “Estudio el sentido de la vida”. Y en vez de contarle historias normales para niños, el padre le contaba historias de los griegos: Circe abandonada por Teseo en la isla Naxos o Ulises en el Hades, lo que denota su complejidad mental. Esa persona tan poco afectiva, como nos cuenta el hijo-narrador, paradójicamente da un vuelco los últimos años de su vida en un sentido opuesto: detrás del muro que era el padre había un jardín. Tanto así que el narrador afirma que los últimos diez años fue la mejor década de la vida de Luis Villoro.
Y debe haber sido emocionante para el hijo presentar un libro sobre su padre en Barcelona, la ciudad donde este último nació en 1922. Luis Villoro fue hijo de un médico español que trabajó en el Hospital Sant Pau y de madre mexicana. España, merece la pena destacar, tiene una presencia preponderante en distintos capítulos, pero sobre todo en “Fábula de las naranjas: las dos Españas”. En la sede de Casa del Libro del Paseo de Gracia, curiosamente y a propósito de este punto, se puede encontrar en la mesa de novedades de “Historia de España”. Villoro hace un trazado hacia los abuelos y el propio padre que, en los albores de la Guerra Civil española, lo enviaron a un colegio en Bruselas. Y de allí, a México.
Luis Villoro, sintiéndose extranjero en el país de acogida, trató de ser más mexicanista que los propios mexicanos como una manera de neutralizar su desarraigo. Un filósofo prolífico como escritor, indigenista, activista durante la Masacre de Tlatelolco y, posteriormente, con una marcada devoción por el zapatismo, Chiapas y amigo entrañable del Comandante Marcos: “A mi padre México le pareció tan oprobioso que solo pudo soportarlo volviéndose nacionalista”. Y agrega: “Mi padre pertenecía a una corriente intelectual que combinó suéteres de cuello de tortuga del existencialismo europeo con las artesanías de barro de la antropología nacionalista”.
A lo largo del texto hay cuantiosas citas de filósofos, intelectuales y escritores aplicadas a los aspectos más cotidianos de la vida de su padre o de la relación del cronista con él. Y, al hacerlo, la crónica y el ensayo oscilan en preponderancia a lo largo del cuerpo del libro, a veces más ensayo, a veces más crónica, en esta especie de autobiografía a través del padre. El tono de la narración es cándido, pero no inocente; erudito pero a la vez ligero, sincero y con humor, con escenas de ternura dentro de la sequedad de un padre y una madre ausentes de su vida de manera distinta cada uno, cuyas carencias suplían en parte las empleadas domésticas, Cata y Consuelo, las únicas que sonreían en su casa.
¿Cómo era su padre en la vida cotidiana? De la lectura se desprende que le irritaban las cosas pequeñas; era romántico e ingenuo pero de indiscutible autoridad moral; tremendamente mujeriego; con muchas manías; con un escrupuloso afán de modestia; incapaz de aceptar la paradoja de que para promover el socialismo se necesitaba una mentalidad capitalista; derrochaba dinero en causas perdidas; no besaba a los hijos; detestaba la playa; padecía de diabetes y continuas gripes; no acudía a los médicos, y tenía una constitución física excepcional que lo llevó hasta sus 91 años, cuando muere.
Villoro nos habla del reducido círculo de amigos del padre y, en especial, un nombre que aparece repetidamente en casi todos los capítulos: Alejandro Rossi, filósofo y escritor que, en una manera muy clara, era lo opuesto a su padre. Rossi era todo emocional mientras que su padre era todo intelecto. Y es que Rossi se convirtió en una figura muy importante, íntima, cercana, un faro: “Alejandro me enseñó a expresar afecto, algo que no pertenecía al repertorio paterno”. Rossi es el autor del notable libro Manual del distraído, cuyo título, dice Villoro, podría definir a su padre. Rossi nació en Florencia, de padre italiano y madre venezolana, pasó su infancia en Caracas. Como afirma Adolfo Castañón, se vanagloriaba de ser descendiente del lado materno del general José Antonio Páez, el feroz lancero de la guerra de independencia de Venezuela que luego se opuso a Bolívar. Rossi representa una figura paterna alterna, compensatoria de las supuestas deficiencias del padre biológico.
No todo, sin embargo, fue amargo entre Luis y Juan. El motivo de unión refulgía cuando el padre lo llevaba al fútbol, algo que se enfatizó cuando se separó de la madre: “No es fácil encontrar diversiones para los hijos de los divorciados”. Y además, como el padre había perdido su Barcelona natal, este le hablaba del Barça con el pretexto de hablarle del Mediterráneo, del cementerio de Montjüic y de su lugar preferido de la ciudad: el Parque de la Ciudadela. Al morir el padre, Juan Villoro es quien se encarga de organizar todo lo relacionado al funeral. Nos relata que mantuvo una actitud estoica, que a él mismo lo sorprendió, hasta que recibió una nota de pésame del Barça y estalló en llantos. El fútbol era el punto de enlace afectivo con su padre.
Villoro destaca, en distintos párrafos, la importancia del papel del testigo. El hijo puede dar fe de tantos episodios que marcaron la vida del filósofo: “Los testigos importan más que los protagonistas”; así, esta obra toma peso como una autobiografía del testigo. De los estadios de fútbol a la ceremonia donde esparcieron la mitad de sus cenizas en territorio zapatista, los últimos capítulos de La figura del mundo son los más emotivos, y en ellos se agitan las emociones del lector. Hacia el final, curiosamente uno acaba con la sensación de lectura de una novela. Seguro que a Villoro se le ocurrirá un animal que represente a este libro entrañable.
—————————————
Autor: Juan Villoro. Título: La figura del mundo. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: