Sandra Aza cierra la bilogía que inició con Libelo de sangre y nos nuestra en esta nueva novela la vida como pícaro de Alonso Castro en el Madrid de 1621. Una historia, por tanto, de supervivencia, coraje y honor que tiene la venganza como telón de fondo.
En este making of Sandra Aza cuenta el origen de Estirpe de sangre (Planeta).
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Confieso que nunca pretendí hacer una bilogía con Libelo de sangre. Cuando empecé a escribirlo, pensaba que de aquella aventura resultaría un libro, no dos. Estaba segura de que la historia acabaría, que no se terciaría una segunda parte. Me equivoqué. Caí entonces en la cuenta de que las novelas son como los hijos: de pronto cobran vida y toman sus propias decisiones, decisiones que a menudo nos rompen los esquemas.
Así nació Estirpe de sangre, una historia que quizá haya estado en mi corazón junto a Libelo de sangre desde el principio, pero que no puso pie ni en mi mente ni en mis intenciones hasta mucho después, cuando ya no había vuelta atrás. Sepan, pues, los libelianos que esta vasalla de sus afectos se llevó la misma sorpresa que ellos cuando la realidad se irguió ante mí y me lo dejó claro: aquel vuelo no era directo; tenía una escala.
Libelo y Estirpe (permítame el lector obviar el de sangre para no caer en reiteraciones) narran las peripecias vividas por Alonso Castro en el Madrid de 1621. Constituyen la primera y la segunda parte respectivamente de una historia de supervivencia, de coraje, de amistad y de honor; sobre todo, de honor. He ahí el eje sobre el que pivotan las dos novelas: el sentido del honor de un adolescente obligado a madurar antes de tiempo por culpa de las dentelladas del destino, un muchacho que, a pesar de haberse criado entre algodones, se crece ante la adversidad y lucha hasta desfallecer por cumplir sus sueños y una promesa.
Aunque se trata de dos novelas muy diferentes, ambas se compenetran de tal manera que forman un todo. La una sin la otra quedaría incompleta como colmena sin abejas o como abejas sin colmena. Son, en realidad, las dos caras de una misma moneda, la moneda de la vida, esa que ora te colma de besos, ora te tunde a palos. Libelo irradia amor enredado en la telaraña del odio; Estirpe destila un odio abocado a hincar rodilla ante la fuerza del amor. Libelo se sumerge en el fatalismo y la desesperanza; Estirpe es amable y optimista. Sin perder ninguna grandes dosis de corazón y emotividad que persiguen anudar el estómago del lector, ambas tramas se internan en las luces y las sombras del Madrid del siglo XVII, pero mientras Libelo se regodea en la miseria, el hambre y la indigencia, Estirpe igual desciende a los bajos fondos que sube a las cumbres de la sociedad. La sangre que, a modo de apellido, comparten uno y otro libro riega cada párrafo, cada página, cada capítulo: la sembrada que fabrica vida y la derramada portadora de muerte presentes en Libelo, y la que nutre los lazos familiares de Estirpe, tan arrolladora e impetuosa que puede mover los hilos del destino.
Escribir Estirpe no me ha desgarrado tanto como lo hizo Libelo. He sufrido menos; me he divertido más. Urdir aventuras en lugar de desventuras ha cerrado algunas de las heridas que se me quedaron abiertas tras terminar Libelo con aquel inesperado y nunca pretendido «continuará». Probablemente así debía ocurrir. Al fin y al cabo, ambas novelas representan las dos facetas de mi personalidad: la que llora mucho y la que ríe siempre. Supongo que tan errático carácter trae causa de haber nacido en un ascensor, y supongo también que por eso mi humor sube y baja con la misma facilidad que la primavera nubla el cielo o lo pinta de azul. Fiel a ello, Libelo me provocó bastantes lágrimas y alguna carcajada; con Estirpe, en cambio, hubo más risas que llantos. En cierta forma, al escribir Libelo viví, y creando Estirpe reviví. Me parece el binomio perfecto porque, después de vivir y revivir, ya puedo morir con la tranquilidad de haber dejado mi impronta en la tierra. Decía el poeta cubano José Martí que todo ser humano debería legar tres cosas al mundo: un árbol, un libro y un hijo. Yo he cumplido con las dos primeras. En cuanto a la tercera… ¿quién sabe? Quizá en la próxima vida alumbre a un equipo entero de fútbol y remiende así ese jirón de mi alma. Y conste que lo que más me apena de no haber tenido hijos es la ausencia de nietos a quienes describir la increíble experiencia de ver mis letras enjoyadas con el sello de la editorial Planeta. Pero no importa. A falta de nietos, recurriré a los camareros de la madrileña chocolatería de San Ginés. A ellos les contaré mis batallitas de abuela cuando la vejez supere mi miedo a engordar, tire la báscula a la basura y me vaya todas las tardes a merendar su exquisito chocolate con churros.
Hoy, tras haber puesto «fin» a esta inmersión en el Madrid del siglo XVII, me siento afortunada y muy agradecida por todo lo aprendido y recibido. Más de mil suman las lecciones de humildad que Libelo de sangre y Estirpe de sangre me han brindado desde que inicié mi andadura por el universo de las letras con la osadía del ignorante que no sabe cuán difícil resulta combinarlas hasta construir una historia; más de mil suman los momentos entrañables que he vivido en la soledad de los escritores primero y en compañía de los lectores después; más de mil suman las toneladas de cariño con que estos han mullido el recorrido; más de mil son las flores que me he encontrado en el camino y en la meta. Si, como dicen, la felicidad es un puzle, y sus piezas momentos felices, yo me he salido del tablero, porque la literatura me ha proporcionado tantos instantes mágicos que mi particular puzle de la felicidad tiene piezas para dar y regalar.
Estos últimos tiempos compartidos con los diversos gremios que forman y conforman el mundo de la tinta y el papel (agentes, editores, escritores, lectores, reseñadores, revistas culturales, organizadores de festivales y de premios literarios…) me han fabricado una burbuja de momentos para el recuerdo donde no caben ni penas ni duelos. Agradezco a todos ellos tan cálido refugio. Gracias por hacer que esta aspirante a Peter Pan haya logrado recalar en el país de Nunca Jamás, ese donde se puede soñar sin límite, reír sin límite, disfrutar sin límite… vivir sin límite. Decía Borges: «Si pudiera vivir nuevamente, correría más riesgos, escalaría más montañas, nadaría más ríos, iría a más sitios donde nunca he ido, comería más helados y menos habas. Pero ya ven, tengo 85 años y me estoy muriendo». Me alegra pensar que, cuando llegue mi hora, no me sentiré así. Corrí el mayor de los riesgos colgando la toga para perseguir el sueño de escribir una novela, escalé una montaña de letras más alta e imponente que el mismísimo Everest recibiendo una lección de vida en cada parada, nadé en el río congelado de los principios y me lo encontré tibio gracias al cariño de la gente y viajé al Madrid de Cervantes, un sitio que ni en mis mejores fantasías hubiera imaginado conocer. Así las cosas, si los hados me regalan otras 33 navidades y consigo ennoblecer mis huesos con 85 eneros, podré afirmar que viví como quise. Ojalá la muerte me depare igual privilegio y me pille haciendo eso que Borges deseaba: comiendo menos habas y más helados… aunque, si se me permite elegir, cambio el helado por un chocolate en taza grande y con doble ración de churros. Mientras tanto, seguiré surfeando las olas de la vida sin dejar de darle las gracias por todos los que confiaron en mis letras y en mí, por todos los que han sido y son la Campanilla de mi particular país de Nunca Jamás.
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Autora: Sandra Aza. Título: Estirpe de sangre. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros.
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