Hete aquí una narración de verbo hipnótico en la que una niña de imaginación desbordante aprende a vivir en la villa argentina de Morteros. Entre los protagonistas, ataúdes flotantes, las milanesas cadavéricas, las vacas apocalípticas, las niñas mutantes y un tal Harley Davidson. Como dice Rodrigo Fresán, una novela con “un mundo entero y nuevo y propio y singular”.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El fino arte de crear monstruos (H&O), de Silvana Vogt.
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Batalla naval sobre ataúdes
Morteros se inundaba con facilidad y sin causas.
Era el Día del Niño y estábamos en la plaza, frente a la iglesia, con medio cuerpo en el agua, divirtiéndonos. Cuando los mayores vieron aparecer los cajones, el griterío anuló cualquier atisbo de racionalidad y enseguida vimos que aquello iba a ser una gran aventura. Nuestros padres comenzaron a nadar intentando reconocer los féretros con los restos de sus cadáveres queridos, mientras nosotros organizábamos una batalla naval subiéndonos a la última morada de nuestros antepasados. Navegando por el bulevar como corsarios, como piratas, como niños flotantes nacidos en Morteros.
Nuestras madres sufrieron ataques de nervios. Nuestros padres también, pero los disimularon mejor. Cuarenta niños nos subimos a cuarenta ataúdes y jugamos durante más de una hora a la batalla naval, al Titanic, a matarnos y a morir.
Yo navegaba al lado de Martín Mattioli y de la Mínima Suárez y, entre los tres, intentábamos hundir al Fede Fenoglio, que tenía ventaja porque había logrado domar dos corceles de madera que había puesto en paralelo juntándolos con sus largas piernas, lo que hacía difícil la misión de tirar por la borda al capitán.
Me acuerdo de que la Pía Tonetti iba encima de un cajón blanco, precioso, y que detrás de ella, aferrado a su cintura, iba el Toti Liteli. Eran los únicos que navegaban a dúo. Primero jugamos a todos contra todos y, cuando nos cansamos, alguien propuso que organizáramos ejércitos.
—Los de los ataúdes marrones, contra los de los ataúdes negros —dijo Martín Mattioli.
—Y los de los ataúdes blancos somos los jueces —dijo la Pía Tonetti.
Así fue.
Al finalizar la batalla, alguien propuso hacer una carrera, y todos pusimos proa hacia la línea de salida que era, sin discusión alguna, el monumento que hacía las veces de rotonda en el único cruce de calles grandes de toda la comarca.
—La meta es el colegio Cristo Rey —dijo el Rafa Capellino, el único niño que había visto cosas extraordinarias el año que lo llevaron lejos, a pasar unas vacaciones míticas. Tan lejos había ido el Rafa Capellino, tanto, que vio algo que ni siquiera todos los niños de Morteros pensando juntos como un cardumen de niños imaginativos imaginando al unísono nos hubiéramos podido imaginar. La llanura, dijo el Rafa al volver de su viaje, puede ir hacia arriba. Algunas veces, dijo, sobrepasa las nubes. Si la llanura sube mucho, el pasto se pone blanco en la punta, dijo. Esas formaciones extrañísimas de esos lugares lejanos, esas llanuras verticales, no se llaman llanuras verticales, se llaman montañas, dijo. Montañas, dijimos todos juntos aquel día. Y el pasto blanco se llama nieve, dijo el Rafa Capellino el día que volvió de su viaje, y, mientras todos los niños de Morteros decían Oooooh, yo pensé que no podía ser que existieran palabras que yo no conociera porque eso quería decir que existían cosas que esas palabras nombraban que tampoco conocía, y que eso era algo terrible porque, entonces, todo aquello en lo que uno creía, todo aquello en lo que uno confiaba, todo aquello que uno defendía podía ser refutado por alguien que supiera cosas que uno no sabía, por alguien que hubiera visto cosas que uno desconocía, por alguien que pronunciara palabras que uno ni había pronunciado, ni pronunciaba, ni pronunciaría jamás.
Estuve a punto de gritar a causa del pánico que experimenté al darme cuenta, por primera vez, de la posibilidad de que el mundo que quedaba pasando Morteros, el mundo que quedaba más allá de nuestros campos, más allá de la SanCor y del monumento que daba la bienvenida a nuestro pueblo, que era lo más lejos que habíamos ido nunca, no fuera idéntico a nosotros, a nuestras creencias y a nuestro paisaje y de que, además, nuestras palabras no fueran todas las palabras habidas y por haber y de que así, entonces, por consiguiente, de esta manera, en conclusión, la verdad con mayúsculas no fuera verdadera en sí, sino solo en mí.
En nosotros.
No tuve tiempo de gritar porque el Rafa Capellino contó la mejor parte de todas las partes de su viaje a las llanuras verticales llamadas montañas. Que una tarde, sentado en la puerta del hotel de carretera, mientras sus padres se duchaban juntos en el baño de la habitación, él sintió cómo el asfalto y el aire empezaban a vibrar más y más y más y más y más y más y más y cómo, de repente, en vez de un terremoto lo que apareció fue la mitad de la palabra: una moto sin terre, dijo. Una moto sin terre capaz de hacer temblar el corazón de un hombre, dijo. Y de una mujer, lo corrigió la Nina Boturi. Que pasó por delante de sus ojos y aparcó justo a su lado, dijo el Rafa Capellino. Que el hombre, dijo el Rafa Capellino, al ver al Rafa Capellino mirarlo con los ojos tan abiertos, le sonrió y le habló en una lengua que no era la nuestra, una lengua que sonaba como las palabras de las canciones de Hank Williams. Y acá venía el porqué de la admiración que todos le prodigábamos al Rafa Capellino: que el hombre, dijo, no solo lo dejó subir a su moto sin terre sino que, además, lo llevó a dar una vuelta y llegaron hasta la mitad de las llanuras verticales llamadas montañas.
[…]
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Autora: Silvana Vogt. Título: El fino arte de crear monstruos. Editorial: H&O. Venta: Todos tus libros.
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Esos párrafos son un sabroso entremés, sin duda y desde ya declaro mi deseo atávico de leer esa novela.