Otro 26 de junio, el de 1284, hace hoy 740 años, la humanidad asistió a uno de sus momentos estelares por la singularidad de lo acontecido en un lugar de la Baja Sajonia, en la actual Alemania. Fue en Hamelín, villa que aquel día, como el de hoy, habría de entrar en el florilegio de las grandes leyendas. El ingreso en la nómina del Patrimonio Inmaterial de la Unesco, ya en 2014, fue muy posterior.
Para quien le resulte exagerado imaginar al Diablo haciendo sonar su caramillo en medio de un cuento infantil, habrá que hacer notar que estamos ante una historia más perversa que candorosa, por mucho que sus compiladores más celebrados fueran los hermanos Grimm.
Dos días antes de que el paisanaje de Hamelín alabase a Dios en la iglesia local por haberles librado de la amenaza que se cernía sobre ellos, esos mismos lugareños se habían negado a pagar al extraño personaje, de atuendo multicolor, que se había ofrecido para librarles de las ratas. Aún faltaba más de un siglo para que estos roedores se convirtieran en heraldos de la peste negra. Pero los habitantes de Hamelín ya se barruntaban que esa plaga de pequeñas fieras no podía presagiar nada bueno. Sin embargo, una vez aceptaron las condiciones del flautista, el inquietante músico comenzó a hacer sonar su caramillo y las ratas, que de bien antiguo se sabe son animales sociales —como los seres humanos—, le siguieron hasta el suicidio colectivo en las aguas del Weser, el río a cuya orilla se extiende Hamelín.
Dado que las leyendas nos invitan a especular, quién sabe si no fue entonces, o si aquello no es el origen, o si ha tenido algo que ver con esos estudios etológicos que nos hablan de las ratas como de unos “seres fascinantes” que pueden autorregular sus colonias. Si éstas son muy grandes para el área de que disponen, se organizan para buscar nuevos territorios. A veces, dicha organización consiste en matar a las crías y comérselas, otras en autoinmolarse, mostrándose audaces hasta el suicidio en caso de necesidad. Acaso fuera ése el destino de las que se arrojaron a esa muerte segura al Weser escuchando la alegre música que las llevaba allí.
Otra de las costumbres de las ratas es el infanticidio. Llegado el caso, son capaces de matar a sus crías y comérselas. Esos etólogos que juzgan a los animales como tales, no como si fueran humanos, sostienen que las ratas son criaturas fascinantes, con una amplia gama de comportamientos adaptativos. Su capacidad para autorregular su población es un ejemplo de cómo la naturaleza busca un equilibrio incluso en las condiciones más adversas.
Ahora bien, esto no quita para que los lectores de fábulas, más dados a los animales antropomorfizados, vieran en el comportamiento de las ratas —por su capacidad para adaptarse, las primeras en abandonar el barco cuando se hunde, todo un paradigma de la traición entre los animales— un trasunto de los padres de Hamelín. Allí estaban los paisanos un día como hoy —el de san Juan y san Pablo, dicen que era—, celebrando a Dios en la iglesia tras haberse negado a satisfacer el pago prometido por la desratización.
Lo que pasó entonces es del dominio público: el flautista volvió a hacer sonar su caramillo, mas esta vez le siguieron los infantes. Nunca más se les volvió a ver. Una historia perversa, puesto que nos habla de lo que no suele contarse, de cómo unos pequeños expiaron con su desaparición una deuda de sus padres. Debió de ser como quien hereda de sus progenitores una enfermedad mortal. Lo más probable es que, en realidad, se tratase de una emigración masiva. En el cuento, en la leyenda, en las distintas fantasías, se habla de una cueva en la que desaparecieron todos. Todos menos los diferentes, precisamente por ello los menos sociables: uno que no escuchó la música, otro que renqueaba y no podía seguir el paso de la colectividad.
Documentada desde el siglo XIV, el dominico Heinrich von Herford —fallecido en 1370— da noticia de alguno de sus pasajes. El humanista Jobus Fincelius la dio a la estampa por primera vez en 1556. Dicen los sabios que algunos de los pasajes de este éxodo infantil tocan muy de cerca a la Cruzada de los niños, una concatenación de realidades y ficciones que sucedió a la visión de un pequeño alemán que se presentó ante el rey jurando haber sido visitado por Jesucristo, que éste le había encomendado poner en marcha una cruzada para liberar Jerusalén. No mucho después, un muchacho francés se expresaba en términos muy parecidos, dispuesto a dirigir la cruzada infantil él mismo. Finalmente, se dieron cita en Niza entre dos mil niños y doscientos adultos. Y allí estuvieron rezando durante dos semanas para que se les abriera el Mediterráneo y poder llegar a Tierra Santa. Lo que sí que llega hasta la mejor ciencia ficción del amado siglo XX es la cruzada infantil. Kurt Vonnegut nos habla de ella en su Matadero 5 (1969). Así se escribe la Historia. Los niños de Hamelín desaparecieron un día como hoy.
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