Es tarde en el momento de escribir este texto. Mi hijo, que curiosamente tiene forma de gato, corre por la casa, grita como una gaviota, como un bicharraco alado con sobredosis de purpurina. Ya he reclamado a la fábrica. Tiene sueño y exige que vaya a rendirle cuentas, no le da la gana de dormirse solo por la noche. Me siento en el escritorio después de correr 16 kilómetros. De un lado tengo todo tipo de guías de campo sobre aves, invertebrados, peces, corales y otros bichos de Florida. Ante mí, bajo la pantalla del ordenador, mi santo patrón Masacre me supervisa con unos ojos blancos que me prometen un futuro de incertidumbre, como si aún estuviera en España. A su lado tengo un libro que estoy releyendo, Viruses as Complex Adaptive Systems, de Ricard Solé y Santiago F. Elena. En otra mesa, a la izquierda, esperan las tallas de madera de esta semana, un par de libros sobre cómo tallar caras… Nos pasamos la vida rodeados de caras, de gente, de cosas con un patrón anatómico bastante repetitivo, si nos quedamos dentro de la clase mammalia, pero a la hora de dibujarlos, de darnos cuenta que las cejas quedan alineadas con la parte superior de las orejas, que hay unas ligeras curvitas, que se pueden imitar con el cuchillo si se presta atención, en el tabique de la nariz, cuando llega ese momento nos lleva bastante trabajo de análisis recrearlo. Está bien, dejare el plural. A mí, es a mí a quien le cuesta. No soy capaz de dibujar ni la cosa más simple. Si me pones al lado el dibujo ya hecho, te haré una copia idéntica. Jurado. Es que esos detalles de sombras, de profundidades, de líneas que no existen pero son necesarias, de falsa tridimensionalidad, se me escapan. Pero como parte de mi paquete de extras dañado, soy más que capaz de tallar lo que me dé la gana en madera. Ya sea realismo, caricatura o abstracto. Sin molde ni planificación. Como si del caldero de bruja de mi cabeza, en el que hierven ojos de tritón y patas de rana, se desprendiera algún fruto provechoso después de todo.
Como voy diciendo, en una mesa tengo la ciencia. Con libros apilados en cada una de sus alturas, en sus distintos reinos. Mi escritorio es Yggdrasil, el fresno del universo, y sus diversos compartimentos contienen los mundos de la mitología nórdica. Aquí tengo la física, electromagnetismo, partículas, Schrödinger, Rutherford y Bohr. Junto a ellos, los tochos gordos, atractivos de tan complicados y desagradecidos como son, de estadística, y desgraciados, no olvidemos lo de desgraciados, con un p-valor que dejémoslo. Por otro punto andan los libros de elasmobranquios, medicina de mamíferos marinos, manglares y corales. Un tablero de ajedrez plegado separa la física, en un hueco bajo el escritorio, de diversos manuales, que si Arduino, Raspberry, impresión 3D, Python, Java… En otra altura, aislado, se erige la quinta edición del Strachan, un libro de genética molecular humana al que adoro en secreto. Si pudiera lo metería en un cómic de Batman para fingir que es eso lo que estoy leyendo. El tamaño tocho lo imposibilita, claro.
La otra mesa tiene los cajones desordenados con herramientas, esculturas, o tallas —me da vergüenza llamarlas del primer modo— a medio hacer, cuchillos, cinceles, reglas, pinceles, lápices, libros de colorear, acrílicos y óleos de tantos colores que solo de mirarlos en sus envases se empacha uno de la forma más cromática. Una pila de libros de ficción, o de ensayo, o biográficos, a medio leer, ya leídos, extraviados. Mezclo los libros como hago con la comida, sin ningún tipo de plan ni de orden. El huevo crudo con cebolla y arroz está bueno, si le echas salsa de soja aún mejor. En la pared, sobre esa mesa, vigilándome, siembra el terror un tablero de corcho con el guión para el libro que estoy escribiendo, junto a la previsión del tiempo para Riopar en el año 2030, con cosas crucificadas que creo que están mejor en la verticalidad de la pared, antes que sepultadas en las mesas. Ambición o caos ingobernable, siempre estoy escribiendo más de un libro, compenso cojeras en unas historias creando otras. También tiene, el tablero, las notas de los doce proyectos de escritura que quiero terminar antes de que acabe el año. Tendré suerte si completo seis. Se seguirán acumulando, igual que el mausoleo de trastos que tengo y llamo libros. La tarjeta rosa recoge los proyectos de ciencia personales con los que estoy trabajando. Que si un péiper de revisión literaria sobre el estado de la ciencia en relación a la piscifactoría de salmón atlántico, que si pasar ya a la parte de campo de mi etiqueta geolocalizadora que imita las ampollas de Lorenzini de los tiburones, pero que de puro ambiciosa usa machine learning a punta pala, que si teoría del caos en especies marinas altamente migratorias… Y en esto sí avanzo, porque son menos proyectos. Porque son más fáciles que escribir un libro, no me tiran tanto de la médula del alma, no comprometen lo que soy. Solo son pensamiento, conocimientos. Y si salen mal, pues como con las tallas de madera, al fuego sin pena. Si te gusta, es sencillo. Y a mí me gusta con cojones. Por eso, en lugar de reescribir el capítulo del libro infantil de navidad que quiero acabar ya, agarro el libro de Ricard Solé. Solo un capítulo. Uno y me pongo con la escritura. No la estoy rehuyendo, lo sé, pero cuando mezclas tantas cosas te mueves por impulsos. Y no por los mismos impulsos que viajan por los axones, qué más quisiera, sino por los impulsos que llevarían al sombrerero loco a mezclar arsénico con estaño y deglutirlo en un exquisito té Earl Grey.
Ricard Solé es un investigador español, dice que catalán, la criatura, que dirige un laboratorio enfocado en el estudio de sistemas complejos. Entre sus intereses investigadores, y por lo que suelo tener su trabajo como lectura de cabecera, está comprender la posible presencia de patrones universales de organización en sistemas complejos. Complejo es un sistema tal como el lenguaje, la inteligencia artificial, los virus, las protocélulas, la multicelularidad, el cáncer, y en general hasta el rebaño que pasta en redes sociales cada día. Teoría del caos, propiedades emergentes, matemáticas, física y biología son los principales componentes de sus trabajos. También de los míos. Y todavía hoy representan un porcentaje minoritario dentro de la investigación biológica, por desgracia. Descendiente intelectual, en cierto modo, del gran Brian Goodwin, Ricard Solé tiene como única pega una alergia absurda al español, una alergia cuya mezquindad entiende bien uno que ha pasado el suplicio de hacer un máster en la universidad de Barcelona el año del referéndum. Ese año que tanto nos perjudicó a algunos, y que tan ligero les ha quedado a la clase nobiliaria… a los políticos.
El caso es que en mi relectura de este libro encuentro deducciones en base a afirmaciones que no son ciertas, o bien lo son solo para algunos, lo que las convierte en inciertas. Me gustaría discutir con él sobre los motivos por los que considera que los plásmidos son parásitos, o preguntarle a qué llama ausencia de egoísmo en las dinámicas de orgánulos celulares, partículas genéticas o células. Porque en este caso, y me avergüenza decirlo, mi pensamiento es el mismo que el de Richard Dawkins, y me atrevería a decir que no se puede encontrar verdadero altruismo en unas entidades cuyo único fin es la propia preservación.
Esta semana no tenía intención de hacer sufrir a nadie con una de mis columnas. Pero la incógnita esta dichosa, de por qué considerar que plásmidos son parásitos, o que los virus son equivalentes a células durmientes y, por tanto, no es tan claro que no representen vida, me han hecho derrapar por la carretera de mis desvaríos, mirar el caos de mis mesas, el de mis proyectos, y buscar el orden emergente que debe estar ahí, escondido entre tanto desorden.
Un sistema complejo, ya puestos a aportar información, es un conjunto compuesto por varias partes, vinculadas entre ellas, y que crean información no perceptible por la mera observación, como resultado de las interacciones entre sus componentes. A grandes rasgos, mi interés en las extinciones es un sistema complejo, las extinciones no, ni tampoco el interés que me causan, claro, sino los desencadenantes de los que parten estas extinciones. La aparición de caracteres en los seres vivos que posteriormente son seleccionados, y el cómo aparecen, es consecuencia de sistemas complejos. Incluso es probable que si no me diera mucha pereza hacer un estudio sobre mí mismo, fuera posible demostrar que el caos y la miscelánea con la que organizo mis actividades tienen como resultado la aparición de alguna propiedad emergente que permita, tal vez, que mis niveles de productividad sean mayores de lo que uno podría esperar.
En cuanto al científico que me ha motivado a escribir esta ristra de palabros, recomiendo leerlo. Pues se puede encontrar parte de su trabajo publicado en español, por Tusquets. Si alguno se acerca a su investigación, que le haga el favor que me hace a mí, preste atención a lo que tiene sentido, y al resto, a las subnormalidades varias donde ofende las creencias de los demás, sin pruebas que justifiquen la ridiculización, ni caso. Que en la ciénaga de la prepotencia nos entendamos, y veamos, solos.
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