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El fútbol de mi infancia

El fútbol de mi infancia

Foto de portada: El Calvario hacia 1950. Foto Guzman Gombau.

El otro día, un amigo que es de mi quinta, me dijo: “Soy tan viejo que solo tengo recuerdos”. A mí me pasa lo mismo. No les extrañe que hoy para hablar de fútbol me vaya a mi infancia provinciana.

Cuando iba al fútbol los domingos de la mano de mi padre, cogíamos el autobús municipal en la Plaza Mayor. Por unos céntimos nos llevaba hasta el Campo de El Calvario, en el barrio de San Bernardo, más allá del parque de San Francisco, donde jugaba nuestro equipo. Creo que por ser un niño de diez años pagaba medio billete. La empresa municipal de autobuses se veía en la necesidad de incrementar el número de autobuses los días de partido, para no hacer esperar a los cientos de aficionados que se subían a ellos en busca de una victoria deportiva. La línea era la misma que mis paisanos usaban para acercarse al cementerio.

El Calvario. Así se llamaba el modesto estadio en el que jugaba la Unión Deportiva, que vestía de blanco (camisola) y negro (el pantalón). El nombre del estadio, algo tétrico para un festejo popular y vociferante, obedecía a que en las inmediaciones hubo un calvario, una o tres cruces de piedra, de las muchas que se instalaron, en los años del auténtico cristianismo, en los pueblos y las ciudades y en caminos que llevaban a lugares de culto. En el caso de mi ciudad, al camposanto quedaba a un tiro de piedra del campo de fútbol.

"Las instalaciones deportivas de El Calvario eran muy elementales: un terreno de juego de tierra, delimitado con la consabida pintura de cal, y dos porterías de autentica madera de pino "

Recuerdo que, cuando ya estábamos dentro de las instalaciones, no todos los domingos pero sí bastantes, para acceder a la localidad había que pagar un impuesto de algunos céntimos para beneficio de los mutilados de guerra, guerra que había terminado hacía más de diez años, pero los mutilados seguían sufriendo por sus mutilaciones, y para compensarles les proporcionaban algunas ventajas. Recuerdo que no pagaban en los autobuses, en los que tenían un asiento reservado que nadie sano ocupaba por si subía uno de aquellos mártires de la guerra incivil. Supongo que tendrían más deferencias administrativas, pero a mí no me llegaban, pues era un chaval de diez años que no tenía en la familia ninguna de estas personas que sufrieron amputaciones por explosiones de bombas o heridas de diferente gravedad, tras haber luchado en el frente. Eso es lo que yo oía y eso es lo que ahora recuerdo en mi memoria de aficionado infantil al fútbol.

Las instalaciones deportivas de El Calvario eran muy elementales: un terreno de juego de tierra, delimitado con la consabida pintura de cal, y dos porterías de autentica madera de pino, con redes para evitar goles fantasma. Aunque el campo era de tierra, nunca lo vi regar por un camión cisterna del Cuerpo de Bomberos, con el fin de refrescarlo y de paso ablandar los posibles terrones y suavizar algún bache, como ocurría en la plaza de toros. Cosa lógica. La ausencia de agua estaría motivada por la conservación del dibujo del círculo central, la línea divisoria de ambos campos y sus áreas próximas a las porterías y los límites del campo pintados con cal, que tenían mucho trabajo. El círculo concéntrico de las plazas de toros para delimitar el espacio de los picadores también se pintaba a mano y no recuerdo que se repintaran tras el paso del camión cisterna.

Espectadores de la tribuna descubierta corren atravesando el campo de El Calvario para refugiarse de la granizada en la tribuna cubierta.

El edificio de obra consistía en una tribuna con techo voladizo para espectadores sentados sobre bancos corridos de madera; y otra tribuna semejante, enfrente, descubierta y con asientos de cemento. Los fondos de cada portería eran ocupados por espectadores de pie y sin derecho a asiento porque no los había.

¡Vamos, lo que se dice todo un estadio!

"Las botas que calzaban los futbolistas eran de cuero con la puntera reforzada"

El marcador estaba situado en una escueta torre que ocupaban el reloj y el marcador numérico, no mecánico, sino de tracción humana. En la parte baja de la torre había unas instalaciones que se usaba como bar. El marcador consistía en un par de listones correderos sobre los que un empleado del club ponía, en principio grandes números 0 y luego, en la casilla correspondiente (“local” o “visitante”) un 1, quizá un 2, o acaso un 3, según fueran marcándose los goles. Ni que decir tiene que aquellos grandes números estaban pintados sobre unos tablones de madera del 0 al 9. Muy pocas veces se vio el empleado del marcador en la necesidad de poner en los rastreles el número 10. Al menos, no lo vi nunca en mi larga vida de aficionado de corta edad. Lo que sí vi fue pasar del número 5 al 9 por despiste al poner el 6 al revés, lo que sirvió de jolgorio a la hinchada, ya que, por suerte, el guarismo estaba dedicado al sexto gol marcado por el equipo de casa, la Unión.

Las botas que calzaban los futbolistas eran de cuero con la puntera reforzada, los tacos del piso asimismo era de cuero (tres o cuatro recortes redondeados de varias capas de cuero con un clavo en el centro cuya cabeza venía del interior de la bota) y bajo una mediasuela interior para no molestar al pie del sufrido deportista que se la ponía para jugar.

" Las caídas por zancadilla eran el pan nuestro de cada día y, aunque la agresión se penalizaba con falta, el jugador caído salía con las rodillas hechas un cristo"

El balón era de cuero de procedencia vacuna o caballar, con boca cerrada con correa de fino cordón, asimismo de cuero, por donde se introducía la cámara de goma con pitorro reforzado, que se hinchaba  con bomba bicicletera. La presión, al principio, se metía a ojo de buen cubero. Después, a máquina. Cuando llovía, el peso del balón aumentaba considerablemente; y, en seco o en mojado, los cabeceadores solían sufrir en su frente las consecuencias de la correa. Algunos recurrían a la protección de un pañuelo anudado en el colodrillo.

Otra cuestión insólita que recuerdo, se refiere al papel que desempeñaba el masajista del equipo. ¡Menuda diferencia con las asistencias de ahora al lesionado! Ya he dicho que el campo no era de césped sino de tierra. Las caídas por zancadilla eran el pan nuestro de cada día y, aunque la agresión se penalizaba con falta, el jugador caído salía con las rodillas hechas un cristo, despellejadas y sangrantes. Algunos futbolistas se las protegían con rodilleras como las de los porteros. Pero otros, no. Y los que no, se arriesgaban a heridas sangrantes, superficiales pero molestas, que solía eliminar la intervención del masajista.

Linimento Sloan

Era en esas situaciones —repetidas a lo largo de los 90 minutos de juego—cuando el citado masajista, estando aún doliéndose en el suelo el jugador zancadilleado, salía corriendo al terreno de juego como “el hombre del agua milagrosa”. Así se le llamaba familiarmente al masajista. Este actor de la representación deportiva, solía ser un sanitario de un hospital o un empleado del club con el título de practicante. ¿Qué llevaba el masajista cuando se echaba al campo de juego? En su mano derecha un frasco de “linimento del tío de los bigotes”, el linimento Sloan, por si la torcedura del tobillo era seria. Pero si no lo era, valía lo que llevaba en su mano izquierda: un caldero, herrada o cubo de agua fresquita que arrojaba suavemente sobre la parte dañada y hacía el milagro de la inmediata recuperación.

Los camilleros eran profesionales de la Cruz Roja uniformados que habían aparcado su ambulancia oficial en la parte trasera de los vestuarios, por si era necesario trasladar urgentemente a un lesionado al hospital de la Santísima Trinidad, muy cercano.

Sembrar el terreno de juego de césped supuso un adelanto importante en el deporte, en la integridad física de los futbolistas, que se imaginaban jugadores de Primera División. Pero, mientras fui a El Calvario, nunca vi el césped por parte alguna.

"Si quisiera visitar hoy las instalaciones del viejo estadio, tendría que ir a la Estación de Autobuses en busca de algún vestigio"

Después he sabido cuatro cosas del tiempo presente que tienen que ver con aquél tiempo pasado. La Unión Deportiva, q.e.p.d., empezó llamándose Unión Deportiva Española y tenía secciones de natación, hípica, atletismo y fútbol cuando se fundó siendo presidente el alcalde Federico Anaya. Era el año 1923. Pero a las autoridades españolas les pareció demasiado ampuloso el nombre y, puesto que se trataba de una entidad local, lo mejor sería que se quedara en la entidad local en vez de en “Española”. Y se le cambió el nombre. No tuvo campo propio donde jugar; y lo hizo en terrenos del Teso de la Feria y de la Campsa, hasta que se pudieron comprar, por 70.000 pesetas, unos terrenos propiedad de don Gaspar Alba para, sobre ellos, levantar las modestas instalaciones anteriormente relatadas. Era el día 1 de mayo de aquel año 23 cuando se pudo inaugurar el Campo de Fútbol El Calvario con un partido internacional, de buena vecindad, entre el equipo local y el Sport Salgueiros, de Portugal. Previamente había habido una demostración de tiro de pichón y tras el partido se celebró una velada de baile. Subió a 2ª división en 1936, pero no pudo debutar por suspensión de actividades a causa de la guerra.

Si quisiera visitar hoy las instalaciones del viejo estadio, tendría que ir a la Estación de Autobuses en busca de algún vestigio, ya que sobre aquellas instalaciones, convertidas en solar, se levantaron éstas, cuyos terrenos, que habían costado 70.000 pesetas, ya valieron en 1968 9.200.000, pagaderos por el Ayuntamiento. Lo que va de ayer (1923) a hoy (1968). El Calvario fue sustituido por el Estadio Helmántico, construido en Los Villares de la Reina, a tres kilómetros de la ciudad; y de aquel calvario de nuestras futbolerías no quedó nada. Apenas el recuerdo de quienes por allí pasamos de chicos. Unos sólo lo pueden recordar; y otros somos afortunados al poder escribirlo.

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