El Caravaggio equivocado
Entramos Lorenzo y yo en el Museo del Prado con el propósito de ver el Caravaggio que protagoniza una de sus exposiciones temporales, ese Ecce homo que formó parte de la colección privada de Felipe IV y cuyo rastro estuvo perdido durante largo tiempo, hasta que hace poco más de tres años apareció en una casa de subastas. Es ésa la intención, como digo, y fieles a ella subimos a la primera planta y merodeamos sin mucha prisa por las primeras salas que encontramos ―nunca está de más entretenerse en El Prado, jamás se pierde el tiempo cuando se está aquí dentro― hasta que reconocemos nuestra incapacidad para dar con el lienzo y optamos por preguntar a una de las vigilantes. Nos encamina hacia la sala siete, donde, en efecto, se expone un Caravaggio. Es el David vencedor de Goliat, que Michelangelo Merisi pintó en torno al año 1600 y donde aborda el conocido tema bíblico de manera un tanto insólita: David está encaramado al cuerpo del gigante, que yace en el suelo, y sujeta por los pelos su cabeza decapitada. Más allá del momento elegido para retratar la escena, llama mi atención la figura de David porque adivino en ella una suerte de respuesta a la colosal escultura que Miguel Ángel ideó para el Duomo de Florencia y que visitan cada año miles de personas en la Galleria dell’Accademia. Si el de Buonarotti es un David hercúleo, apolíneo, irrefutable en su condición de héroe, un personaje consciente de la hazaña que se dispone a cometer y de la gloria que le deparará el destino en cuanto la consume, el de Caravaggio es un David enclenque, apenas un niño todavía, que parece no prestar la menor atención a su gesta y simplemente se limita a obtener un recuerdo con el que asombrar a los suyos. Es un David más próximo a la picaresca que a la mitología, y se lo imagina uno yéndose de allí no para subirse a un trono, sino acudiendo en busca de su pandilla para pasar por el mercado y, si acaso, robar algunas piezas de fruta en el primer puesto que se les ponga a tiro. El cuadro se muestra ahora en un lugar privilegiado porque acaban de restaurarlo, y seguramente por eso concite la atención de no pocos visitantes que se arraciman en torno a él. Nos quedamos Lorenzo y yo observándolo durante un buen rato y comentamos algún que otro detalle y la propia conversación nos conduce hacia las salas de Velázquez ―hay que ver su Cristo y sus Meninas, hay que ver sus Hilanderas y sus Borrachos, hay que echar un ojo a sus bufones, y cómo íbamos a dejar de lado la Villa Medici―, nos deriva hacia la muestra temporal sobre el taller de Rubens ―que plantea una reflexión interesante acerca del concepto de autoría―, nos lleva luego hacia el ala que protagoniza Goya ―en una apreciación lúcida y exacta, Lorenzo me dice que fue un pintor que vino del futuro, y lo constatamos otra vez delante de sus Pinturas Negras, tan estremecedoras y tan hipnóticas, tan terribles y tan hermosas, tan incomprensibles y tan absolutas― y nos orienta más tarde hacia las dependencias donde se exhiben algunas pinturas indispensables del XIX ―fundamentalmente porque queremos compadecer a la Juana la Loca que pintó Pradilla apesadumbrada ante el cadáver de su esposo y mostrar nuestro respeto ante la dignidad del Torrijos que aguarda su fusilamiento en la pincelada de Gisbert― y por último a la zona de El Bosco. Tras detenernos unos minutos en la librería, salimos al exterior con la satisfacción que da el deber cumplido, y al detenernos al pie de los peldaños que suben hasta los Jerónimos reparamos en un cartel que muestra el Ecce homo. Lorenzo y yo nos miramos como si en ese instante un hechizo invisible nos liberara de un encantamiento en el que habíamos caído presos. Con tanto ir de acá para allá y tanto saltar de cuadro en cuadro, tanto comentar esto y aquello, nos hemos olvidado por completo de nuestro propósito inicial y hemos desatendido al pobre Caravaggio, cuya obra nos contempla desde lo alto como si nos reprochara el despiste. Empezamos a reírnos a las puertas del Museo y las personas que aguardan en la cola nos observan, no sé si con esa compasión que se acostumbra a dedicar a los enfermos o a los locos.
Después de todo esto
De sobra sabe uno que el tiempo y la desmemoria arrasan con todo, incluso con las cosas que juzgamos más inolvidables. Cuando hayan pasado semanas, meses, años, no digamos ya siglos, sólo será un recuerdo vago todo el horror que hemos conocido estos días en Valencia. La rutina nos volverá a centrar en asuntos banales, seguirá girando el mundo, se registrarán otros sucesos que quizá anden gestándose mientras escribo estas líneas y el futuro, en fin, llegará con sus propios planes. Quedarán las hemerotecas y la historia y la estadística, que se ocuparán de dejar registrado lo esencial: ocurrió en esta fecha o en aquella, cayeron equis metros cúbicos de agua a lo largo y ancho de esta cantidad de metros cuadrados, se terminaron localizando tantos muertos. Creeremos que con eso estará todo, pero en cambio se habrá extraviado algo esencial, la mirada directa del terror, el significado a la vez íntimo y universal que tienen los desastres, el desamparo cuando la fatalidad, que siempre aguarda a la vuelta de la esquina, se decide a hacer acto de presencia. Se irán apagando los testimonios que nos contaron cómo fue y que nos sitúan frente a frente ante el escalofrío de lo inasumible, frases y palabras efímeras que se pronunciaron o se escribieron como desahogo y que quedarán arrumbadas entre las hojas del calendario. Episodios como éste que relata alguien en una red social, y que copio con el propósito, seguramente inútil, de que no desaparezca del todo: «Mi hermano me contó que escuchó a gente morir dentro de los coches. Gente gritando y pidiendo auxilio mientras su coche se lo llevaba la corriente y era cubierto completamente por el agua y que desde entonces apenas puede dormir».
El huevo de la serpiente
El huevo de la serpiente se incuba cuando triunfa la tentación de buscar respuestas simples a problemas complejos. Nunca son válidas, pero sirven de consuelo a quienes no acaban de entender por qué sus vidas no se parecen a las que ellos querrían que fuesen. Decir que los inmigrantes tienen la culpa de que los precios estén altos y los salarios apenas den para llegar a fin de mes es buscar un chivo expiatorio contra el que arremeter, pero no es cierto, como tampoco lo es aseverar que el feminismo esté poniendo en riesgo la propia existencia de los hombres o pontificar que el Estado nos roba y que mejor nos iría a todos si dejásemos de pagar impuestos. Lo triste es que mucha gente se cree estas formulaciones mayestáticas a pies juntillas, sin siquiera dedicarles una leve mirada crítica, pero lo dramático es que concede una credibilidad absoluta a aquéllos que se las sirven en bandeja, que acostumbran a ser los mismos que no tienen el menor complejo en sembrar mentiras y odios aun en la circunstancia más desgraciada. Nada de esto es novedad porque viene ocurriendo lo mismo desde que el mundo es mundo cada vez que la historia registra una época convulsa, y no hay razones para creer que la nuestra iba a ser una excepción. Lo que entristece es la disposición de la mayoría a tragar con aquello que les cuentan estos supuestos salvadores que se autoproclaman abanderados de la verdad cuando no hacen más que enarbolar su propio embuste y acceder gracias a él a ese lugar donde podrán ejercer su voluntad real, ésa que no formulan y se ocupan de esconder para que nadie se horrorice antes de tiempo. Se trata de la estrategia que siguieron todas las dictaduras que hemos venido conociendo y contra las que, mal que nos pese, no acabamos de vacunarnos nunca. La pulsión autodestructiva que cada equis generaciones asalta la sociedad. La fórmula que explica las razones por las que, tal y como advirtió Cohen en una de sus canciones memorables, siempre hay un instante a partir del cual el futuro es un crimen.
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