Volví a ver Compliance (2012) estos días, aprovechando su reciente incorporación al catálogo de PrimeVideo. Es una película pequeña, dirigida por Craig Zobel, famoso años después por dirigir La caza y diversos capítulos de series conocidas, como Westworld o The Penguin. Hay un cine menor extraordinario, olvidable, condenatorio. Suele ser cine de listillo, de ese chico que destaca en Arkansas o Carolina del Norte, y hace una gran película nada más empezar, para luego desaparecer en el fárrago de los títulos de crédito de la industria, cuando no volver a Arkansas. Son, estos chicos, Nolans potenciales, y tienen su Memento, pero, por lo que sea, tardan diez años en hacer la siguiente película y a nadie le importa ya y su sueño de ser Nolan, o su mérito para ser Christopher Nolan se agota. Está Donnie Darko, de Richard Kelly, y también Coherence, de James Ward Byrkitt; American Animals, de Bart Layton; El infinito, de Justin Benson y Aaron Moorhead; La invitación, de Karyn Kusama; o Apoya a las chicas, de Andrew Bujalsk. O Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell. Suelen tener casi un 7 en IMDb, y muchas veces su película de debut juega con el tiempo (Primer, de Shane Carruth, también) e impresiona. Quizá quedarse a las puertas del 7 y nunca alcanzar el 8 es el motivo de su soterramiento. Tampoco ayuda mucho que no se puedan memorizar tantos nombres de directores de cine.
Compliance puede traducirse como “cumplimiento”, pero también como “sumisión” u “obediencia”. Estamos en un restaurante de comida rápida, en una vulgar hamburguesería del extrarradio. Va a ser un día de mucho trabajo, y la jefa trata de animar a los empleados, gente joven con sueldos ridículos que todavía no se han dado cuenta de lo mal que les va a ir en la vida. A los quince minutos de película, suena el teléfono fijo de la hamburguesería. Es un policía. Informa a la jefa de que una de sus trabajadoras ha robado dinero del bolso a una clienta. Ahí empieza.
Compliance trata de palabrería y autoridad, de cómo la autoridad dispone del privilegio de la palabra imperativa. El policía ordena a la jefa que traiga a la trabajadora y la ponga al teléfono. En un momento dado, ordenará también a la jefa que desnude a esa trabajadora y la registre. Diversos personajes cogen el teléfono y todos son dominados (sumisión) y dirigidos (obediencia) por la voz severa y profesional del policía.
Una vez que asumes la autoridad del otro, todo parece factible. Las víctimas del policía pasan de la simple colaboración con las autoridades a poder hacer literalmente cualquier cosa que esas autoridades les ordenen. El novio de la jefa se queda a cargo de vigilar a la ladrona. El policía le ordena darle unos azotes en el culo (ella ya está desnuda); luego convence a la chica de que le practique una felación. La autoridad ha suspendido el juicio a todos ellos, muestran dudas, una pequeña resistencia inicial, pero al final asumen que quien manda no puede estar equivocado.
De la película recordaba la verosimilitud de todos sus lances, en rigor, totalmente increíbles (se basan en hechos reales). Y recordaba mal quién hace el gesto ilustrado, mítico, civilizatorio y revolucionario. Pensaba que era Bill Camp, pero es otro actor: un viejo que aparece apenas en dos escenas, dos minutos.
Después de una hora de ver a todo el mundo obedecer, coge el teléfono un cliente desastrado y mayor. Creemos que caerá también bajo el influjo de la autoridad; anticipamos que el policía conseguirá a su vez que este hombre mantenga relaciones sexuales con la joven empleada. Sin embargo, el viejo es de oro. Escucha las, en fin, chorradas del policía y se extraña; enseguida le dice: “Eso no está bien”. Y luego cuelga sin más. Es lo que tendrían que haber hecho una por una todas las víctimas, colgar sin más.
El gesto tiene algo de castellano, de la desconfianza natural en provincias por el charlatán que llama a la puerta. Hay que deshacerse de ese charlatán cuanto antes, sin dejarle casi hablar, sin dejarle desplegar su tela de araña. En cuanto la palabrería se instala en tu cabeza, todo se confunde; en cuanto cedes un poco, te abocas a ceder muchísimo en las vueltas siguientes de la conversación. El anciano nota enseguida que “eso no está bien”, y rompe las cadenas del engatusamiento. Creo que hoy vivimos una situación parecida como sociedad en relación a los políticos.
Los políticos, sin duda, son charlatanes, y tienen ocasión de charlatanear públicamente a diario y con altavoces de gran alcance. Hablan sin parar, desplazan sermón a sermón y parloteo a parloteo el sentido común fuera de su quicio. De pronto estamos discutiendo si algo que está mal está de hecho no tan mal y, al cabo, bien. Por ejemplo, allanar una casa y quedarse en ella a vivir. Está mal. Después de años de allanamientos impunes, nos parece defendible que una persona no pueda recuperar su casa, sea su cuarta residencia en la playa o su segunda. ¿Cómo puede alguien quitarme la casa y permanecer en ella durante años? Nos han convencido de que eso puede ser, en efecto; y es.
Lo más cercano a Compliance que hemos vivido fue la pandemia. Mascarillas, encierro, aplausos en los balcones. Si las autoridades hubieran querido que nos diéramos bofetadas a nosotros mismos antes de ir a dormir, hubieran conseguido que nos diéramos bofetadas a nosotros mismos antes de ir a dormir.
Por eso, sólo hay un antídoto contra la palabrería de la autoridad: decir “no” enseguida. Aferrarse a ese “no”. Fuera de la negación automática y firme, sólo hay esclavitud.
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