Cuando Evita “entró en la inmortalidad”, dos policías se presentaron en la oficina de Borges. El Gobierno había decretado en todo el país un larguísimo duelo compulsivo y la obligación de usar cintas negras y corbatas enlutadas, y los sindicatos y las fuerzas de seguridad vigilaban que nadie desertara de ese mandato. Dos policías le exigieron al entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que colgara un retrato del general Perón y otro de su malograda esposa. A Borges le pareció una exigencia ridícula y se negó. “Y bueno —respondió uno de ellos—, tendrá que atenerse a las consecuencias”. El escritor repuso: “Desde luego”. A partir de ese momento, comenzaron a vigilarlo día y noche: un policía se sentaba en los auditorios y tomaba nota; un detective comenzó a seguirlo en sus extensas caminatas por aquel grisáceo Buenos Aires de 1952. De tanto llevarlo a pasear, un día el autor de El Aleph comenzó a cambiar impresiones con su tenaz perseguidor, y al final se hizo amigo: “Admitía que también odiaba a Perón y que sólo obedecía órdenes”. La Sociedad fue finalmente clausurada: “Recuerdo la última conferencia que se me permitió dar allí —evoca en su “Autobiografía”—. El público, bastante escaso, incluía a un policía muy desconcertado que hacía con torpeza todo lo posible para anotar algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa”.
Pero el narrador no se lo tomaba a risa: en esa época su madre, que tenía setenta años, estuvo bajo arresto domiciliario, y su hermana y uno de sus sobrinos pasaron un mes en la cárcel. El cierre de la Sociedad cancelaba su propósito de promover la libertad intelectual en medio de un clima enrarecido y obligadamente unánime, y tenía por objeto humillarlo. Cuando el filósofo español Julián Marías llegó a Buenos Aires, Borges se sintió muy mal por no poder recibirlo con todos los honores; afortunadamente, un amigo salvó en parte la situación: trajo del campo un cordero y lo asaron en un bar de la esquina. El célebre padre de Javier Marías aceptó gustoso el agasajo y, a los postres, también una módica invitación: entraron juntos en el local, que tenía la luz cortada, y lo recorrieron con velas en la mano para contemplar por dentro el edificio de la SADE. Esos dos escritores susurrantes en esa oscura y absurda clandestinidad siguen siendo aún hoy una fuerte postal de aquellos tiempos.
Un repaso de los primeros gobiernos peronistas confirma que los momentos de mayor hostigamiento a los disidentes coincidieron con la pérdida de la bonanza. Sin tanto dinero en las arcas, con finanzas en serias dificultades, el Movimiento se hizo más duro y opresivo que nunca. El kirchnerismo, que tiene su propio modus operandi y cuyo diseño final siempre es recrear a nivel nacional el rancio feudo de Santa Cruz, sigue sin embargo la vieja lógica de Perón: si no hay pan que haya palos; si no hay guita, que haya enemigos, puesto que sus dos insumos básicos son la chequera y el miedo; comprar voluntades o meterte un susto paralizante entre pecho y espalda. El proyecto autoritario en ciernes tiene hoy ese mismo talón de Aquiles: la turbina económica no funciona, y entonces la turbina de la intimidación trabaja a destajo para compensar el déficit. El Ministerio de la Venganza abrió sus puertas y funciona a pleno, y ya ha destrozado por completo la ilusión antigrieta que propuso Alberto Fernández para ganar consenso y que aceptaron autoengañados de buen corazón, ingenuos de toda laya y “almas bellas” del periodismo, la oposición y la politología. La propia vicepresidenta de la Nación, desde su Instagram, acaba de avisar sus propósitos. El que avisa no es traidor: utilizará un expediente judicial para instalar en tribunales que fue víctima de una “asociación ilícita” integrada por altos funcionarios del gobierno anterior junto con “denunciantes seriales” (cualquiera que haya aportado a la Justicia pruebas e indicios contra ella y su familia) y por medios de comunicación (cualquier periodista o diario que haya investigado o reproducido pesquisas judiciales sobre esas venalidades). En una sola jugada, intentará hacer caer así cuatro de sus causas más comprometedoras y quizá meter presos o al menos procesar a opositores y a notables figuras de la prensa. De hecho, comenzó en ese mismo video por escrachar con imágenes puntuales a colegas de la televisión y a mostrar las rotativas de los periódicos: los acusa lisa y llanamente de complicidad. Será responsable personal por cualquier incidente violento que los aludidos sufran en la calle, puesto que les ha entregado a sus devotos más recalcitrantes los blancos predilectos de su odio sin límites. La respuesta de muchos editores y reporteros, ante esta evidencia, ha consistido en seguir negándola. Parecen, por momentos, aquellos que intentaban disuadir a Churchill: “No se preocupe, Winston, no se van a atrever a bombardear Londres”. El bombardeo ya comenzó.
Asistimos durante estas dos últimas semanas a la caída final de todas las máscaras, y algunos no saben todavía qué hacer con ellas. Ya no se trata ni siquiera, como dice el cliché, de un poder bifronte: Fernández ha resignado su autonomía y la construcción de su propio espacio, con lo que ha dinamitado de hecho la coalición gobernante y se ha entregado sin cortapisas a los designios de su jefa. Cristina Kirchner es, en consecuencia, quien marca el paso y el rumbo. Simbólicamente, ahora la dama es la pistola, y el caballero, su silenciador: el disparo suena a veces como un corchazo de champagne, pero duele y destruye como una bala de plata. Santiago Cafiero, que no puede repudiar el chavismo y por lo tanto lo convalida, aclaró hace unos días la división de tareas: Cristina maneja la estrategia general, Alberto intenta mantener unido al peronismo. Se le agradece al jefe de Gabinete su sinceridad. Muy cerca suyo siguen hablando de la “cultura del encuentro” y del diálogo, mientras han revivido la grieta más feroz y lanzado una épica estatista y una política expropiadora, que hasta le eriza la piel a Roberto Lavagna, Santo Patrono de quienes a toda costa querían ver moderación cuando se venía a degüello. Volvieron mejores, como decía el slogan, pero no porque se hayan arrepentido de sus estropicios, sino porque han perfeccionado su praxis: vienen por todo, pero con trucos nuevos y relucientes. El manoteo de la empresa Vicentin es ante todo un banco de prueba: si la sociedad los deja avanzar por ese camino, vendrán otras “estatizaciones”, aprovechando las quiebras del coronavirus, como Néstor Kirchner aprovechó hace años las destructivas cenizas del volcán Hudson y la posterior nevada que postró a los ganaderos y a los industriales de su provincia. El mejor editorial sobre el comienzo de esta escalada lo hizo, una vez más, el filósofo de la vida Rolo Villar: “Al socialismo del siglo XXI lo ponés a cargo del Sahara y en menos de cuatro años hay escasez de arena”.
Vivimos una bisagra histórica: el kirchnerismo acaba de entrar en la fase 1 de la radicalización. Y es un desafío para todos los analistas, puesto que a veces nos dejamos embaucar por los buenos modales de las fuentes y por sus gestualidades: cuando la Casa Rosada afirma que no se debe “estigmatizar” ni a Venezuela ni a La Cámpora, reivindica a Brieva (el bufón chavista de la reina) o se entrega a las argucias de la expropiación, tendemos a colegir que son meras actuaciones para calmar al cliente interno, pero ya se trata de simple e irreversible acatamiento a la nueva realidad; cada uno de los actores ha confirmado en el escenario su esencia: ella es una líder insaciable, él su operador político. Y el modelo ya está fijado; lo que queda es seguir tanteando los humores de la opinión pública. Esta ocurrencia, ¿pasa o no pasa? ¿Lo hacemos con seducción o de prepo? ¿Avanzamos y negamos? ¿Incendiamos y ponemos paños fríos? Paso a paso, compañeros, y con mucha anestesia. Porque el kirchnerismo tiene una misión que asusta, y por lo tanto, no hay que revelar demasiado el juego. La táctica se parece un poco a la teoría de Borges acerca de cómo escribir un relato: “El cuento deberá constar de dos argumentos; uno, falso, que vagamente se indica, y otro, el auténtico, que se mantendrá secreto hasta el fin”.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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