Después del éxito de La gran ola, novela con la que ganó los premios Ciudad de Tarragona, Finestres y Nacional de la Crítica, Albert Pijuan regresa a las librerías con una novela que, bajo la apariencia de la irreverencia, reflexiona sobre la identidad.
En Zenda reproducimos el arranque de El Gran Reemplazo (Sexto Piso), de Albert Pijuan.
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Después de esperar una hora en una silla que bailaba en una salita sin ventanas; después de un ingreso atropellado a causa de la poca desenvoltura en inglés del subcontratado de turno, que además olía a coliflor; después de haberme tenido que desnudar en una especie de probador de cartulina y de haberme puesto una bata de papel desechable ya usada; después de haberme tenido que resignar a que un celador me transportase en una silla de ruedas cuando soy perfectamente capaz de valerme por mí mismo; después de haber cogido diversos ascensores que solo se activaban con la clave de los empleados; después de un tira y afloja con dos enfermeros que me han escoltado a mi box porque quería demostrarles que podía caminar yo solito pero el protocolo, señor, haga el favor; después de que me hayan quitado la venda de los ojos, que me habían puesto nada más entrar en la planta, obligatoria y consentida según lo firmado en el papeleo de admisión; y cuando, ya en mi cama, la idea de venir aquí me ha dejado de parecer por unos momentos tan puñeteramente brillante, justo en ese momento, he oído un tarareo al otro lado de la cortina, en el box de mi compañero de la derecha, una melodía que he reconocido de inmediato pero a la cual he tardado aún unos segundos en ponerle nombre, por la naturaleza del lenguaje, por su lentitud de bajada exasperante, y que no he acabado de confirmar hasta que no ha llegado al estribillo y ha dejado de lado los murmullos para entonar, ahora sí, con voz clara: «Don’t break my heart / Don’t let me down / Don’t break my heart / Don’t make me frown». Se trata, evidentemente, del clásico de Den Harrow… ¡cantado por el mismísimo Den Harrow! Me ha costado un segundo admitir mi buena suerte, la incongruencia de la casualidad, pero no cabe duda… ¡Den Harrow! ¡En la cama de al lado!
Es cierto que mi mecenas me había avisado de que se trataba de una clínica frecuentada sobre todo por famosos, también es cierto que pensé que intentaba venderme la moto, y en ningún caso me habría imaginado que se refiriese a famosos de semejante talla. Ahora todas las precauciones del centro me parecen lógicas, toda esta paranoia de la privacidad, el aparcamiento individual, los cristales tintados de fuera, la espera en salitas individuales, el fajo de cláusulas de confidencialidad que me han hecho firmar, grueso como una biblia, la severidad del personal, la venda en los ojos, naturalmente, los boxes con las tres cortinas claustrofóbicamente cerradas para que no puedas ver a ningún otro cliente o ni siquiera intuir de pasada al paciente que transportan en cama o silla de ruedas deprisa y corriendo por el pasillo central de la sala de ingresados.
—¡Den Harrow! —repito aplaudiendo y girando la cabeza para encontrar esa mirada cómplice con la que compartir la ilusión, pero no hay nadie, claro, solo estoy yo en una cama encajada entre las cortinas y la pared, que tiene un dedo grumoso de pintura blanca sobre ladrillos de hormigón estilo refugio nuclear subterráneo.
Den Harrow no responde y yo, para sacudirle de encima la vergüenza, le digo que me puede hablar en italiano, que lo domino como un napolitano nativo, que es de donde era mi padre, bueno, no de Nápoles, sino de Torre Annunziata, justo al lado. Den Harrow, ya en italiano, me dice que le parece que no está permitido que hablemos entre nosotros, yo le digo que no me consta ninguna prohibición a tal efecto, y él me pregunta si me he leído todas las páginas de letra pequeña de los papeles que hemos firmado. Le digo que mientras el personal no nos oiga no pasa absolutamente nada, que estamos al final del pasillo y la puerta se encuentra a dos autobuses de distancia, que es como desde pequeño calculo lo que son diez metros más o menos. Si alguien nos hubiese oído se habría podido sorprender de que le haya pedido a Den Harrow, la estrella que se presentaba como un «americano de Boston», que me hable en italiano, pero es que yo, por motivos evidentes, soy un connaisseur del italo disco y sé perfectamente quién es quién, qué habla quién, quién ha influido a quién, etcétera. La verdad es que Den Harrow, el americano de Boston, es más italiano que el penne all’arrabbiata; solo hay que repasar alguna de sus entrevistas de los ochenta para darse cuenta: siempre que tenía que hablar en inglés respondía monosilábicamente y cuando se tenía que expresar en su supuesta lengua no materna, el italiano, que, curiosamente, empleaba mucho más a menudo y con mucha más desenvoltura que el inglés, impostaba un acento que en su cabeza debía de ser yanqui, pero que a todo el mundo (menos a los italianos, me imagino) le sonaba a klingon.
—¿Conoces a Angelina de Castro? —le digo.
—No.
—Igual te suena más Gina. Es mi madre. Seguro que la conoces. Trabajasteis juntos, en la época de «Future Brain», si mal no recuerdo. Mediados de los ochenta. Tu estilista.
—Creo que no deberíamos hablar.
Valiente cagueta… ¿Dónde está aquel artista capaz de domar masas enloquecidas con una simple rotación de muslos, el transgresor del estriptis en horario infantil, el ínclito mojador de ropa interior de todo el abanico de géneros, el cantante acróbata que implosionaba cinco veces al día en cinco escenarios distintos de tres países cofronterizos? ¿Dónde está el olímpico, el revolucionado, el inigualable, el deslumbrante Den Harrow que todos conocíamos? ¿Ahora resulta que le da miedo que unos enfermeros lo oigan charlar con el de la cama de al lado?
Como esta muestra de carácter debilitado me genera dudas razonables, porque me cuesta creer que hayan bastado treinta años para ablandar hasta tal extremo aquella rebeldía colosal, introduzco un dedo en el velcro que une la cortina a la pared (la parte áspera, he de decir, está llena de pelusa negra), y abro una mirilla al box contiguo. Me extraña ver una cabeza morena, porque si algo distinguía a Den Harrow era aquel pelo rubio incandescente hasta el desmayo. Ensancho un poco la obertura y…
—¡Estafador! —digo un poco más alto de lo que sería prudente, pero es que el individuo que tengo al lado no es Den Harrow, y si hay algo que no soporto es que me tomen el pelo. ¡Con razón este farsante no sabía quién era mi madre!—. ¡Farsante! ¡Tú no eres Den Harrow!
De unas camas más allá se oye a alguien que nos manda callar con un chsssst de mucha saliva acumulada en la boca, de ir sondado, imagino.
Le vuelvo a preguntar quién es, porque sé lo que he oído, reconocería esa voz entre millones. La cortina del pasillo se descorre de golpe y una enfermera demasiado parecida a la filonazi de Alguien voló sobre el nido del cuco se pone a hablar en un idioma que no reconozco, pero que intuyo que debe de ser turco, aunque, bien mirado, mucha pinta de turca no tiene, normalmente son de ceja gruesa y la nariz un poco de aquella manera, pero también entiendo que si trabajas en una clínica tendrás tus correspondientes descuentos de empleada. Cuando cree que ya me ha puesto en mi sitio, la enfermera cierra la cortina y oigo cómo va arrastrando las zapatillas toda acelerada hacia la otra punta de la sala. Si a la salida me ponen delante una hoja de valoración, pienso plantarles una puntuación no más alta de 6 en el trato del personal.
Me quedo en silencio unos minutos, por precaución. El pespunte del extremo de la sábana está deshilachado. Se oye a alguien tosiendo no muy lejos. La tos produce un leve eco, el techo está bastante alto. El farsante de al lado se pone a murmurar no sé muy bien qué. Poco a poco los ruidos van cogiendo forma hasta que acaban convirtiéndose no en un mantra, pero sí en una cantinela que el estafador repite de manera, según mi criterio, claro, un pelín demasiado obsesiva, y que suena así: Den Harrow hijo de mil putas cagado por el culo. Yo soy Den Harrow. Den Harrow no existe. Él no es Den Harrow. Yo seré Den Harrow. Den Harrow hijo de mil putas cagado por el culo. Yo soy Den Harrow. Den Harrow no existe. Etcétera. Se va calentando él solo con este galimatías e intuyo que debe de tener tantas ganas de despacharse a gusto como yo de entender por qué él no es la persona a quien tendría que corresponder la voz que he oído; que es la misma persona que, en el sonsonete obsesivo, niega ser, afirma ser, desmiente que exista y augura que será. Le pongo un cebo que no sé si picará:
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Autor: Albert Pijuan. Traducción: Rubén Martín Giráldez. Título: El Gran Reemplazo. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.
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