Imagen de portada: San Martín y el mendio (El Greco)
Hay un poso de singularidad en El Greco que ha condicionado siempre en exceso su estimación, en un sentido o en su contrario. Denostado. Admirado. El pintor que llega a Toledo es, como dice su sobrenombre, un griego nacido en Creta. Pero luego fue veneciano y también pasó por las maneras de Roma. Quien ha escrito con mayor lucidez sobre El Greco es, con diferencia, Ramón Gaya. Dijo de él que su mirada es la de un extranjero, un extranjero sensualista, lujurioso, que aplica el talento de sus ojos a un espectáculo fascinante: la galería mística del Toledo de la Contrarreforma. Tiene razón. La pintura de El Greco, en ese sentido, difiere diametralmente de la de su contemporáneo perfecto, Miguel de Cervantes. Porque El Greco se embelesa con el envoltorio (un envoltorio fantástico, lujoso e intenso, aunque sea etéreo, de carne en transformación), mientras Cervantes, tras regresar a España, mira hacia dentro y con una distancia risueña.
A El Greco le atrajeron los espectáculos de transformación, basta con mirar las manos metamórficas, velludas, flamígeras, de sus retratos. Un poso pagano, veneciano, luce siempre en sus cuadros, aun en los más perfectamente cristianos (su Entierro del conde de Orgaz presenta el tránsito como un misterio de la naturaleza. Solemne, imponente, pero no como un réquiem de Tomás Luis de Victoria sino como una poesía mitológica del viejo Tiziano). Basta con pensar en sus soplones, en su Fábula, en su paisaje nocturno de Toledo para comprender esta fascinación suya por el relámpago táctil, por la materia que quema.
Sin embargo, también está en sus retratos de la burguesía y la nobleza toledana, fastuosa galería de hombres observados como insectos, con su singular fuerza metamórfica (una vida estremecedora, inquietante, nos observa). Nadie sale indemne de la contemplación de uno de los espléndidos apostolados de El Greco, de sus verónicas, de sus santos para iglesias, de sus resurrecciones o escenas bíblicas. Vibra en ellos el pasmo de la inquietud, la pregunta de un hombre solitario que se asoma a un espectáculo que le seduce, que retrata como nadie y que uno siente que, de alguna manera, se le escapa.
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Nota con motivo de una exposición de El Greco en el Prado
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